En su ensayo La isla de las tribus perdidas, Ignacio Padilla llama la atención sobre la poca importancia que el mar y sus contornos parecen tener para la tradición literaria latinoamericana1. No deja, en efecto, de parecer extraña la flagrancia de esta ausencia en un continente con más de cien mil kilómetros de costas, pero cuyas referencias marítimas se siguen alimentando, en buena medida, de la tradición literaria de nuestros vecinos anglófonos.
Comparando, precisamente, las tradiciones hispana e inglesa en América, Octavio Paz observa que, si bien ambas son proyecciones europeas, “ellos –los estadounidenses– provienen de una isla, nosotros de una península”. La excentricidad inglesa, continúa Paz:
es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión2.
La presencia del mar en nuestro imaginario, parecen sugerir tanto Padilla como Paz, no depende de la extensión de nuestras costas y mares, sino de la vastedad de nuestras tierras. La tradición ibérica, esa excentricidad por inclusión, parece encontrar en el enorme nuevo continente espacio suficiente para multiplicarse y perpetuarse. La vastedad de la tierra americana impone su exuberancia y mineralidad al imaginario colectivo, atribula a sus pueblos con el fracaso constante de sus esfuerzos por dominar selvas y montañas.
La isla, en la literatura latinoamericana, tiene una presencia tan breve como la que ofrece en medio del océano. Tanto ahoga un mar de agua como un océano de tierra. Así, nuestra imagen de la isla comprende apenas la idea de paisaje. Demasiado breve como espacio, su extensión parece entenderse únicamente con relación a lo excesivo.
Nos proponemos en este artículo hacer un breve repaso por este paisaje insular en el trabajo de algunos narradores de mediados del siglo XX, que podemos agrupar en un particular archipiélago de individualidades –para retomar la expresión de Xavier Villaurrutia– que practicaron literaturas con frecuencia calificadas de cosmopolitas, eruditas, extranjerizantes y/o fantásticas. Me refiero a los mexicanos Salvador Elizondo y Francisco Tario, y a los argentinos Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges.
En La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares da vida a la que constituye tal vez la más célebre de las islas de nuestra narrativa. La novela narra en primera persona la experiencia de un refugiado en una isla que cree desierta, y en la que, de improviso, descubre un grupo de improbables vacacionistas que resultan no ser más que hologramas –o algo semejante– proyectados continuamente por una máquina, la invención de Morel, sobre el espacio real.
Aunque toda la novela transcurre en la isla, el narrador y personaje principal apenas se entretiene algunas líneas en describir la vegetación y topografía que lo rodean. El paisaje es llamativamente dejado de lado. Apenas se hace alusión a él, de manera oblicua, en el momento en que el narrador observa a Faustine, una enigmática mujer que acompaña a los vacacionistas, y a quien describe como “una mujer mirando las puestas de sol, todas las tardes”3 sobre las rocas, descripción en la que se evita de manera notoria la definición del paisaje observado. Poco después, ya prendado de Faustine, el narrador escribe: “mira los atardeceres todas las tardes: yo, escondido, estoy mirándola”4. El paisaje es presentado –aludido– de manera indirecta. El narrador no lo observa, se limita tan sólo a constatar su presencia a través del arrobo de la mujer. Éste será el acercamiento más evidente que hará a lo que podemos pensar como un paisaje tradicional, es decir la visión de una extensión de territorio desde un determinado punto de vista. Pero esta precaución se corresponde con la premisa que el mismo narrador se ha impuesto desde el inicio del relato. Fugitivo de la justicia, éste teme ser descubierto por los intrusos en la isla y entregado a las autoridades. Teme, además, a la naturaleza de esa realidad en la que observa fenómenos –producto del funcionamiento de la invención de Morel– que es incapaz de explicar. Con el objetivo de reducir riesgos, el narrador se impone una premisa de objetividad que pondrá en práctica con celo extremo. Cuando observa a la mujer y, con ello, el paisaje de la isla le es sugerido, el narrador teme a la fragilidad que le acecha desde la ilusión sentimental. “Pero esa mujer me ha dado esperanza” escribe. “Debo temer las esperanzas”5.
Negarse a la contemplación del paisaje es, en este contexto, negarse a la influencia de una mirada subjetiva. Es confiar ciegamente en el poder del razonamiento deductivo. “He de ajustarme a lo que ahora sé: conviene a mi seguridad renunciar, interminablemente, a cualquier auxilio de un prójimo”6. El paisaje sin embargo está ahí, presente en su ausencia, en la negativa del narrador a encararlo. Se hace visible por otros medios. La isla es descrita no por su configuración topográfica sino por la escasez de su territorio y por su relación (su punto de contacto) con aquello que lo separa del continente: el mar.
“Estoy desprovisto de todo, confinado al lugar más escaso, menos habitable de la isla; a pantanos que el mar suprime una vez por semana”7, escribe nuestro narrador. Las orillas cenagosas donde se oculta de los visitantes, y donde la marea amenaza con ahogarlo constantemente, definen el mar como el límite del espacio vital para el hombre, la imposibilidad de la vida. La playa es el último punto de contacto con aquello que lo separa del resto de los hombres, de todo lo que se oculta tras del horizonte: el continente abandonado. El narrador se refiere en otras ocasiones a esa vida anterior en el continente para definir su vida insular –“¡Cómo hay de ocupaciones en la isla solitaria! ¡Qué insuperable es la dureza de la madera!”8– y recurre constantemente a su anterior experiencia, a la ciencia aprendida antes de llegar a la isla, para tratar de dar un sentido a su realidad.
En cuanto a los habitantes de la isla, de la misma manera en que les teme y rehúye, desea y busca su cercanía. Su soledad existe sólo respecto a la vida social de que ahora carece. Lo que define la insularidad perceptiva a que se ha condenado es la falta de la mirada del otro. La distancia que lo separa de ellos.
De esta forma, lo que prima en el paisaje insular de La invención de Morel es, más que el breve territorio visible, la infinita extensión que lo rodea y, sobre todo, la idea del enorme continente oculto más allá, tras el horizonte. Desde la distancia insalvable el narrador se ve obsesionado por ese mundo del que ahora carece y respecto al cual, al mismo tiempo, se define. Más que el territorio inmediato, lo que sobresale en ese paisaje es la omnipresencia del mar y la correspondiente ausencia de todo lo que éste oculta: el conjunto de los hombres, la civilización.
El elemento que cristaliza en el paisaje esta ausencia, y que define lo perceptible a partir del influjo lejano de lo imperceptible, es el horizonte. El horizonte entendido, como sugiere Michel Collot, como “un fenómeno que no es ni pura representación ni una simple presencia, sino el producto del encuentro entre el mundo y un punto de vista”9. Este punto de encuentro, el lugar en que coinciden no sólo la mirada y el país, sino la mirada de un hombre con la del resto de los hombres, cristaliza todo lo que el paisaje como lectura subjetiva del entorno representa. Es el trasfondo sobre el cual los diferentes elementos de lo perceptible cobran un significado. Donde lo narrado adquiere un sentido.
Metáfora y cuestionamiento de la capacidad cognitiva del hombre, de su dependencia de sus limitaciones perceptivas, La invención de Morel hace de la isla el símil de la condición individual. El narrador enfrentado en solitario a la voluntad de comprender los fenómenos que lo rodean, amenazado constantemente por la lectura que sus deseos profundos le sugieren y reclaman.
Podemos constatar un paisaje insular de configuración semejante al descrito anteriormente en el relato “Log”10, de Salvador Elizondo. El personaje es un náufrago que, en la cotidianidad de su isla, se identifica poco a poco con el papel de Robinson Crusoe. No se trata aquí del Crusoe de Defoe, sino del personaje vuelto mito contemporáneo, hecho realidad por la tradición y las múltiples versiones. Nuestro náufrago, una vez liberado de las labores básicas de supervivencia, se ve enfrentado a la tarea última de empeñar su tiempo sobre la isla en tratar de escribir su experiencia. En la soledad, con tal cantidad de tiempo disponible, su condición, que él en un inicio ve como la ideal para la escritura –antes de naufragar fue autor de ficción– se vuelve una pesadilla. Día a día ronda vanamente la pequeña mesa donde yace la página en blanco, mientras el narrador, compadecido, se identifica progresivamente con él y reflexiona sobre su condición.
El narrador de Elizondo no ignora, como hace el de Bioy, el territorio isleño que rodea al personaje, pero lo descalifica voluntariamente. Así, todo lo relacionado a la peripecia, a los esfuerzos por sobrevivir o al conocimiento de la isla, es apenas secundario y preparatorio para la verdadera tarea: la batalla de la escritura. El recurso a la tan versionada figura de Crusoe tiene su justificación en el hecho de que la escritura del náufrago es, en la práctica, un auténtico palimpsesto: ésta se da sistemáticamente en el interior de su habitación, sobre las páginas borradas de un libro rescatado entre los restos del navío. Es éste el verdadero territorio de la experiencia.
Una vez que el náufrago ha logrado alejarse lo suficiente del resto de los hombres – aislándose –, se enfrenta a los verdaderos problemas. Porque a la dificultad de la escritura se suma pronto un cuestionamiento que, como el escritor alrededor de la mesa, ronda obsesivamente por la habitación. El náufrago, escribe Elizondo, está rodeado de una “conjetura que le ciñe por todas partes como el inmenso océano a esta pequeña isla: [...] la inexistencia de todos los lectores”11. También en esta isla lo que define el panorama es menos el territorio insular que lo que allá, tras el mar, acecha desde la ausencia: el continente con su carga de hombres. La parábola comienza a cerrarse sobre sí misma: si el aislamiento es necesario para la escritura, condena al mismo tiempo al náufrago a la incomunicación. A una escritura que solamente dé cuenta de sí misma y que sólo narra su propio suceder.
Esta reflexión en torno a la condición de la escritura y a su estatuto como realidad es uno de los centros de interés de la obra de Elizondo. El juego referencial, una vez instalado el mecanismo, se multiplica. El náufrago, escribe Elizondo, “[a]lgunas veces se imagina acompañado por esa entidad que él mismo inventa. El personaje es en todos aspectos idéntico a él y la estatua ideal de sí mismo”12. Alejarse de todo, pues, condenándose al mismo tiempo a no poder escribir más que acerca de la propia escritura. La búsqueda, como declarara el mismo autor, de una escritura “desprovista inclusive de la posibilidad de ser leída, [...] ése es mi libro sobre Robinson Crusoe”13.
El narrador otorga a su personaje la mínima gracia de ser un personaje de ficción y, por tanto, un ser creado y real. “¿Se sabe observado mientras escribe?”, se pregunta repetidamente. Y a la vez lo cuestiona –se cuestiona a sí mismo– sobre su capacidad para superar esa condición: “¿existe en realidad algo más allá de esa isla, de ese horizonte?”14.
La isla es aquí la esperanza de la escritura. Una escritura que confirme al náufrago en medio del mar inhabitable. Que lo salve de la irrealidad con su ir y venir en torno a la mesa del cuaderno. La posibilidad de la escritura que lo mantenga a flote en el mar de dudas y de posibilidades. El paisaje de trasfondo es de nuevo la distancia con el continente, con la vida en comunidad de la que el náufrago se aleja para intentar reproducirla en solitario. A lo lejos el mar se pierde, confirmando al narrador su fugacidad, lo insignificante de su tarea. Y al fondo, marcando el punto de encuentro, el horizonte se despliega, oculta ese mundo lejano y a la vez omnipresente, como el intocable temor del solipsismo.
En el escritor mexicano Francisco Tario encontramos una imagen similar y a la vez contraria. La experiencia isleña es en sus ficciones la añorada ilusión de la fuga que, en el caso del narrador de Bioy y de Elizondo, ya se ha realizado. Las islas de Tario son proyecciones de lo que el hombre en el continente busca. En éstas, se sugiere, el paisaje del continente a la distancia es un espejo aterrador, a tal punto que la fuga, el naufragio final en la isla, se vuelve inalcanzable.
En “La noche del hombre”15, un oficinista de cincuenta años visita por vez primera el mar y al verlo queda tan impresionado que siente haber desperdiciado hasta entonces su vida. El narrador, personaje también de visita en la misma playa y un alter ego del autor, propone a manera de consuelo realizar un viaje juntos para pescar en el islote que ante la playa despliega sus promesas. La tarde misma, cuando el narrador busca a su convidado para zarpar, lo encuentra en su cuarto de hotel, muerto ante la ventana que da al mar, la mirada fija en el islote. El desenlace de esta historia concentra buena parte del universo de Tario –un universo fantástico, que explora también terrenos del absurdo, del humor negro y de cierto pesimismo muy personal. De alguna forma, el personaje del oficinista que conoce el mar, y que al hacerlo pone en cuestión su vida entera, logra encarar la experiencia, propuesta por el narrador, de adentrarse en el océano y ver el mundo, su mundo continental, desde la perspectiva del islote. Lo hace, sin embargo, según sus posibilidades, desde la contemplación pasiva, y sucumbe de cara a la idea de conocer ese otro mundo, ese pequeño islote y la imagen que le ofrecería de sí mismo, perdido tierra adentro en el continente, lejos del mar. El paisaje insular es percibido a la distancia como algo fascinante y aterrador.
La idea de la isla como imagen de un anhelo irrealizable se repite en “Un huerto frente al mar”16. En este relato, un pescador humilde y padre de once hijos decide abandonar el hogar y embarcarse en un trasatlántico, en el que termina por naufragar. Su primogénito y narrador del relato recibe una carta que el padre ha logrado hacerle llegar, en el interior de una botella, desde una lejana isla desierta. El hijo admira el valor de su padre, quien, cito, prefirió “naufragar a lo grande, en un trasatlántico de lujo, y no en su miserable barca”17. La madre, sin embargo, reprocha al marido su partida. Sospecha la existencia de otra mujer. Se niega así a conocer el contenido de la carta, que el hijo insiste en leerle, pues ella es analfabeta. “¿Es posible que no entiendas que un hombre tenga ilusiones?”18, le recrimina el hijo y narrador, mientras recuerda las tardes en que él y su padre se sentaban en el huerto de la casa a observar el mar, que “parecía muy blanco, como un mar de ilusión”19.
La fascinación por el mar, la atracción ante la idea de adentrarse en él para no volver más, está presente en otros relatos de Tario. En éstos, la mirada que se muestra es siempre la del candidato a náufrago, que desde el continente anhela la deriva en aquella inmensidad. La isla, en esta configuración, es apenas una pausa, una escala camino al naufragio final. A partir de ahí, la vida retoma su camino hacia la nada, hacia la insignificancia. En el caso del padre naufragado, y convertido por ello en héroe de su hijo, la estancia en la isla desierta representa la cúspide de su existencia. Y esto aún cuando el hijo no tendrá nunca detalles de cómo ésta se desarrolla.
Trataba yo de descifrar en vano en qué podría ganarse allí nadie la vida, donde cualquier barco de que pudiera echarse mano estaba en ruinas; donde no había sino barcos perdidos y ruinas de barcos20
escribe, y esta absoluta lejanía de la civilización y de la compañía de los hombres parecen incrementar su anhelo de repetir la aventura del padre.
El primogénito terminará en efecto por imitarlo y hacerse a la mar en una embarcación que recorre el mundo. El regreso inesperado del padre al hogar, poco después, no le hará replantearse su decisión. Perderse para siempre en la soledad de la isla o volver para naufragar finalmente en su “barca miserable” son, a sus ojos, dos fines sinónimos. Así, el hogar ante la playa, la vida al frente de once hijos y la expectativa de sondear el mar apenas brevemente, en una barca de pescador, equivale a la soledad y lejanía de la isla desierta.
La condición iletrada de la madre ahonda, por otro lado, en la condición de aislamiento que, aún en el continente, el pescador y su familia enfrentan. Es, de hecho, después de una noche de tormenta, en que las olas “se escondían como serpientes bajo la espuma”21, en que la casa parece estar rodeada por el mar y que varios pescadores amanecen sobre la playa tras haber naufragado, que el hijo mayor decidirá imitar la aventura de su padre. La única decisión posible parece ser dejar el reducto de tierra firme y aventurarse en el mar, cambiar un naufragio por otro. Como el barco del relato “La noche del buque náufrago”22, que durante una celebración de año nuevo se niega a terminar sus días olvidado en un viejo muelle y se echa a pique en medio del océano con todo y carga.
El paisaje insular es, en Tario, una promesa. La realización de una ilusión vana pero acaso la única posible. La simple constatación de que otra realidad espera al otro lado del mar, aunque conduzca al mismo final, al mismo naufragio. Pero es también un juego especular donde el paisaje de la isla refleja el paisaje desde la isla. La posibilidad del aislamiento, de la paz por fin de estar solo, de no percibir del mundo cotidiano más que la ausencia tras el horizonte ineludible, es a la vez tan sugerente y aterradora que ninguno de los personajes de Tario que la enfrentan parece sobrevivirle. El horizonte isleño de Tario es más una exploración simbólica que filosófica; se alimenta menos de aquello que mantiene oculto que de la simple vastedad del mar que lo precede y encumbra. No es tanto la vida que se ha dejado detrás de aquella línea, sino el hecho mismo de que nuestra realidad, cualquiera que sea, tiene cabida en la lejanía y el olvido que éste promete.
De corte fantástico, la escritura de Tario se distancia aquí de la de sus contemporáneos. Aunque se alimenta también de las islas de la tradición literaria –cómo no entrever aquí las Islas afortunadas, a Ulises, a Crusoe–, su significado se cifra más en una escala personal, parece no hacerse eco de reflexiones extra literarias para concentrarse con toda su fuerza en la fascinación interior y subjetiva.
Difícil no acercar estas lecturas a la de Borges. Aunque la isla está casi ausente de la literatura del argentino, el paisaje insular, tal como lo hemos descifrado en los textos anteriores, aparece en textos como “El evangelio según Marcos”23. En este relato, una configuración curiosamente similar a la del texto de Tario se repite en el interior de una estancia de la pampa argentina. Debido a la crecida provocada por un temporal, la estancia queda rodeada por las aguas del río vecino. El propietario, que ha debido ausentarse justo antes del temporal, deja ahí a su invitado, Baltasar Espinosa, quien se encuentra así obligado a compartir el interior de la casa con el capataz y sus hijos. En las largas horas entre comidas, Baltasar Espinosa lee a los gauchos iletrados pasajes de la Biblia. Al terminar el evangelio de San Marcos, éstos están tan fascinados que le solicitan leerlo de nuevo.
Si aquí la isla es apenas un pasajero símil, el paisaje revelado es insular como los anteriores. Desde la posición de Baltasar, la brevedad del territorio ha reducido las distancias culturales y sociales en el interior de la estancia, forzando la convivencia diaria más cercana. Cada comida es también una lectura y la ocasión de comunicar el parte de la evolución del temporal. Las actividades cotidianas son realizadas en comunidad, bajo el mismo techo. Borges escribe: Baltasar, “mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa [...]”24. En el paisaje, en el horizonte que ve perderse tras la enorme extensión de agua, Baltasar percibe la misma insularidad: el inmenso mar limitando el territorio habitable, el horizonte inalterable ocultando el resto del mundo, el límite entre lo perceptible y lo imperceptible.
Espinosa deslumbra a los humildes gauchos con su elocuencia y sabiduría, y una noche, la impresionada hija del capataz entra en su cama. La mañana siguiente, tras confirmar a sus escuchas que Dios perdonó a todos los hombres, incluso a los asesinos de su propio hijo, Espinosa muere a manos del capataz. Alejados del orden cultural del continente, en medio, como escribe Beatriz Sarlo, de “una extensión que el espejo de aguas reduplica en su falta de referencias”25, la historia –la lectura, el texto hecho de vuelta vida real– sucede de nuevo y el joven Baltasar, tomado al pie de la letra, muere a manos de sus discípulos.
Si la isla no es una figura común en la literatura de Borges, lo es sin duda su paisaje tal como aquí lo hemos definido. En esta duplicación del espacio que es la pampa inundada, esta superposición de configuraciones espaciales, se lee de nuevo el continuo interés del argentino por la idea del infinito, que sea éste temporal o espacial. La pampa sirve a Borges también como punto de contacto con los temas argentinos y vuelve a ella para hablar del carácter y la soledad del gaucho. Como escribe en “El muerto”26, en el momento en que Otálora se refugia en el norte para volverse bandolero:
Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos27.
Pero lo que en “El evangelio según Marcos” y en otros textos emparenta la pampa con el mar es menos la extensión que lo categórico de su poder de confinamiento. Lo que impone a los personajes su destino es más la estrechez de la isla y el significado que, de manera constante e inevitable, el horizonte impone a todo lo que ahí sucede, que la naturaleza del espacio que los aísla. Así, el paisaje insular borgesiano no distingue pampas de desiertos o laberintos de interminables construcciones. El paisaje es a la vez la insalvable separación entre observador y extensión observada; entre sujeto y objeto, como el punto de encuentro entre ellos.
Si la naturaleza del horizonte es permanente, la vastedad que lo aleja de la mirada puede cambiar de forma. Así lo vio quizás Borges en la obra del emperador chino Shih Huang Ti, la “muralla tenaz que –escribió el argentino– proyecta sobre tierras que no veré su sistema de sombras”28; o en el océano de recuerdos que confinan, irremediablemente, a Funes el memorioso en su habitación oscura.
Reflexión sobre las limitaciones perceptivas del hombre, cuestionamiento de nuestras capacidades cognitivas y de la posibilidad de escapar al solipsismo, imagen del anhelo de escapar a nuestra condición y a la vez marca terrible de la misma imposibilidad de hacerlo, tanto en el plano individual y como en el plano colectivo, la isla es constante símil de la condición del individuo y de la angustia ante su incapacidad de sentirse unido a su entorno y a sus semejantes.
El paisaje insular es, en esta perspectiva, la mirada azorada del sujeto ante la vastedad inasible que lo rodea, mirada que convoca a la vez una aceptación de su condición y la añoranza de alcanzar, quizás, a entrever un orden, un conocimiento que, detrás del horizonte, permanece inalcanzable y a la vez presente. Como aquel eterno viajero que, en “La biblioteca de Babel”, “la atravesara en cualquier dirección”, para comprobar “al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden)”29.
En la isla, el paisaje evoca siempre la tierra oculta más allá del mar. Ilustrando esta evocación, el horizonte dicta constantemente la clave en que serán leídos los fenómenos del lado visible, bajo el influjo ineludible del mundo distante: la cuerda floja infinita en que recorre sin pausa el funámbulo aterrado de nuestra tentación solipsista.
[1] Ignacio PADILLA, La isla de las tribus perdidas. La incógnita del mar latinoamericano, Barcelona, Random House Mondadori, 2010.
[2] Octavio PAZ, “La búsqueda del presente”, INTI, 32/33, 1990, p. 3-12, p. 4.
[3] Adolfo BIOY CASARES, La invención de Morel, Madrid, Alianza Editorial, 1979, p. 25.
[4] Ibid., p. 26.
[5] Ibid., p. 26.
[6] Ibid., p. 26.
[7] Ibid., p. 26.
[8] Ibid., p. 15.
[9] Michel COLLOT, La pensée paysage, París, Acte Sud / ENSP, 2001, p. 18. “[J]e considérerai donc le paysage comme un phénomène, qui n'est ni une pure représentation ni une simple présence, mais le produit de la rencontre entre le monde et un point de vue”.
[10] Incluido en Camera lucida, 1983.
[11] Salvador ELIZONDO, Narrativa completa, México D.F., Alfaguara, 1999, p. 508.
[12] Ibid., p. 509. Esta mise en abyme pone en situación aquél otro texto de Elizondo, El grafógrafo: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo (…)”, ibid., p. 429.
[13] Jorge RUFINELLI, “Salvador Elizondo”, Hispamérica, 16, 1977, p. 33-47, p. 38
[14] S. ELIZONDO, op. cit., p. 510.
[15] Incluido en La noche, 1943.
[16] Incluido en Una violeta de más, 1968.
[17] Francisco TARIO, Cuentos completos, vol. 2, México D.F., Lectorum, 2003, p. 160.
[18] Ibid., p. 161.
[19] Ibid., p. 161.
[20] Ibid., p. 167.
[21] Ibid., p. 166.
[22] Incluido en La noche.
[23] Incluido en El informe de Brodie, 1970.
[24] Jorge Luis BORGES, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 1069.
[25] Beatriz SARLO, Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1995, p. 71.
[26] Incluido en El Aleph, 1949.
[27] J.L. BORGES, op. cit., p. 546.
[28] Ibid., p. 634.
[29] Ibid., p. 471.
Resumen
En la tradición literaria latinoamericana el espacio de la isla parece poco relevante (Padilla, 2010). En un imaginario colectivo nacido entre vastos territorios, la idea de la isla con frecuencia concierne menos lo que ésta circunscribe que aquello que la separa del continente –el mar– o la idea que condensa esta separación: el horizonte. A partir de la concepción epistémica del horizonte como punto de “encuentro entre el mundo y un punto de vista” (Collot, 2011), este artículo estudia el papel del paisaje insular en relatos de cuatro autores representativos de la región a mediados del siglo XX.
Résumé
Dans la tradition littéraire latino-américaine l’espace insulaire semble peu significatif (Padilla, 2010). Dans un imaginaire collectif né au sein de vastes territoires, l’image de l’île concerne souvent moins ce qu’elle circonscrit que ce qui la sépare du continent – l’océan – ou l’idée qui concentre cette séparation : l’horizon. Partant de la conception épistémique de l’horizon comme lieu de “rencontre entre le monde et un point de vue” (Collot, 2011), cet article étudie le rôle du paysage insulaire dans les récits de quatre auteurs représentatifs de la région, au milieu du XXe siècle.
Miguel TAPIA
Univ. Sorbonne Nouvelle-Paris 3, EA 2052, CRICCAL-CRIAL
BIOY CASARES, Adolfo, La invención de Morel, Madrid, Alianza Editorial, 1979.
BORGES, Jorge Luis, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974.
COLLOT, Michel, La pensée paysage, París, Acte Sud / ENSP, 2001.
ELIZONDO, Salvador, Narrativa completa, México D.F., Alfaguara, 1999.
PADILLA, Ignacio, La isla de las tribus perdidas. La incógnita del mar latinoamericano, Barcelona, Random House Mondadori, 2010.
PAZ, Octavio, “La búsqueda del presente”, INTI, 32/33, 1990, p. 3-12.
RUFINELLI, Jorge, “Salvador Elizondo”, Hispamérica, 16, 1977, p. 33-47.
SARLO, Beatriz, Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1995.
TARIO, Francisco, Cuentos completos, vol. 2, México D.F., Lectorum, 2003.