La escritura o la vida, objeto de este estudio, comienza el 11 de abril de 1945. Comienza el libro, pero no la obra:
El escritor escribe un libro, pero el libro todavía no es la obra; la obra sólo es obra cuando, gracias a ella, la palabra ‛ser’ se pronuncia en la violencia de un comienzo que le es propio; acontecimiento que se realiza cuando la obra es la intimidad de alguien que la escribe y alguien que la lee1.
La obra ha tardado cincuenta años en hacerse visible, en construirse. Y lo ha hecho sobre los cimientos –sobre las ruinas– de la Europa del siglo XX y sobre la experiencia de alguien que ha de leerse en su propia obra ejerciendo una violencia para pronunciar la palabra ‛ser’, para decirse o desdecirse en la época que le ha tocado vivir. Uno de los ejes fundamentales sobre los que se vertebra la crisis del sujeto en esta particular modernidad es la existencia de las guerras mundiales. La reflexión que hacen muchos autores y que pone en tela de juicio la existencia misma del arte consiste en preguntarse, en primer lugar, cómo es posible que haya ocurrido ese horror entre pueblos con una esencia artística, filosófica y cultural común. Y en segundo lugar, para qué sirve el arte si el horror se abre paso y de algún modo lo anula, le arrebata su sentido, lo vuelve inútil.
Se trata aquí de demostrar la autonomía de la literatura como único espacio que sobrevive entre los abismos, como ente insustituible a la hora de proponer una correspondencia entre determinados ámbitos fronterizos, sobre todo en aquellos que por su misma naturaleza ponen en duda la existencia o el sentido del arte. Dice Jacques Rancière que estudiar las zonas fronterizas de la obra literaria es observar los modos en que la labor literaria comporta reflexiones que van más allá de la literatura, pero que solo la literatura puede ‛expresar’. Es este un espacio que posibilita la supervivencia de los diferentes discursos, de las diferentes –e intercambiables– identidades. En ese espacio ocurren los procesos de significación, las transformaciones necesarias para lograr la trascendencia del arte, para saber.
La obra de referencia para este estudio, como se ha indicado, es La escritura o la vida. El aparato teórico lo constituyen diversos referentes que han tratado la transformación literaria del ‛yo’, la definición y la búsqueda de la identidad y las diferentes conceptualizaciones de la modernidad, tales como Paul de Man, Maurice Blanchot o Jose María Pozuelo. Por otro lado, un estudio formalista es necesario desde el momento en que esta investigación asume que la forma es lo único que posee significación en el arte: “Después, a partir de los cuarenta, cuando empecé a publicar libros –una de las razones de éste consiste en explicar, y en explicarme a mí mismo también, por qué tan tarde en mi vida– […]”2. La obra, como hemos indicado, comienza a escribirse años más tarde que muchos de los hechos narrados. Comienza en el momento en que el autor ejerce las fuerzas de libertad que se hallan en la literatura y desplaza el sentido mismo de estos hechos. La prosa de Semprún es elíptica en el sentido de que los epígrafes suelen comenzar con un hilo narrativo que se expande de modo heterogéneo para volver al punto de partida y explicarse ahora desde su propia referencia, recorriendo una nueva elipse. Estos epígrafes son evocados a lo largo del texto, pero ya desde la nueva redistribución que ha efectuado la escritura. Pueden mencionarse como ejemplos la carta que le dedicó Claude-Edmonde Magny, el episodio del enemigo alemán al que tiene que atacar y su llegada al campo ya como prisionero. Cada bucle de enunciación retiene lo que la escritura ha creado y lo despliega en un nuevo espacio retórico no cronológico que va conformando el texto.
Hemos de considerar la literatura como ámbito autocontenido en el que se evalúa la novela La escritura o la vida, espacio retórico en el que habita el autor en una doble articulación; la crítica a lo real y la crítica a lo ya escrito3, en una convergencia que origina la obra misma y que esta a su vez dispersa, redistribuyendo la experiencia ‛real’. Dice Maurice Blanchot:
En todas partes donde hay un sistema de relaciones que ordena, donde hay una memoria que trasmite, donde la escritura se concentra en la substancia de una huella que la lectura mira a la luz de un sentido (vinculándola a un origen del cual la huella sería el signo), cuando incluso el vacío pertenece a una estructura y se deja adaptar a ella, existe el libro: la ‛ley’ del libro4.
En innumerables ocasiones se ha considerado la ficción en tanto que elemento que conforma y proyecta la idea de sujeto en un momento particular de las series culturales y literarias5, relegando a un segundo plano el concepto categórico de ‛autobiografía’. Es importante señalar que el escritor, al comenzar la obra habita, por un lado, el sinsentido del siglo XX, y por otro, la totalidad: La escritura o la vida no efectúa una escritura fragmentaria.
La escritura antiparadigmática de Semprún se sitúa cincuenta años más tarde de la referencia que motiva y articula La escritura o la vida: la reclusión del autor en el campo de concentración de Buchenwald al final de la IInda Guerra Mundial. Semprún trata esta temática en mayor o menor medida en otros de sus libros, como El largo viaje o Viviré con su nombre, morirá con el mío, pero La escritura o la vida posee unos elementos particulares que nos permiten abordarla desde un análisis formal que revitaliza las tesis que difuminan la frontera entre géneros a la hora de caracterizar la literariedad de una obra. En este caso, Semprún aborda el tema desde una perspectiva que puede parecer menos ficcional que en otras ocasiones. Pero esta no-ficcionalidad es aparente, casi una estrategia literaria, como veremos más adelante. Semprún expresa aquí sus opiniones teóricas sobre el arte y la literatura, sobre la cultura europea y también encontramos su consideración hacia los testimonios, entendidos como parcelas de verdad sesgada que los unos han hecho sobre los otros. Se muestra escéptico, tanto en el origen de esos testimonios como en su recepción, y en una parte del libro en la que varios presos del campo debaten sobre la manera de contar, sobre el modo en el que se ha de dar testimonio, encontramos el siguiente diálogo, en el que primero habla Semprún:
—Contar bien significa: de manera que se sea escuchado. No lo conseguiremos sin algo de artificio. ¡El artificio suficiente para que se vuelva arte!
[…]
—Me imagino que habrá testimonios en abundancia… […] Todo será verdad… salvo que faltará la verdad esencial, aquella que jamás ninguna reconstrucción histórica podrá alcanzar, por perfecta y omnicomprensiva que sea…
Los demás le miran, asintiendo con la cabeza, aparentemente sosegados viendo que uno de nosotros consigue formular con tanta claridad los problemas.
—El otro tipo de comprensión, la verdad esencial de la experiencia no es transmisible… O mejor dicho, sólo lo es mediante la escritura literaria…
Se gira hacia mí, sonríe.
—Mediante el artificio de la obra de arte, ¡por supuesto!6
Los testimonios cuentan los hechos, pero lo que Semprún hace es redistribuir esos hechos, lo que nada tiene que ver con la actualidad o veracidad de estos y cuya función es otra, o más bien, se trata de una función que busca una forma no testimonial, una forma que ha de explicar mucho más que esa experiencia iniciática y que a su paso recorre el siglo XX: “[…] el ritmo de las maduraciones y de las rupturas no es el mismo en la historia política que en la historia de las artes y de las letras”7.
De cualquier modo, para contar su testimonio ya está él, están las entrevistas y las presentaciones de sus libros. Su libro no es un documento; es otra cosa, como así lo indica él en numerosas ocasiones. La más importante y pertinente viene de la consideración de una carta, la que le dedicó Claude-Edmonde Magny en 1943, la Lettre sur le pouvoir d’écrire, escrita antes de que Semprún se marchara a luchar a la resistencia. Aunque este conocía su existencia, Magny no se la leyó hasta su regreso. En 1947 Magny publicó esta carta en forma de libro en una tirada limitada, regalando uno de los ejemplares a Semprún, quien lo llevaría con él durante muchos años, incluso en sus viajes en plena clandestinidad. Esta carta señala, por un lado, las diferencias, las especificidades que ha de tener una obra literaria para que sea considerada como tal y le indica a Semprún el modo de construirla, o, más bien, el posicionamiento en el que uno ha de estar para ponerse a escribir. Magny, diez años mayor que Semprún, era profesora de Filosofía en un instituto, y este solía visitarla en París para hablar de literatura y enseñarle sus escritos. Después de la guerra se distanciaron, siendo el motivo de este alejamiento, según Semprún, el hecho de que ya no podían compartir lo que este escribía, o mejor dicho, lo que ya no escribía, por su incapacidad o indisposición a hacerlo:
En 1947, cuando se publicó este libro, ya no veía a Claude-Edmonde Magny con la misma regularidad que antes. […] La última vez que debí de llamar a su puerta debió de ser aquella, al amanecer de un día de agosto de 1945, la víspera de Hiroshima. Bien es verdad que en 1947 había abandonado el proyecto de escribir. Me había convertido en otro para seguir con vida8.
En el prólogo a la edición de 1994, meses antes de que Semprún publicara La escritura o la vida, indica este:
Todo un libro –al menos buena parte de un próximo libro– está dedicado a ese diálogo con Claude-Edmonde Magny, por la intermediación de esa Carta sobre el poder de la escritura que me dedicó, a la elucidación de las circunstancias en las que la discutimos, después de leérmela, la víspera de la destrucción de Hiroshima9.
En esta carta Magny le dice a Semprún que para poder escribir, para trascender su experiencia, ha de desprenderse lo suficiente de sí mismo. Por otro lado, la carta de Magny gira en torno a la creación literaria, a su valor:
Hay verdades que yacen enterradas en lo más profundo de nosotros y que a veces percibimos en un destello sin poder alcanzarlas, asirlas con ambas manos, para apropiárnoslas. Entre esas verdades están aquellas de las que hablaba Rilke en sus Cartas a un joven poeta, Franz Xaver Kappus: las impresiones de la infancia, felices o desdichadas. Hay otras más, quizás, imposibles de formular en un lenguaje que las preexiste, aquel precisamente que elegirá para ellas la creación literaria10.
Y Magny añade más adelante: “Pero para restablecer el vínculo entre las diferentes zonas del yo […], una simple toma de conciencia no basta, es necesario una transmutación estética que, quizás, sólo puede definirse por su resultado”11. Pero ¿cuál es el resultado de la obra de Semprún? ¿Qué lenguaje es ese que preexiste a las verdades que hace falta decir? Ese lenguaje no es otro que el ejercicio mismo de la literatura, que Semprún utiliza de muy diferentes modos, como lector, como orador, como escritor, y es que las referencias literarias abundan en la obra, es lo único que le queda, que le consuela durante su estancia en el campo de concentración y que le ha construido, y cincuenta años más tarde ha de volver a ella no para “situar en el testimonio de un ‛yo’ que defiende la verdad sobre sí mismo”12, sino para proponer una nueva verdad en la que poder habitar.
Nuestra época tiende cada vez más a considerar la literatura como un medio para efectuar una ascesis; es un error que usted cometió durante mucho tiempo […]. Solo quise decir esto: la literatura es posible sólo al término de una primera ascesis y como resultado de ese ejercicio, que permite al individuo transformar y asimilar recuerdos dolorosos, al mismo tiempo que se construye una personalidad13.
Más adelante ejemplifica esta transformación:
Keats percibe el gusano en el corazón de cada fruta, la tara en el corazón de toda existencia, sabe que no hay para el hombre salvación en el mundo y está aterrado. Pero ese terror deviene cósmico y ya no psicológico. Logra ser la transposición serena de una experiencia que fue atroz, es cierto, pero una vez superada el poeta la abandonará, dejándola tras de sí. Y esta superación es la condición misma del poema. En el límite, la experiencia subjetiva se ha transmutado tan bien que el hombre desaparece completamente tras su creación14.
El hombre ya ha desaparecido incluso antes de comenzar la obra, como deja entrever la primera frase de cabecera, que pertenece a Blanchot. Lo evoca de este modo Semprún:
Quien pretenda recordar ha de entregarse
al olvido, a ese peligro que es el olvido
absoluto y a ese hermoso azar en el que se
transforma entonces el recuerdo15.
Esta es la clase de orden en el desorden que el principio constructivo propone como ironía final, un orden particular que la literatura articula. Y es que este principio, que concibieron los formalistas para explicar la dinámica de la obra, considera el procedimiento como único objeto de estudio. ¿Y no es la obra de Semprún un procedimiento que nos va arrojando al olvido para inmediatamente después invocar conjurar un azar retórico en su recomposición? No se trata de un olvidar y entonces un escribir sobre el recuerdo azaroso. Lo que La escritura o la vida realiza es una mímesis de un proceso humano. Pone al desnudo el quehacer del olvido y su reconstrucción a través de la obra. Semprún nos explica cómo está olvidando y de qué modo hace aparecer el recuerdo, proceso que podemos explicar desde un análisis formalista, capaz de explicar el modo en el que la forma se convierte en tránsito semántico. Es entonces cuando nos encontramos con “el nacimiento de la palabra en mitad de las cosas”16. Y esto es así por la oposición de planos que encontramos en la obra y el modo de significar de esta: “Las palabras cambian de significado al pasar de un contexto a otro y, al mismo tiempo, conservan las adiciones semánticas adquiridas en ese proceso”17.
Termina Magny con una recomendación:
Y es por eso, mi querido Jorge, que no exagero al aconsejarle reflexionar antes de entregarse por completo a un ejercicio tan vano, tan peligroso y que mide de manera tan implacable el grado de realidad espiritual que le fue dado al hombre como meta18.
La segunda frase de cabecera que aparece en La escritura o la vida pertenece a André Malraux: “[…] busco la región crucial del alma donde el Mal absoluto se opone a la fraternidad”. La importancia de estas dos citas es capital, pues vertebran las dos dialécticas de la obra, el ejercicio de la literatura y todo lo que en ella está en juego. Respecto a la segunda dice Carlos Fuentes en un artículo de 1986:
A Semprún le sirven [todos los que han sufrido el Mal en cualquiera de estas formas de concentración y de exterminio, no solo los judíos] para concluir que el horror no es el Mal, es sólo su apariencia, su maquillaje, pues el Mal, trágicamente, es “uno de los proyectos posibles de la libertad constitutiva de la humanidad del hombre”. La libertad puede ser raíz tanto de la humanidad como de la inhumanidad del ser humano19.
Estas dialécticas, como veremos más adelante, no se resuelven, pues no es esa la labor del escritor. Su labor es configurarlas de modo que hagan evolucionar su espacio retórico y, por ende, ontológico, si la obra es competente. La primera dialéctica trata de la elección del escritor sobre el olvido, sobre su legitimidad sobre lo que tiene que escribir, si puede desvincularse de la experiencia que le ha transformado y hablar de otra cosa o bien es su tarea transformar esta experiencia, desde la que ha tenido su ascesis, para que pertenezca ahora a la literatura. Pero Semprún tiene asimilado que esto no es sencillo, que este desprendimiento solo puede ocurrir descendiendo a los infiernos de sus recuerdos para poder olvidar a través del ejercicio de la literatura, siendo este el único medio posible. Tal y como dice Roland Barthes en su célebre Leçon: “Les forces de liberté qui sont dans la littérature […] dépendent du travail de déplacement que l’écrivain exerce sur la langue […]. Ce que j’essaye de viser ici, c’est une responsabilité de la forme”20. ¿Pero responsabilidad de la forma hacia qué o hacia quién? Semprún reflexiona en torno a esta cuestión a lo largo de toda la obra:
Sobre todo que aquella noche me sentía culpable yo mismo: por una vez. Despertando de ese sueño que era la vida, por una vez me sentía culpable de haber deliberadamente olvidado la muerte. De haber querido olvidarla, de haberlo conseguido. ¿Tenía yo derecho a vivir en el olvido? ¿A vivir gracias a este olvido, a expensas suyas?21
Dice Blanchot:
Si escribir es entregarse a lo interminable, el escritor que acepta defender su esencia pierde el poder de decir ‛Yo’. Pierde entonces el poder de hacer decir ‛Yo’ a otros distintos de él. Tampoco puede dar vida a personajes a los que su fuerza creadora garantizaría la libertad. La idea de personaje, así como la forma tradicional de la novela, no es sino uno de los compromisos por los que el escritor –arrastrado fuera de sí por la literatura en busca de su esencia– intenta salvar sus relaciones con el mundo y con él mismo22.
Pero Semprún no intenta salvar sus relaciones con el mundo. Es más, lleva cincuenta años dinamitándolas y sabe que ese no es el camino, mucho menos salvar sus relaciones consigo mismo. Lo que intenta es hacer entrar en dialéctica todas las esencias que le configuran, demostrando que para que las unas sean, las otras, irremediablemente, han de ser también. Este camino estético solo es posible recorrerlo, para Semprún, a través de su escritura, una escritura que es producto de su tiempo y de sus referencias inmediatamente anteriores (Vallejo, Larrea, Char y Aragon, entre otros), como manifiesta continuamente el texto.
Dentro del contexto literario en el que se encuentra, la dificultad de crear una obra que contiene una experiencia vital tan extrema consiste en hallar una forma que equilibre la retórica con la mirada que se quiere transmitir. Una forma que no les traicione ni con el dramatismo ni con el artificio, creando un sistema que va y viene de un plano al otro para hacernos sentir el procedimiento:
Como el concepto de género designa una función tanto estética como histórica, no está en juego sólo la distancia que protege al autor de una autobiografía de su experiencia sino la convergencia posible entre estética e historia23.
Porque, después de todo, Semprún está siguiendo “una opción estilística en un horizonte de posibilidades no infinito, sino contextual e históricamente determinado”24.
Es en este plano donde se ha de situar al Semprún escritor. Este, en 1981, escribió un artículo en la revista Quimera titulado “De la literatura, o un viaje imaginario con Jorge Luis Borges”. En este artículo, además de proponer una situación ficcional–o a través de ella–, trata la primera dialéctica que hemos mencionado: la tarea del escritor y lo que ha de hacer con su experiencia. Es esclarecedor lo que allí dice oponiendo a Flaubert y a Sartre, algo que vale la pena reproducir aquí:
¡El estilo y el ruido! Estupenda metáfora sobre el dilema de todo escritor de verdad. El estilo: o sea, el lenguaje, la materia misma del lenguaje, la palabra ajustada, trabajada; la literatura como objeto y sujeto de sí misma. Y el ruido: el mundanal ruido de la historia, de las injusticias de la historia, el ruido ensordecedor de la vida y la muerte. Y no se me diga que se trata de hacer ‛estilo’ con el ‛ruido’: eso ya lo sabía Flaubert25.
Y más adelante concluye Semprún con el comentario a una frase de Sartre:
“Donde un niño muere de hambre, ningún libro hace el peso”. Pero luego resulta que Sartre se abalanza furiosamente y es su última empresa vital, antes de la negrura que le impide escribir e intentar comprender los misterios de la escritura de Flaubert, los misterios de su estilo. Por algo será26.
El estilo, la forma de la escritura, el artificio literario que transforma la experiencia. Este concepto pertenece, cómo no, a su tiempo, a la categorización que el sistema establece y donde sitúa las obras. Por ello resulta tan difícil encontrar los límites de la autobiografía y en qué modo se puede clasificar como un género particular: “Todo género es una concepción del mundo y sus categorías no pueden ser abstraídas sino desde el origen de su epistemología categorial. Y, por cierto, tampoco sin su propia historia”27. Esta obra de Semprún se enmarca por convención en el género de la novela, si bien en nuestra categorización ya previene Pozuelo Yvancos de la “imposibilidad de discernir un estatuto formal ni de lo autobiográfico ni de lo ficcional”28. Es por ello por lo que la literariedad de una obra como la que nos concierne ha de buscarse desde otra aproximación formal diferente a la de género. Sugiere Pozuelo Yvancos
un género mixto en el que un ‛Yo’ se propone historia en el acto mismo de su configuración textual, un discurso que es no sólo discurso, un sujeto que lo es de la enunciación, pero que es también enunciado de esa enunciación, en simultaneidad29.
Pero este género mixto es la consecuencia, la creación que ocurre en el texto, el intervalo ficcional por el que se va creando el sujeto. Este ha pasado del plano retórico al ontológico en el intervalo que ha creado la obra. La escritura existe porque existen las obras, a las que Semprún vuelve en una circularidad constructiva, que enlaza cada elemento con su origen y con su proyección, volviendo al punto de partida, que ahora es otro. Esta obra se sitúa a caballo entre novela, autobiografía, material poético y ensayo, siempre dentro del ejercicio de escribir, dependiendo de la aproximación que se desee llevar a cabo. Dice Carlos Fuentes:
Como todo gran libro –y La escritura o la vida es uno de los más grandes libros que yo he leído–, éste de Jorge Semprún es un canto a sí mismo y una transgresión revolucionaria de los géneros30.
El cambio de paradigma se encuentra en que la correspondencia entre planos ha cambiado al constituirse en obra literaria; aquella ya no se establece entre la narración y la verdad histórica sino entre un texto que narra y la construcción que la narración propone. En Semprún las correspondencias van y vienen de un sistema literario a otro; del suyo propio al que ahora tiene que configurar para que la escritura y, por tanto, su vida tengan sentido, un espacio literario que no preexistía, sino que la obra ha creado. Ha pasado de testimonial a constitutivo; de histórico a transformacional. De este modo, según Paul de Man cumple la aspiración de la autobiografía a moverse más allá de su propio texto, a trascenderlo. En palabras de G. Gusdorf:
La recapitulación de lo vivido pretende valer por lo vivido en sí, y, sin embargo, no revela más que una figura imaginada, lejana ya y sin duda alguna incompleta, desnaturalizada además por el hecho de que el hombre que recuerda su pasado hace tiempo que ha dejado de ser el que era en ese pasado… […] La ilusión comienza, por otra parte, en el momento en que la narración le da sentido al acontecimiento, el cual, mientras ocurrió, tal vez tenía muchos o tal vez ninguno31.
La escritura –la vida– va conformando el sentido, no preexiste en tanto que establecido por la experiencia, y no es unívoco ni estático. No es una obra cerrada, es un ‛estar haciéndose’ del sujeto, de todos los sujetos, del lector, y en un final que mantiene la fuerza narrativa de transferencias entre planos, aúna en una contraposición la totalidad del individuo: la obra se ha encarnado en esa dialéctica. No se trata de escribir o vivir, sino del modo en el que se ha de escribir para vivir; la obra demuestra que no hay elección posible entre ambos.
El sistema está, en todo momento, equilibrado y desequilibrado; es, al mismo tiempo, un estado y una mutación. La ruptura de equilibrios previos coexiste con los equilibrios que remedian esas rupturas y todos ellos apuntan hacia cambios consiguientes que volverán a repetir esa situación en el futuro32.
En Semprún esto que el crítico literario norteamericano detectaba en la forma de los textos literarios se encarna en una continua dialéctica que se abre paso en la obra. Y cuando creíamos que cierto tipo de orden se abría paso en el desorden, llega el momento en el que Semprún, cuarenta y siete años más tarde, regresa a Buchenwald, y allí descubre que el comunista alemán que le hizo la entrada al campo escribió, intencionadamente, para salvarle la vida, en su tarjeta de identificación, ‛estucador’, y no ‛estudiante’, profesión que indicó Semprún. Un estudiante hubiera sido deportado a los campos de exterminio con casi total probabilidad. Esta ironía final devuelve la obra al caos primitivo desde el que partió; un alemán anónimo y paradójicamente comunista en un acto espontáneo de fraternidad, otorga el privilegio de la vida a Semprún sin que este lo sepa. De nuevo la aleatoriedad y el sinsentido se introducen en la obra. Pero ahora todo ha cambiado. Hemos aprendido a vivir en ese espacio referencial de Semprún y este hecho no nos causa desasosiego: “Una idea de la fraternidad que todavía se oponía al despliegue funesto del Mal absoluto. Stukateur, pues: ése era el santo y seña que me había abierto otra vez las puertas de la vida”33. Es una imagen grandiosa, una ascesis que no hubiera sido tal si el hecho se hubiera contado cronológicamente o de otra manera. Esto puede explicarse a través de la construcción, de la estructura dinámica que va conformando el texto mediante oposición de elementos en diferentes planos, como se ha indicado anteriormente: “[…] el secreto de las imágenes grandiosas no está en la ‛elevación’, sino en la lejanía extrema de los planos que se ponen en relación. […] El peso semántico de los elementos era redistribuido”34. Y esto, siguiendo con Tynianov, se efectúa por medio del principio constructivo, el cual “redistribuye el mundo de una manera nueva”35.
Es importante evocar aquí la hipótesis desde la cual una obra cambia el valor de verdad, no la verdad intrínseca de la obra, subjetiva, móvil, dispersa, sino el sistema conceptual en el que se basa, desde el que surge y hacia el que se proyecta. Esto ocurre a través de la competencia de la obra y su natural convergencia hacia ese sistema que pide un tipo particular de construcción que será propia del autor, “una labor de pulido, de bruñido maníaco hasta poner al desnudo la osamenta misma del lenguaje, una vez eliminada cualquier adiposidad verbal”36.
Por último, en el plano formal es necesario indicar el día en el que comienza la obra, el día de la muerte de Primo Levi: “Comprendí que la muerte volvía a estar en mi porvenir, en el horizonte del futuro”37. De pronto, la muerte ya no estaba presente, o no de un modo tan decisivo; Semprún comprende desde la otredad que su experiencia ahora puede transformarse en literatura, que puede tener lugar esa segunda ascesis de la que habla Magny, y esto ocurre porque espontáneamente escribe unas líneas en las que unos soldados encuentran a un refugiado de Buchenwald de mirada desecha el día de la liberación:
Así, el 11 de abril de 1987, aniversario de la liberación de Buchenwald, había acabado por encontrarme de nuevo conmigo mismo. […] Subrepticiamente, a la vuelta de una página de ficción que en un primer momento no parecía que fuera a exigir mi presencia, yo aparecía en el relato novelesco, con la sombra devastada de esta memoria como único equipaje. Yo invadía el relato incluso38.
Semprún se convierte en conciencia de su propia historia y se encuentra a sí mismo. Es entonces cuando la obra comienza.
El primer tipo de dualidad que hallamos en la obra es más bien una difuminación de la nacionalidad del sujeto o una adopción de otras particularidades nacionales. “¿Cómo se puede repatriar a un apátrida?”39 El sentimiento de no pertenencia a una cultura en particular es temprano en Semprún y comienza en el exilio en Francia durante la Guerra Civil. Esto constituye la tercera dialéctica de la obra –y de la vida– de Semprún, porque si, por un lado, la obra es una afirmación de la no pertenencia de Semprún a ningún país, por otro, él mismo encarna el sentimiento europeo que recorrió el siglo XX; la lucha contra los totalitarismos y la fraternidad entre países. Esta fraternidad se significa a través de las lenguas que habla, en las que lee y en las que escribe, y a las que no renuncia nunca, pues tiene claro que en ellas conviven las fuerzas de libertad y que es al hombre a quien corresponde elegir:
De golpe, no sólo resultaba evidente, claramente legible, que no estaba en mi casa, sino que tampoco estaba en parte alguna. O en cualquier sitio, lo que viene a ser lo mismo. Mis raíces, de ahora en adelante, siempre estarían en ninguna parte, o en cualquiera: en el desarraigo en todo caso40.
Nos encontramos también en La escritura o la vida con una dualidad ontológica que la experiencia ha transformado y que tarda cincuenta años en superar, en abandonar la negación que no le permite habitar en la escritura, que es lo que más desea:
Dos años de eternidad mortal me separan de aquel que yo era en la Rue Visconti. […] Dos años de eternidad glacial, de intolerable muerte me separaban de mí mismo. ¿Volvería a mí, algún día? ¿A la inocencia, cualquiera que fuera el afán de vivir, de la presencia transparente a uno mismo? ¿Sería para siempre jamás ese otro ser que había atravesado la muerte, que se había alimentado de ella, que se había deshecho en ella, evaporado, perdido?41
Ese doble ontológico que se encuentra fuera del plano narrativo, le hace finalmente y por mucho tiempo renunciar a sí mismo:
Escogí el olvido, dispuse, sin demasiada complacencia para con mi propia identidad, fundamentada esencialmente en el horror –y sin duda, el valor– de la experiencia del campo, todas las estratagemas, la estrategia de la amnesia voluntaria, cruelmente sistemática. Me convertí en otro para poder seguir siendo yo mismo42.
El tercer tipo de dualidad que la obra nos muestra es de tipo ficcional, y merece la pena escribir aquí el modo en el que Semprún lo considera:
En febrero de 1986, con motivo de la publicación de La montaña blanca, algunos me plantearon preguntas estúpidas. U ociosas. ¿Qué parecido guardaba con Juan Larrea? ¿Acaso me había identificado con el personaje? Ya resulta bastante difícil identificarse con uno mismo, había replicado yo a modo de respuesta, de finta mejor dicho, para que una identificación con los propios personajes novelescos fuera plausible. Conveniente incluso. No, ninguna identificación con Juan Larrea […]. Pero sí, a cambio, cierta envidia, ciertos celos, por mi parte […]. Me habría gustado escribir El tribunal del Askanicher Hof43, en particular. […] Sería absurdo que me propusiera reescribir El tribunal del Askanicher Hof. Me sucedería la misma desventura que a Pierre Menard reescribiendo el Quijote: llegaría al mismo texto que Larrea, palabra por palabra44.
Y prosigue Semprún en esta misma línea más adelante, llevando al personaje desde su creación hasta su desaparición, quizá imitando (o inventando) en la propia obra el camino ya mencionado, de ida y vuelta entre planos, esta vez entre la escritura y la vida: “Pero Juan Larrea escapó de la policía franquista. Se suicidó, muerto en mi lugar, algunos años más tarde, en las páginas de La montaña blanca. El círculo de las vidas y de las muertes, verdaderas o supuestas, parecía cerrarse de este modo”45. Así vemos que Semprún exploró y padeció diferentes modos de enfrentarse a la escritura hasta que consiguió el suyo, el definitivo, al que solo podía acceder por un camino determinado y, como ya le indicó Magny, desprendiéndose de sí mismo. Lo dice Carlos Fuentes de otro modo en su artículo:
La escritura o la vida da cuenta, en cambio, de la larga y dolorosa vía que Semprún debió recorrer para transformar una experiencia vivida, y que jamás le abandonó, en experiencia escrita, comunicable para los demás, pero sobre todo para el propio Semprún, a partir de esta paradoja: convertirse en otro para seguir siendo él mismo46.
Existe otra modalidad del doble en La escritura o la vida, que consiste en la reescritura de la obra misma. Se trata de una revisión de los hechos que parte desde la obra escrita, una reconstrucción, obviamente en otro momento de las series literarias. En este sentido Carlos Fuentes, a propósito de la entrega del premio Formentor47 a Semprún por El largo viaje en 1964, dice:
[…] deberías haber hecho tú mismo la versión española. No te habrías limitado a traducir, te podrías haber permitido traicionarte. Traicionar tu texto original para tratar de ir más lejos. Con ello habría surgido un libro diferente, del cual podrías haber hecho una nueva versión francesa, ¡un nuevo libro! Como dices tú mismo, esta experiencia es inagotable…48
Pero, sin duda, la variante conceptual de la dualidad más importante que contiene la obra es aquella identificación del personaje con el lector. Como se ha indicado, Semprún no propone una escritura fragmentaria, sino que le concierne el ‛todo’ esencial que combate el Mal absoluto, pero estas dos caras están en nosotros, como están en él, y, al dispersarse y converger en los bucles narrativos que crea Semprún, ejercen un intercambio que se mantiene durante todo el texto:
El momento autobiográfico ocurre como un alineamiento entre los dos sujetos involucrados en el proceso de la lectura en el que se determinan el uno al otro mediante una mutua sustitución reflexiva. La estructura implica tanto diferenciación como similaridad, pues ambas dependen de un intercambio sustitutivo que constituye al sujeto49.
Esta dialéctica es lo que caracteriza la obra moderna, la realmente moderna, la que no deja solo interrogantes y dispersiones en una espiral de pérdida referencial y, por consiguiente, de anulación de correspondencias. Hablamos de la modernidad que propone un nuevo espacio referencial en el que la literatura, en su propia autocontención, sigue reescribiéndose, creando obras que se preguntan por la relación tripartita entre el hombre, el lenguaje y la realidad. A este respecto, dice Paul de Man:
La autoridad trascendental debe primeramente decidirse entre el autor y el lector, o (lo que es lo mismo), entre el autor de el texto y el autor en el texto que lleva su nombre. […] La estructura especular ha sido desplazada pero no superada, y volvemos a ingresar en un sistema de tropos en el mismo instante en que aseguramos haber escapado de él50.
Es capaz Semprún de efectuar ese distanciamiento de sí mismo, pero este se ejerce en la obra, el sujeto se va desplazando ante nuestros ojos; no es un mero posicionamiento, es un estar-haciéndose. No plantea Semprún la textualidad
como un simple resultado del sujeto, sino al contrario: es el ‛yo’ quien resulta construido por el texto. […] De ahí que el principal énfasis se ponga en el modo en que el discurso autobiográfico refigura, retoriza, el proceso de la identidad, que será entonces figurado, como diría De Man, retórico51.
Y es que finalmente esta construcción que la obra efectúa modifica finalmente la experiencia, y esto es especialmente visible en Semprún, cuya obra, antes que explicar unos hechos, lo que ha conseguido es conformar al sujeto fruto de esos hechos:
Dado que la mímesis que aquí se asume operativa no es más que un modo de figuración entre otro, ¿determina el referente a la figura o al revés? ¿No es acaso la ilusión de la referencia una correlación de la estructura de la figura, o sea, no ya clara y simplemente un referente sino algo más próximo a una ficción que entonces, a su vez, adquiere cierto grado de productividad referencial?52
Esta productividad es la etimología misma de la ‛obra’, su nuevo sistema referencial que ha jerarquizado los planos por los que el sujeto transita.
Hemos asistido a una completa anulación del sujeto a través de la ascesis del desprendimiento hasta converger en la memorable dialéctica final que nos deja a solas con el lenguaje, con la reflexión inacabada de la literatura sobre sí misma. ¿Y no encarnan las grandes obras esa reflexión inacabable que pertenece únicamente al momento literario en el que viven? Esta paradoja constituye probablemente uno de los más importantes fundamentos del arte, quizá lo que le caracteriza y le diferencia de otros ámbitos culturales. Está modelando Semprún la literatura hacia el tiempo cíclico, como enuncia Octavio Paz durante su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura en 1990. Y dice este:
En la tentativa destinada a reconstruir la situación original, inacabada e inacabable, todo es aquí y todo es ahora, en un modo de desalojo del presente que encarna la verdadera modernidad, y el que esta sea una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar53.
Esto redunda en la paradoja que hemos evocado anteriormente: la modernidad, contraria a lo nuevo, a lo actual, consiste en renovar la dialéctica del lenguaje con su propio tiempo, que a la vez se encarna en el nuestro. Mientras esto siga ocurriendo, la existencia del arte está asegurada. En esta dirección apunta también Blanchot: “La obra no es la unidad mitigada de un reposo. Es la intimidad y la violencia de movimientos contrarios que nunca se concilian ni se apaciguan mientras la obra es obra”54. La obra de Semprún se ha convertido en una tradición, ha encarnado esa modernidad que permanece y que es a la vez cambiante, fruto de su ideología, pero competente para explicarnos el tiempo en el que vivimos.
La intencionalidad que manifiesta Semprún cuando explica que esta obra corresponde a un diálogo con Claude-Edmonde Magny transforma este diálogo en dialéctica que va del significado al proceso de significación; “La función constructiva, la correlación de los elementos en el interior de la obra, se apropia de la ‛intención autorial’ y la transforma de acuerdo con sus propios fines”55. El autor se convierte en víctima y en artífice de lo que allí se narra, formando parte del sistema, pero desde una autoconsciencia que lo transforma: “En eso consistía mi trabajo, en borrar los nombres. O en inscribirlos, lo mismo daba. En mantener, pasara lo que pasara, el orden estricto de las entradas y las salidas, de los muertos y los recién llegados, en el fichero central del campo”56. Este es uno de los momentos capitales de la obra, representado aquí por el continuo ir y venir de la totalidad a lo fragmentario:
¿Acaso la única ascesis posible del escritor no consiste en buscar precisamente en la escritura, a pesar de la indecencia, la dicha diabólica y la desdicha radiante que le son consustanciales? […] la escritura, si pretende ser algo más que un juego, o un envite, no es más que una dilatada, interminable labor de ascesis, una forma de desapegarse de uno mismo asumiéndose: volviéndose uno mismo porque se ha reconocido, se ha dado a luz al otro que se es siempre57.
La estructura especular es así continuamente desplazada, como indica Paul de Man, constituyendo este desplazamiento la misma obra.
Una de las características de la modernidad es la autoconsciencia de la literatura, su labor y su ejecución dentro de la obra:
Y no me parecía ninguna insensatez concebir una forma narrativa estructurada en torno a algunas piezas de Mozart y de Louis Armstrong, para tratar de desentrañar la verdad de nuestra vivencia. Pero mi proyecto resultaba irrealizable, por lo menos en lo inmediato y en su totalidad sistemática. El recuerdo de Buchenwald era demasiado denso, demasiado despiadado, para que yo pudiera alcanzar de entrada una forma literaria tan depurada, tan abstracta58.
Semprún en aquel entonces no había encontrado la forma para su función literaria. La obra no le es dada inmediatamente, no le preexiste. Y como siempre sobrevuela la frase de Magny, “les faltaba sencillamente haber sido escritas por usted”. Y es que la verosimilitud que está aquí en juego es la de la propia literatura, y se encuentra en su capacidad para transformar lo que parecen hechos objetivos e inmutables, lo que le ha llevado toda una vida trascender. El sujeto que transcurre en la obra vuelve al punto de partida recorriendo la elipse que hemos evocado anteriormente. Vuelve al sinsentido del siglo XX y llega a la correspondencia –o equivalencia, en este caso– de contrarios. Pero ahora todo ha cambiado. Dice Octavio Paz:
Un día descubrí que no avanzaba, sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación59.
Cuando leemos las líneas finales de La escritura o la vida, cuando Semprún opone el hecho descarnado al lenguaje, ya despojado este de todo artificio, entendemos entonces la dialéctica que es el hombre, y esa dialéctica, como lo entiende también Semprún, es responsabilidad de la forma. Una forma que recorre el siglo XX, que redistribuye sus planos en un ir y venir desde la vida a la escritura, desde la escritura a la vida.
[1] Maurice BLANCHOT, El espacio literario [1955], Madrid, Editora Nacional, 2002, p. 18.
[2] Jorge SEMPRÚN, La escritura o la vida [1994], Barcelona, Tusquets, 1997, p. 187.
[3] Tomado del prefacio a Presencias Reales, de George STEINER. En él, dice Claudio Guillén: “En efecto la escritura literaria ejerce una crítica doble, la del mundo llamado real, al que ofrece respuestas o alternativas, y la de las escrituras previas” (George STEINER, Presencias reales [1989], Madrid, Siruela, 2017, p. 13).
[4] Maurice BLANCHOT, La ausencia del libro [1969], Buenos Aires, Ediciones Calden, 1973, p. 29.
[5] A este respecto, es interesante evocar la postura de Nietzsche, para quien el sujeto “no es algo dado, sino algo añadido, inventado y proyectado sobre lo que hay” (José María POZUELO, Poética de la ficción, Madrid, Síntesis, 1993, p. 196).
[6] J. SEMPRÚN, op. cit., p. 140-141.
[8] Ibid., p. 210-211.
[9] Claude-Edmonde MAGNY, Carta sobre el poder de la escritura [1947], Cáceres, Periférica, 2016, p 11.
[10] Ibid., p. 27.
[11] Ibid.
[12] J. M. POZUELO, op. cit., p. 180.
[13] C.-E. MAGNY, op. cit., p. 31.
[14] Ibid., p. 33.
[15] Cita de apertura de La escritura o la vida.
[16] Yuri TYNIANOV, El intervalo y otros ensayos, Madrid, Ediciones Asimétricas, 2018, p. 147.
[17] Peter STEINER, El formalismo ruso, una metapoética [1984], Madrid, Akal, 2001, p. 15.
[18] C.-E. MAGNY, op. cit., p. 51.
[19] Carlos FUENTES, “¿La escritura o la vida?”, El País, 29/01/1996.
[20] Roland BARTHES, Œuvres complètes [1942-1980], vol. V, París, Seuil, p. 433.
[21] J. SEMPRÚN, op. cit., p. 201.
[22] M. BLANCHOT, op. cit., p. 22-23.
[23] Paul DE MAN, La retórica del romanticismo [1984], Madrid, Akal, 2007, p. 147.
[24] J. M. POZUELO, op. cit., p. 184.
[25] Jorge SEMPRÚN, “De la literatura, o un viaje imaginario con Jorge Luis Borges”, Quimera, n° 344, 1981, p. 6-9.
[26] Ibid.
[27] J. M. POZUELO, op. cit., p. 183.
[28] Ibid., p. 186.
[29] Ibid., p. 185.
[30] Carlos FUENTES, op. cit.
[31] Citado por J. M. POZUELO, op. cit., p. 193.
[32] P. STEINER, op. cit., p. 198.
[33] J. SEMPRÚN, La escritura o la vida, op. cit., p. 323.
[34] Y. TYNIANOV, op. cit., p. 135.
[35] Ibid., p. 154.
[36] J. SEMPRÚN, La escritura o la vida, op. cit., p. 201.
[37] Ibid., p. 266.
[38] Ibid., p. 247.
[39] Ibid., p. 92.
[40] Ibid., p. 167.
[41] Ibid., p. 120-121.
[42] Ibid., p. 244.
[43] Obra de teatro que Larrea, personaje ficticio de la obra La montaña blanca, habría hecho representar.
[44] J. SEMPRÚN, La escritura o la vida, op. cit., p. 262.
[46] C. FUENTES, op. cit.
[47] Carlos BARRAL le entregó su edición de la traducción de El largo viaje correspondiente a la entrega del premio Formentor con las páginas en blanco en señal de denuncia de la dictadura franquista, que prohibió su publicación en España durante la misma.
[48] J. SEMPRÚN, La escritura o la vida, op. cit., p. 294.
[49] P. DE MAN, op. cit., p. 149.
[50] Ibid., p. 150.
[51] J. M. POZUELO, op. cit., p. 192.
[52] P. DE MAN, op. cit., p. 148.
[53] Octavio PAZ, “La búsqueda del presente” [1990] (discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura), en Convergencias, Barcelona, Seix Barral, 1992.
[54] M. BLANCHOT, op. cit., p. 201.
[55] Y. TYNIANOV, op. cit., p. 181
[56] J. SEMPRÚN, La escritura o la vida, op. cit., p. 86.
[57] Ibid., p. 314.
[58] Ibid., p. 175.
[59] O. PAZ, op. cit.
Resumen
Dice Steiner que la literatura se ocupa esencial y continuamente de la imagen del hombre, de la conducta humana. Y lo hace en tanto que mediadora entre el lenguaje y la realidad. En el caso de Jorge Semprún tenemos una doble articulación: la literatura como forma de ordenamiento, como un lenguaje que le pertenece, y las artes como espacio intelectual en el que habitan sus procesos de significación. Las obras de Semprún, como todas las grandes obras, se preguntan por el lenguaje, por ese lenguaje que media entre la experiencia y el entendimiento a través de unas referencias que no son estables. Si consideramos La escritura o la vida, pasaron cincuenta años desde la experiencia que originó el libro y el libro mismo. ¿Podemos seguir hablando de testimonio, de denuncia del hecho histórico? Sí, pero hay mucho más: en realidad, queda todo. Semprún conoce los límites entre “el ruido (el ruido ensordecedor de la vida y de la muerte) y el estilo (la materia misma del lenguaje)”. Por ello se propone aquí un estudio de la obra de Semprún desde el análisis formal para dar cuenta de su espacio intelectual, artístico y literario, y demostrar así que es un escritor de su tiempo, de cualquier tiempo, un escritor absolutamente moderno.
Résumé
Selon Steiner, la littérature s’occupe essentiellement et continuellement de l’image de l’homme, du comportement humain. Et elle le fait en tant que médiateur entre le langage et la réalité. Dans le cas de Jorge Semprun, nous avons une double articulation : la littérature en tant qu’une forme d’organisation, comme un langage qui lui appartient, et les arts comme un espace intellectuel où habitent ses processus de signification. Les œuvres de Semprun, comme toutes les grandes œuvres, s’interrogent sur le langage, sur ce langage qui fait d’intermédiaire entre l’expérience et l’entente à travers des références instables. Si nous considérons L’Écriture ou la Vie, il s’est passé cinquante ans depuis l’expérience avec laquelle le livre commence et le livre lui-même. Pouvons-nous continuer de parler de témoignage, d’une forme de dénoncer les faits historiques ? Oui, mais il y a bien plus : en réalité il reste presque tout. Semprun connaît la limite entre « le bruit (le bruit assourdissant de la vie et de la mort) et le style (la matière même du langage) ». C’est pour cela que on propose ici une étude de l’œuvre de Semprun depuis une analyse formelle pour prendre en considération son espace intellectuel, artistique et littéraire, et démontrer de cette manière qu’il est un écrivain de son temps, de n’importe quel temps, un écrivain absolument moderne.
Tamara MARTÍNEZ
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