Este trabajo surge de una confluencia en apariencia insólita: la posibilidad de haber participado –en tanto que investigador especializado en la literatura latinoamericana contemporánea y, de modo más particular, en la ficcionalización de la materia histórica–, en un encuentro consagrado a la novela histórica de tema medieval español. La oportunidad me fue grata y estimulante, pues constituyó una oportunidad de profundizar –aunque fuera por un momento– una reflexión personal en la que creo cada vez con mayor certeza: la dilucidación seria de lo que continúa denominándose “novela histórica” no puede ni debe escapar a la reflexión más amplia sobre la novela a secas y, de modo aún más general, a la valoración de los modos diversos en que los eventos tematizados originalmente por la Historia han sido reformulados y recreados por la Literatura, no sólo en discursos narrativos, sino también en los épicos, líricos o dramático-representativos.
Sería por demás deseable que esta reflexión fuera incluso más allá de una tradición nacional específica, hasta abarcar, quizás, el conjunto de la tradición literaria hispánica. Tomar en cuenta el estado variable de las relaciones, según los discursos específicos y las diferentes épocas, entre lo histórico y lo literario –un área entre-dos de suma importancia, para bien y para mal, en la cultura actual– nos conduce necesariamente a una reflexión sobre la particularidad estética de la praxis literaria, obligada en estos casos a “estetizar” la historia para seguir siendo literaria. Respecto a estas diversas interrogantes, la Hazaña de Mío Cid Campeador de Vicente Huidobro constituía un pretexto reflexivo más que pertinente. Este texto constituye un primer acercamiento de esta obra.
El hecho de que un poeta vanguardista como Huidobro –creador, valga la redundancia, del creacionismo– se haya apropiado de la figura del Cid –casi fundacional, tanto para la tradición literaria como para la historiográfica en lengua española– es menos extravagante de lo que parece. Una primera explicación podría efectuarse partiendo de lo que se denomina como el mito de la evasión, correlativo a la idea misma de vanguardia en el arte moderno. Ahora bien, la evasión vanguardista dista mucho de ser una elaboración nostálgica de un pasado añorado y una negación del presente y ello se debe a la definición misma de vanguardia. Por vanguardia suele entenderse, y aquí retomo una idea más o menos canónica en la crítica –o por lo menos en la crítica latinoamericana:
[…] las diversas tendencias artísticas (los llamados ismos) que surgen en Europa [y América, en Occidente deberíamos resumir] en las dos primeras décadas del siglo XX […] unidas por un propósito común: la renovación de modalidades artísticas institucionalizadas1.
Sin embargo, es preciso señalar que perder de vista los alcances verdaderos del malestar de la Modernidad, que van mucho más allá del mero dominio estético, es quedarse a medio camino, en un limbo conceptual. Como nos lo recuerda el historiador del arte italiano Mario de Micheli, el arte moderno nace, en efecto, de la ruptura con los valores decimonónicos, pero no solamente con los estéticos, sino en general con los espirituales y culturales: “fue esta la unidad que se quebró [a partir de 1848] y, de la polémica, la protesta y la revuelta que estallaron en el interior de tal unidad, nació el nuevo arte”2.
Es una ruptura de esta magnitud la que es capaz de generar en la comunidad artística un sentimiento dialéctico cuando no paradójico: por un lado, la ambición de ser, como preconizaba Rimbaud, “absolutamente modernos”; por el otro, una insatisfacción “antimoderna” frente a esa misma modernidad, percibida como industrial y deshumanizada, que se resume en otra sentencia de Rimbaud (“su grito más angustiado” dice Micheli): “La vida auténtica está ausente. Nosotros no somos en el mundo” (“La vraie vie est absente. Nous ne sommes pas au monde”). Este sentimiento potente de escisión es la fuerza que impulsa a los artistas de vanguardia a la búsqueda de un nuevo horizonte, de un otro lado en el que el hombre pueda “reencontrarse a sí mismo, su propia felicidad y su propia naturaleza de hombre fuera de las hipocresías, de los convencionalismos y de la corrupción”3. Esa búsqueda se constituyó así en un tópico estético con múltiples variantes, desde el mito del salvaje y de lo primitivo que animó a Gauguin o a Picasso hasta la búsqueda de la libertad en el sueño y el inconsciente efectuada por los surrealistas. Otro de los senderos explorados lo constituyó la reinterpretación del pasado histórico, realizada, es importante precisarlo, a contracorriente de cualquier posible decadentismo. En general, cuando la vanguardia artística buscó sus respuestas en el ayer y la tradición, lo hizo sin desolidarizarse por completo de su tiempo, eligiendo mantener un pie en la modernidad y la ruptura: “La existencia de esta alma revolucionaria”, dice de Micheli
[…] se hará evidente cada vez que un artista de vanguardia se encuentre con sus propias raíces en un terreno histórico […] propicio, capaz de restaurar la confianza en que la única salvación está en la presencia activa dentro de la realidad y no en la [pura] evasión”4.
De Micheli proporciona un ejemplo elocuente a este respecto: se trata de la delirante novela Mafarka le futuriste, romain africain (1909) del poeta italiano Filippo Tommaso Marinetti. Concebida en los mismos días que el primer manifiesto futurista, la novela se sitúa en un pasado imaginario de África y narra las aventuras épicas de Mafarka, héroe de mil batallas y, a la vez, una especie de Príapo cuyas proezas sexuales describió Marinetti con tal desenfreno que tuvo que afrontar un juicio por ultraje al pudor. Fiel a su bandera estética y al movimiento artístico que encabezaba, Marinetti no vacila en “motorizar” el pasado y modernizar el exotismo: Mafarka, que hubiera podido proclamarse rey de África, prefiere consagrarse a la invención “de pájaros mecánicos”, es decir, de aeroplanos, para después volcarse de lleno a la “creación” de su propio hijo, Gazourmah, un semidiós autómata alado, un “pájaro invencible y gigantesco que tiene grandes alas flexibles hechas para abrazar las estrellas”5, una especie de superhombre creado por y en el arte, no para negar nostálgicamente el presente, sino, al contrario, para darle forma siguiendo las pasiones mecánicas y los afanes mecánicos, o hasta bélicos, de su autor (que habrían de embarcarlo en derivas lamentables), como una respuesta inconforme ante la realidad de mundo.
Traigo a colación el ejemplo marinettiano, porque me parece que la novela de Vicente Huidobro de la que voy a ocuparme, Hazaña de Mío Cid Campeador, publicada en 1929 en Madrid, comparte con ella ciertas coordenadas vanguardistas importantes, si bien Huidobro, a diferencia del poeta futurista, no parte de un pasado completamente fabulado sino de uno previamente tematizado por toda una serie de discursos previos, tanto cronísticos como literarios: es esta pluralidad discursiva la que autoriza a Huidobro a apropiarse de la figura de Rodrigo, la cual reformulará con pasión hiperbólica no para recrearse en una contemplación nostálgica del pasado ni tampoco para escribir un Cid contemporáneo, sino para sintetizar las épocas y conciliar conceptos opuestos, al menos en apariencia. El propósito de este trabajo será, pues, interrogarnos sobre la manera que la novela lleva a cabo la hazaña de transfigurar al Cid, reformulando al héroe paradigmático de la Edad Media española mediante los recursos y procedimientos de las vanguardias.
Publicada en Madrid por la Compañía Ibero-americana de Publicaciones en 1929 (dos años antes de la publicación de Altazor y Temblor de cielo, los dos poemarios señeros de la obra huidobriana), Hazaña de Mío Cid Campeador decide contar la totalidad de la vida del héroe. Totalidad en el sentido más literal posible, pues la novela abarca desde la concepción del héroe por parte de sus padres –Diego Laínez, deseoso de engendrar “un nuevo Pelayo”, y Teresa Álvarez– hasta su muerte y su célebre victoria póstuma, pasando por sus amores con Jimena, sus luchas con los moros y su ascenso social. El título tal y como aparecía en la portada, Mío Cid Campeador, venía seguido de una mención tan discreta como ambigua, a medio camino, como veremos, entre el subtítulo y la definición genérica: Hazaña. La crítica ha oscilado entre las dos posibilidades, pero a menudo sin problematizar en mayor medida el asunto. No será aquí la ocasión de corregir este problema, pero sí la de señalar que la cuestión, evidentemente, no puede soslayarse. Sobre todo cuando artículos clave para el estado de la cuestión como lo son “Lectura de Mío Cid Campeador” de Raymond L. Williams (Revista Iberoamericana, Núm. 106-107, 1979) o “La reinterpretación de un tema medieval: Mío Cid Campeador de Vicente Huidobro o la identificación enfática con un mito” de Hans Rudolf Picard (Actas del VIII Congreso de la AIH, 1983) se refieren a la obra de Huidobro por su título “abreviado” sin siquiera mencionar el término Hazaña en algún momento de su exposición, lo que priva al lector de un detalle que resulta de hecho fundamental para la concepción misma de la novela.
En efecto, en su curioso paratexto introductorio (una carta al actor de cine mudo Douglas Fairbanks, seguida de una larguísima nota a pie de página que se extiende a lo largo de dos páginas y que cumple la función de posdata de la carta), Huidobro mismo se refiere a su novela de modo exclusivo como Hazaña de Mío Cid Campeador o incluso, simple y llanamente, la “Hazaña”: por ejemplo, dirá que “«La Hazaña» es la novela de un poeta y no de un novelista”6. Este indicio ya de por sí nos señala que la disposición del título en la cubierta, reproducida hasta el día de hoy, no refleja una decisión autoral específica (se sabe que rara vez es el caso, pero también se sabe que Huidobro solía implicarse grandemente en los aspectos “mercadológicos” de sus libros). Más allá de eso, como nos lo aclara la investigadora española Belén Castro Morales (“Mío Cid Campeador, una hazaña vanguardista de fronteras”), otro de los paratextos de la novela, la “Nota de los editores” (incluida en las dos primeras ediciones de la obra, la española de 1929 y la chilena de 1942, pero omitida, a partir de las Obras completas de Huidobro en todas las siguientes), termina de despejar la cuestión, proporcionándonos de paso una clave importante para la interpretación de la obra.
En efecto, tanto Huidobro como su editorial –la Compañía Ibero-americana de Publicaciones, editorial moderna, importante y deseosa de encadenar una serie de éxitos editoriales–, concebían la Hazaña de Mío Cid Campeador como la primera entrega de un ciclo narrativo de varias “Hazañas” que se encadenarían en diversas fases: Mío Cid Campeador forma parte de la de los “Paladines” (de hecho, el título de la traducción al inglés es Portrait of a Paladin), en la que también se planeaba incluir sendas hazañas consagradas a “Hernán Cortés, Cristóbal Colón, [el cacique mapuche] Lautaro y ‘acaso’ Bolívar”7. A ésta sucedería la fase de los “Magos” (las hazañas del alquimista “Cagliostro y [del vidente] Nostradamus se citaban como concluidas8). La saga terminaría con las hazañas de los “Poetas”, fase en la que se planeaban novelas sobre Góngora, Cervantes y San Juan de la Cruz. El proyecto murió en la cuna y de todas las novelas planeadas y hasta, presuntamente, terminadas, sólo dos sobrevivieron a la posteridad: Cagliostro y Mío Cid Campeador.
Más allá de la realidad histórico-editorial, el dato es importante, pues, como lo señala Castro Morales, la propuesta de las hazañas es coherente con las propias inquietudes de Huidobro: hombre de letras deseoso de serlo también de acción (andando el tiempo, su compromiso con la España republicana lo llevó a intervenir en la Guerra Civil y las heridas que sufrió en combate terminaron acarreándole años después un derrame cerebral y, ulteriormente, la muerte), Huidobro exaltaba a los aventureros, los concebía como “hombres de rango superior” e incluso había llegado a conceptualizar la idea misma de aventura: tanto en una “conferencia de 1921 en el Ateneo de Madrid [como] en el artículo “Espagne”, publicado en el número 18 de L’Esprit Nouveau (1923) […] distinguía [así] entre “los aventureros prácticos o dinámicos (entre ellos el Cid) y los teóricos o estáticos, representados por pensadores y escritores”9. El plan editorial de las “hazañas” puede verse pues como una proyección concreta de esta conceptualización y, al mismo tiempo, nos permite ver que, en el pensamiento de su autor, la Hazaña de Mío Cid Campeador tiene una doble realización: frente a las hazañas del héroe Rodrigo Díaz de Vivar, se erige la hazaña del autor de la novela, cuya ambición desde un principio es apropiarse en tanto autor de la figura cidiana, como él mismo lo anuncia en la posdata de la carta a Faribanks: “Debo decir en honor a la verdad que había pensado ya antes escribir un nuevo Romancero sobre el Cid Campeador, proyecto que luego abandoné” (p. 13).
En la ficción de Borges, Pierre Menard ambicionaba (y casi lograba) escribir no un nuevo Quijote sino El Quijote, y ello sin variar de un ápice su horizonte de lectura del texto cervantino:
[…] no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Cervantes. […] seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard10.
La flama que anima a Huidobro es de similar intensidad: seguir siendo Vicente Huidobro y, a través de los procedimientos y recursos de su vanguardia, el creacionismo, llegar al Cid. No escribir un Cid sino escribir el Cid y hacerlo desde el horizonte de lectura de la vanguardia. La diferencia es que mientras el héroe ficcional de Borges se concentra en un solo Quijote, el cervantino, Huidobro se enfrenta a un héroe ya tematizado por la historia y la literatura, por la Crónica, las Mocedades, el Cantar y en cada momento con diferencias más que sensibles, evidentemente textuales, pero también temperamentales, morales e ideológicas. El Cid al que Huidobro se enfrenta es casi un ser de naturaleza caleidoscópica o proteica. Tan sólo en lo que concierne al motivo de la ascensión social, Georges Martin señala, por ejemplo, que, mientras que el héroe del Cantar de Mio Cid concibe su promoción de modo social, pues políticamente “es un aventurero independiente que, en el mejor de los casos, intenta contraer una dependencia personal con el rey Alfonso”11, el héroe de las Mocedades “es un aventurero [tanto] social [como] político que, dentro del reino y dentro del sistema, intenta subir los escalones de la privanza y el poder apartando a los rivales ya instalados”12.
En esas circunstancias textuales, frente a esta heterogeneidad de testimonios cidianos, pretender reconfigurar al héroe de manera homogénea en un nuevo discurso que se conciba coherente se antoja, en efecto, como un desafío mayúsculo, una aventura, una hazaña casi imposible de alcanzar… a no ser que el desafío se asuma. La solución de Huidobro a esta empresa es simple y arrojada: la configuración de una nueva verosimilitud. En lugar de amilanarse ante la pluralidad de “cides”, el poeta se siente por ello mismo autorizado a ejercer su criterio autoral, a emplear a fondo su libertad de elección (su libertad de lector) con tal de producir un Cid verosímil, es decir, congruente de principio a fin de la obra. “Para evitar desorientaciones posibles, debo también advertir al lector que en los datos sobre el Cid a veces he seguido al Cantar, al Romancero y a la Gesta y otras veces he seguido la historia” (p. 15). El autor esgrime su criterio estético como el auténtico árbitro estético de las diferentes textualizaciones del corpus cidiano, decidiendo a veces en favor de la historia, como sucede cuando se niega a nombrar a las hijas del Cid doña Elvira y doña Sol sino doña Cristina y doña María; a veces, al contrario, juzga si no necesario por lo menos más útil a sus propósitos conciliar historia y literatura:
[…] la Poesía dice que el Cid mató al padre de Jimena, el conde Lozano, y la historia nos enseña que eso es falso, pues Jimena no era hija de tal conde sino del conde de Oviedo, Diego Rodríguez. Así pues, yo hago un pequeño compromiso entre la historieta y la leyenda y el conde Lozano resulta padrino y tutor de Jimena. ¿Por qué no?” (p. 15).
Pero en todo momento, son las necesidades de la obra y su coherencia interna las que guían la mano del autor. Veamos, por ejemplo, la manera en que se describe la posición del Cid entre los hijos de Diego Laínez:
Sus hermanos, Hernán y Bermudo, son mayores que él, aunque la Historia dijera lo contrario. Son mayores que él porque así lo exige la novela. Siempre ha de ser el tercero… […]
¡No faltaba más sino que la Historia fuera a tener razón sobre la novela!
El tercero es el héroe, porque así lo requiere la esperanza, esa cosa que se pone al principio de los acontecimientos. Así lo requiere la lentitud de la emoción que va preparando el golpe de gracia. El tercero, sí señor.
¡Sería bonito que el primero resultara resolviéndolo todo! Y entonces los otros dos no tendrían tiempo de fracasar. ¡Qué absurdo!
Así, pues, Rodrigo era el tercero, el tercer hijo de Diego Laínez. Lo cual no impide que por su fogosidad, su espíritu de iniciativa y su ímpetu constante, era el primero, no sólo entre sus hermanos, sino entre todos sus compañeros (p. 29-30).
La sentencia de Huidobro en su nota introductoria según la cual “«La Hazaña» es la novela de un poeta y no la novela de un novelista. […] Sólo me interesa la poesía y sólo creo en la verdad del Poeta” (p. 15) está lejos de ser una mera ocurrencia sino que, por el contrario, resulta coherente con la estética huidobriana. La reformulación de Mío Cid Campeador se realiza bajo los mismos postulados que Huidobro enunciara en su célebre conferencia “Non serviam”, dictada en Santiago en 1914 y en la que el poeta declaraba su independencia frente a la Naturaleza, idea que resultaba ser el núcleo mismo del pensamiento vanguardista de Huidobro y que daría origen al movimiento creacionista. Resulta por demás operativo leer la Hazaña a la luz de estas reflexiones, pues se aprecia mejor que la novela es una declaración implícita de la autonomía de la novela frente a las textualizaciones previas del Cid y por ende una creación activa surgida, no de la negación sistemática de los antecedentes cronísticos y literarios ni de la sumisión pasiva de la novela frente a éstos, sino de un aprovechamiento de la tensión entre estos dos polos:
Hasta ahora no hemos hecho [los poetas] otra cosa que imitar al mundo en sus aspectos, no hemos creado nada. […] Nunca hemos creado realidades propias […]. Non serviam. No he de ser tu esclavo, madre Natura; seré tu amo. […] ya no podrás decirme: “Ese árbol está mal, no me gusta ese cielo… los míos son mejores”. Yo te responderé que mis cielos y mis árboles son los míos y no los tuyos y que no tienen por qué parecerse13.
El que Huidobro distinga su novela como “novela de poeta” y denomine este género con un neologismo crítico como Hazaña subraya esta intención discursiva de proponer un discurso nuevo, una auténtica refundación literaria que requeriría de una coherencia interna y de una originalidad a toda prueba. La novela es así una novela creada, en el sentido en que Huidobro define el poema creado de acuerdo a la teoría estética del creacionismo:
[…] un poema en el que cada parte constitutiva, y todo el conjunto, muestra un hecho nuevo, independiente del mundo externo, desligado de cualquiera otra realidad que no sea la propia, pues toma su puesto en el mundo como un fenómeno singular, aparte y distinto de los demás fenómenos14.
De allí que en la correspondencia a su editor insista en esta novedad genérica:
Mi obra no es una narración histórica y austera, no es una novela en el sentido habitual de esta palabra, ni es una «vida novelada» como ésas que están hoy tan a la moda. Es un género algo diferente, es una Hazaña. ¿Qué género es éste que no se encuentra en ningún texto de la literatura? La Hazaña es una historia que se canta, una novela épica, una epopeya en prosa en la cual el autor se toma todas las libertades que permite el poema y acaso alguna más. Yo he cogido el Cid Campeador de la leyenda y de la historia y he tratado de darle vida nueva, un calor nuevo, sangre y huesos de hombre y a veces hasta maneras actuales. He tratado de acercarle lo más posible a nosotros, ponerle a nuestro alcance, para hacerle comprender y amar de las gentes de mi tiempo15.
Por si las dudas, Huidobro no duda en añadir una nota curiosa (y megalómana) que presuntamente reafirmaría su legitimidad para poder ocuparse del Cid: al documentarse para escribir aquel nuevo Romancero, habría encontrado (“en la Enciclopedia Heráldica de A. García Carrafa”) diversas informaciones sobre la descendencia chilena del rey Alfonso X el Sabio, “que como todos saben era tataranieto del Cid” y entre cuyos últimos descendientes registrados se encontraría el abuelo materno de Huidobro, un cierto Domingo Fernández Concha.
No me tentó Alfonso X el Sabio [dice Huidobro en su introducción], pero sí el Campeador. No puedo negar mi preferencia por los hombres de acción y de aventura. Me sentí nieto del Cid, me vi sentado en sus rodillas y acariciando esa noble barba tan crecida que nadie se atrevió a tocar jamás” (p. 14).
Ni duda cabe de que el súbito apasionamiento del poeta (quien en un arranque de casticismo se proclama “castellano, gallego, andaluz y bretón. Celta y español, español y celta. Soy un celtíbero aborigen, impermeable y de cabeza dura”) hace sonrojar al lector mejor intencionado, pero el argumento genealógico no es, ni mucho menos, un simple delirio de Huidobro, pues se sabe que esta investigación genealógica permitió a su madre reclamar para su hijo el marquesado de Casa Real, cuyo último depositario había sido, justamente, el bisabuelo del autor, “Don Vicente García Huidobro y Briand de la Morigandais […] gran español y gran señor” (p. 7), a quien está dedicada la novela. La identificación entre Huidobro y el Cid establecida entonces por el propio autor en su nota introductoria ha sembrado la confusión en más de un crítico, lo que por otro lado es fácil de comprender si a ello se añade el carácter excesivo del poeta o los posibles paralelos entre la Jimena del Cid y la Ximena de Huidobro: Ximena Amunátegui, una niña de quince años de quien el poeta estaba enamorado, cuyo padre lo amenazó de muerte, con la que se casó tan pronto como la muchacha alcanzó la mayoría en edad en 1928 y al lado de la cual se sentía, según escribía a su editor, “como [una] reencarnación moderna de la pareja medieval”16. En todo caso, si bien creo que la objetividad detrás de estas afirmaciones es irrelevante, el énfasis de Huidobro en ellas muestra su preocupación en legitimar su particular empresa, pues a los criterios estéticos que le permiten decidir entre la verdad de la historia y la verdad de la poesía, se añade ahora la “voz de la sangre” y la autoridad familiar, argumento que brindará al autor narrador del discurso la oportunidad de constituirse en intermediario entre la tradición y el lector contemporáneo y, gracias a esta función decidir deshacerse, por ejemplo, del episodio de la afrenta de Corpes:
[…] eso de la afrenta de Corpes es falso, primero porque históricamente sabemos que es falso y segundo porque no explica que nadie se hubiera atrevido a azotar a las hijas del Cid, ni que éste lo hubiera tolerado […]. Yo no veo a mi abuelito el Cid permitiendo que se azotara a mi tía María y a mi abuelita Cristina sin comerse crudos a sus maridos. Esto es falso: yo os lo juro. Si fuera cierto lo sabríamos en la familia y ya veríais cómo yo habría hecho añicos en estas páginas a ese par de infames (p. 15).
Todos estos factores componen un peculiar contexto de enunciación que facilita a Huidobro el mantener un pie en la tradición al tiempo que planta el otro en la ruptura: el conocimiento de la tradición cidiana es necesario para su refundación en una sola intriga coherente y esta nueva configuración le permite, a su vez, recurrir a una serie de motivos vanguardistas, tanto en la forma como en el fondo, para hablar del héroe medieval. La intención del autor no es, o por lo menos no se limita, a una grosera modernización del héroe medieval para adaptarlo (o reducirlo) a nuestro horizonte de lectura, sino, más bien, se trata de conseguir de esta forma “resituar en el contexto de la vanguardia lo portentoso del arquetipo mítico-heroico, hiperbolizando con ello la magnanimidad de la figura de Mío Cid”17, manteniéndose así coherente con sus propias teorías poéticas.
En 1925, Huidobro había procurado aclarar los procedimientos formales del pensamiento creacionista en un manifiesto titulado Le créationnisme, originalmente redactado en francés y publicado en 1925. “El poema creacionista”, dice en su texto
[…] se compone de imágenes creadas, de situaciones creadas, de conceptos creados; no escatima ningún elemento de la poesía tradicional, salvo que en él dichos elementos son íntegramente inventados, [es decir] sin preocuparse en absoluto [ni] de la realidad ni de la veracidad anteriores al acto de creación18.
Se trata de metáforas y conceptos cuyos referentes mantienen una apariencia insólita, aparentemente inmotivada, pues la construcción evita toda reiteración posible entre las distintas fases figurativas, y que en realidad se encuentra subyacente en un nivel profundo del significado:
[…] cuando digo: “Los lingotes de la tempestad”, os presento una imagen pura creada y cuando os digo: “Ella era tan hermosa que no podía hablar”, o bien: “La noche está de sombrero” os presento un concepto creado19.
En un primer momento, nada permitiría relacionar lingotes con tempestad, hermosura con silencio o noche con sombrero, pero una lectura hermenéuticamente profunda, al descubrir una motivación detrás de la novedad (el ruido metálico que evoca la tormenta, el tópico de la belleza visual del silencio en la poesía o el sombrero que cubre y oculta la bóveda del hombre como la noche la bóveda celeste) otorga una gran fuerza expresiva a las figuras creadas bajo esta estética.
Al apoderarse de la figura del Cid Campeador para crear así la Hazaña, Huidobro se brinda una oportunidad singular como poeta: la de renovar mediante su estética la narración de una serie de eventos narrados (e incluso cabría decir codificados) por una tradición épica y cronística centenaria. La percepción creacionista tiene así un impacto notable en las descripciones, no solamente en aquellos capítulos de tono más reflexivo o lírico, sino también en aquellos donde la narración debe realizarse privilegiando el dinamismo y la agilidad, como lo son los relativos a los duelos y las batallas. Daré algunos ejemplos fugaces. Cuando un joven Rodrigo se enfrenta al moro Abdala y sonríe ante un combate que vale la pena, inmediatamente “Se muerde la sonrisa, se la traga de un bocado” (p. 162) antes de clavar las espuelas al caballo y cargar contra su enemigo. Cuando su lanza impacta en Abdala, éste se estrella contra el suelo “como un pájaro ciego. [Y entonces] Allá salta en pedazos el Zodíaco, llueven trozos de constelaciones, se parte toda la relojería astrológica” (ibid.). Rodrigo baja entonces de su caballo, se acerca a Abdala y “en medio de un sol que sangra de antemano, le corta la cabeza con toda urbanidad” (ibid.). En la batalla de Almenara, los hombres del Cid se lanzan al ataque con tal vigor y rapidez que “no hay tiempo para un verso en la rapidez furiosa de semejante asalto” (p. 274). La rapidez del ataque es tal que los enemigos de Rodrigo “quedan turbados, descompuestos, con la boca abierta. [Pues bien] Por esa boca abierta se mete el Cid lanza en ristre” (ibid.) y el desenlace de la batalla es inmediato: “El ejército aliado es un gran cadáver verdoso, tendido sobre el campo con las manos crispadas y la boca abierta en una horrible mueca al infinito” (ibid.). Cuando el Cid es herido en la batalla de Tévar, “Cae su sangre sobre España, cae gota a gota sobre la memoria de los hombres. Se produce el milagro de la transubstanciación y España se convierte en una hostia épica” (p. 294). Posteriormente, una vez que la batalla ha terminado, la noche cae “sobre un tapiz bordado de cadáveres. En el medio, la sangre del Cid es una gran amapola mitológica” (p. 295).
Los fragmentos dominados por un tono más reflexivo, por su propia calidad de oasis líricos en medio de la acción, facilitan a Huidobro la composición de imágenes creacionistas. Sirva como ejemplo el breve capítulo dedicado a la descripción y loa de la espada Tizona, auténtico poema en prosa que bien podría ser antologado entre la mejor poesía de Huidobro y del que me permitiré citar un breve fragmento:
Tizona parte en dos la historia humana.
Sobre la estatua de Babieca, en la mano del Cid, Tizona reina épicamente sobre el mundo.
Tizona vive por sí sola con una vida de pájaro y de dragón. Esa espada vuela sobre la tierra, cambiando de víctima como los rayos de Dios; conoce el camino de los pechos y de las cabezas, las rutas de la muerte, y rompe las vidas, quiebra los horóscopos, parte los destinos sin permitir escapadas al azar.
Tizona tiene carne y nervios; los nervios y la carne del Cid se prolongan en ella.
De los remolinos de Tizona nace el huracán. El huracán que apaga todas las bujías de la vida.
[…]
Tizona va dejando una traza brillante sobre las edades. Es un zigzag de fuego en la noche del tiempo (p. 255).
Pero Huidobro no se limita a la mera concepción de una enunciación de vanguardia, sino que también se sirve de ella y del Cid para reflexionar sobre las necesidades expresivas del texto y de su obra en general. Concuerdo en este sentido con Manuel Pulido Mendoza, para quien Huidobro
[…] pretende presentarse –presentar su máscara de «narrador-poeta-autor»–, como un igual del héroe castellano, como otro campeador, otro héroe fundador y conquistador de nuevos terrenos, pero, esta vez, en la poesía, en la estética literaria vanguardista, para la lengua y la nación panhispana. En última instancia, Huidobro está reclamando, para sí y su literatura, un lugar en la tradición literaria hispánica que desborde y amplíe todos los límites heredados, al igual que hace su héroe en el terreno militar. De este modo, el chileno pretende identificarse con el proyecto expansionista y conquistador dramatizado en la historia de su personaje. El escritor creacionista pretende transgredir los límites y ganar así nuevos territorios para la lengua y la tradición literaria castellana, española, panhispánica y universal, a través de su proyecto de modernización estética20.
Ello será evidente en el capítulo titulado “Jimena”, el quinto de la novela, en el que el narrador, identificado como “El Poeta”, mantiene un diálogo con “la sombra del Cid”, diálogo que evoca las ideas poéticas de Huidobro. Así como éste, en su célebre poema “Arte poética”, apostrofaba a los poetas preguntándoles “Por qué cantáis la rosa […]. Hacedla florecer en el poema”21, el Cid se manifiesta ante el narrador de la novela para afearle haber presentado tópicamente la belleza de Jimena como la de “una estatua griega. [Que] Tenía un cuerpo de palmera, un cuello de cisne, unas manos de lirio. […] unos labios de coral, unos ojos inmensos y profundos como dos lagos en la noche” (p. 58). Indignado y convertido en vate y mentor de poetas, el Cid replica:
Poeta, te equivocas. Jimena no era una belleza griega, era una belleza española. No tenía cuerpo de palmera, ni cuello de cisne, ni manos de lirio, ni nariz perfilada, ni labios de coral, ni ojos de lagos nocturnos. ¡Qué sandios sois los poetas! ¿Por qué comparáis a la mujer con todas esas cosas? ¿Habéis visto algo más hermoso que una mujer hermosa? ¿Por qué no comparáis más bien esas cosas con una mujer? Ya sería algo mejor. Decid que una palmera tenía cuerpo de mujer, hablad de un cuello de cisne hermoso como un cuello de mujer, hablad de un trozo de coral como unos labios de mujer (p. 59).
El personaje del poeta responde indiferente al Cid: “Es lo mismo”, dice. El Cid replica de inmediato, con un espíritu casi surrealista:
Es lo mismo y, sin embargo, al revés es menos soso que al derecho. Te lo digo yo que estoy muerto. En mi vida entendí de versos, pero ahora que estoy muerto y que paso como entre dos sueños, veo más claro que tú, porque sólo entre sueños se ve claro” (p. 59).
En su ya citado manifiesto “El Creacionismo”, Huidobro había aseverado que “Un poeta debe decir aquellas cosas que nunca se dirían sin él. [Por lo que] Los poemas creados adquieren proporciones cosmogónicas”. Ello otorga, de cierto modo, una carta de naturalización a la hipérbole en esta estética. En Mío Cid Campeador, Rodrigo es de ello un ejemplo paradigmático. Por ejemplo, adolescente, “Con sus anchos pulmones, cada vez que respira se traga la mitad del oxígeno del mundo. El resto que se lo repartan los otros por partes iguales” (p. 29). Cuando el Cid presenta al rey Fernando a los cinco reyes moros cautivos, el pueblo “prorrumpe en un griterío de entusiasmo que levanta el cielo mil metros más de su altura habitual” y cuando los reyes cautivos inclinan su cabeza ante su nuevo señor, “inclinan […] todo su oriente esplendoroso, sus frentes llenas de Korán [sic], sus ojos de mil mezquitas, sus corazones de mil huríes” (p. 100). En una ocasión, estando el Cid en Burgos, le avisan que los moros están sitiando el castillo de Lozano y que Jimena resiste el asedio con un puñado de hombres: Rodrigo reúne 40 lanzas y corre en auxilio de su amada con tal ímpetu que “en su carrera vertiginosa se deja atrás él mismo” (p. 117).
Sin embargo, coherentemente con el ideal creacionista (el cual subrayaba el potencial creativo del hombre expresado de manera metafórica en la tecnología), en muchas ocasiones las hipérboles, comparaciones y figuras adquieren un matiz mecánico o físico, impregnado de un vocabulario absolutamente moderno y hasta científico. Huidobro gustaba reivindicar que el arte de la mecánica humanizaba a la Naturaleza y desembocaba irremediablemente en la creación: “Cuando uno dice que un automóvil tiene 20 caballos de fuerza, nadie ve los 20 caballos; el hombre ha creado un equivalente a éstos, pero ellos no aparecen ante nosotros”22. En Mío Cid Campeador este afán se expresa en las descripciones, en especial en aquellas de la trinidad Cid-Babieca-Tizona, pero cumple también una función cardinal para la narración, pues Rodrigo mismo ha sido concebido en un medioambiente que parece dominado por la técnica y la ciencia. En el primer capítulo, acalorado, Diego Laínez abre la ventana de su recámara: es el momento preciso en que
Millones de estrellas se precipitan por esa ventana […] miles de fuerzas dispersas corren como atraídas por un imán y se atropellan entre los gruesos batientes, todo el calor y las savias descarriadas de la naturaleza se sienten impulsados hacia el sumidero abierto en el muro de aquel aposento que se hace la arista de todas las energías (p. 20).
Este torrente de fuerza casi electromagnética colma de vigor al padre del Cid, permitiéndole concebir al héroe en una noche en que “El mundo es una usina de energías, un acumulador de fuerzas ebrias, una fábrica de hidrógeno” (p. 21). El hijo que nace de semejante noche es, a los quince años, un muchacho “de nervios sueltos y sólidos como nervios de una máquina. Rodrigo tiene cuarenta caballos de fuerza, 40 HP” (p. 28). Adulto, Huidobro lo llama hombre eléctrico:
Al genio puede fallarle la inspiración, al talento pueden fallarle los cálculos, al hombre eléctrico no le falla la electricidad. Por encima de la inspiración genial y de los cálculos rígidos, está la descarga de alta potencia, está la corriente de voltaje irresistible que un hombre puede hacer pasar de polo su ejército. Y esto es el Cid (p. 146).
De manera lógica, esta corriente circula incluso por la espada misma del Cid, Tizona, la que parece “una máquina ebria de movimiento. Dislocada del puño de su amo se diría que se agita por sí sola, delirante, eléctrica” (p. 295). Cuando las mesnadas del Cid avanzan, los llanos y montes pasan “con una velocidad cinematográfica” (p. 252).
Este afán modernizador termina por producir algunos anacronismos deliberados y asumidos como tales. La razón puede ser doble: por un lado, el afán técnico y científico de Huidobro, que lo lleva a estar al pendiente de los últimos avances de la física, a cuyas implicaciones filosóficas y estéticas no es por completo insensible: así, vemos al narrador exclamar “¡Mueran el tiempo y el espacio! Nunca han vivido mucho. ¡Oh maravilloso Einstein!” (p. 81) o describir después a los hombres del Cid tomando Valencia “sin respetar las leyes del Tiempo y del Espacio”. Si Tiempo y Espacio son relativos, el anacronismo lo es también.
Por otro lado, Huidobro, es preciso reconocerlo, sabe que su Cid existe sólo entre las páginas de su novela: “sólo pretende existir en ellas, lo cual le da una verosimilitud poética plena, pero […] nunca se reclama histórica, referencial”23 y Huidobro mantiene en todo momento un distanciamiento irónico no respecto a lo medieval, como algunos críticos han insinuado, sino respecto a su propia novela: su casticismo es deliberadamente histriónico y hasta paródico y va de la mano con la recreación extemporánea de otras nacionalidades. Por ejemplo, en el episodio “Fantasía imperial”, en el que se narra el enfrentamiento entre los castellanos y los soldados del Sacro Imperio Romano Germánico y sus aliados franceses, el autor caracteriza a sus combatientes de modo ágil y humorístico, sirviéndose de una serie de clichés contemporáneos: los castellanos son presentados directamente como españoles y van a la batalla “con la boca llena de chistes [malos] y de longanizas” (p. 104); los franceses llegan a la batalla con sus lanzas en una mano y botellas de champagne los jefes y de Château Margaux los soldados rasos en la otra; por su parte, los soldados imperiales son llamados alemanes y van cantando el Deutschland über alles, avanzando en buen orden “un, dos; un, dos; un, dos. Tic-tac, tic-tac” (p. 103). Cuando el Cid los sorprende, los vence y captura a su comandante, Raimundo de Saboya, los alemanes, al más puro estilo 1918, se rinden, “levantan[do] los brazos pidiendo paz: ¡Camarade! ¡Camarade!” (p. 107). El comandante francés se bate con bravura, pero, como es de esperar, fracasa y el Cid en persona lo despacha al otro mundo: “Apenas alcanzó a gritar: «¡Merd…!» y cayó al suelo con la garganta tronchada; la e vino a pronunciarla en el otro mundo, frente al Supremo Juez” (p. 109).
Hay quien ha querido ver en este episodio un alegato antimilitarista de Huidobro, lo que no tengo tan claro pues, como a Pulido Mendoza, me parece evidente que la novela puede cuestionar los medios de la guerra, pero nunca los objetivos. Incluso, más que una crítica de los medios de la guerra, lo que se expresa es una comparación constante entre el hoy y el ayer. Esa comparación explica que los anacronismos sean asumidos, pues parten de esta figura del Poeta que hace de intermediario entre el lector y el Cid (“Ve, lector, lo que te propongo”) y que va a subrayar a menudo la distancia que media entre nuestro “Aquí” (el de la enunciación y, ahora, el de la lectura) y el Allá en el que el Cid se encuentra, ajeno a la atroz guerra de trincheras que el mundo venía de presenciar entre 1914 y 1918 y a la que Huidobro alude de paso, apoyado en una idealización del Medioevo y de la caballería:
En aquel tiempo, los generales marchaban al frente de sus tropas y peleaban a sable limpio, como el mejor de sus soldados, más que el mejor de sus soldados. No como hoy, que los generales dirigen las batallas desde atrás, mirando la muerte con anteojos, dando órdenes por teléfono, inclinados sobre un mapa y marcando puntos con banderitas de papel. […] En ese entonces, se peleaba cuerpo a cuerpo en una fantasmagoría de alaridos y de lanzas. Eran guerras de soldados y no de químicos, guerras de músculo y bravura, no de cálculo y geometría (p. 105-106).
Estos anacronismos coexisten con una visión del héroe castellano histórico que, si bien quizá no está cercana a la realidad histórica objetiva (cualquiera que ésta haya sido), sí lo está a la que Menéndez Pidal describía en La España del Cid, obra publicada un año antes de la Hazaña y que explica sin duda la lacónica mención que Huidobro hace del filólogo en la nota introductoria: “Apelo a la docta y noble persona de don Ramón Menéndez Pidal” (p. 15). Las características que Menéndez Pidal atribuye al Cid supuestamente histórico coinciden o siguen muy de cerca las del Cid de Huidobro, según lo han comentado Lacarra y Pulido Mendoza: en primer lugar, “Fidelidad monárquica y patriotismo: en la novela de Huidobro, el Cid se muestra siempre fiel a su señor, pero [no como vasallo sino] como castellano y patriota español”24. Cuando el rey Alfonso destierra al Cid, le comunica su decisión por medio de una carta y si esa carta no se conoce hoy en día es sólo porque el Cid “después de haberla leído con ojos húmedos de emoción, la echó al fuego para salvar ante la posteridad la memoria de su rey. Suprema hidalguía del ofendido hacia la persona del ofensor”. En segundo lugar, la “Moderación y mesura del héroe [particularmente] en su trato con sus sucesivos reyes” y excepto, claro está, de su lucha contra los musulmanes, “reunidos todo bajo el cliché etnocentrista de moro”. Otros rasgos “cidianos” comunes al Rodrigo de Menéndez Pidal y al de Huidobro serían la altivez, la cautela y, claro está, la calidad de invicto. Más allá de los anacronismos comentados, los cuales conciernen sobre todo la focalización del narrador-poeta intermediario entre las épocas, los eventos de la intriga se sitúan en un mundo posible cuyas coordenadas básicas evocan, así sea de modo superficial, la Edad Media: se habla de los reyes de Castilla, de León, de Navarra, del conde de Barcelona, de pacto vasallático, de Reconquista, de torneos, de caballería, de damas. Y, si bien hay episodios completamente apócrifos, como el del incendio del castillo de Jimena (que se considera hoy en día concebido para una versión fílmica “a lo Fairbanks” de la historia), la enorme mayoría de los episodios corresponden a uno o más testimonios de la leyenda cidiana.
Es patente pues que la innovación va de la mano con un homenaje paródico, pero nunca despreciativo, al corpus y al personaje: estamos ante una conciliación de múltiples aspectos que, si bien no son totalmente opuestos, sí mantienen una tensión entre sí. El producto de esta conciliación o síntesis es la novela y el modo de lograrla es asumir esos polos en tensión. Lo habitual, a lo largo de la novela, es que el discurso rehúse, por así decir, esconder las costuras, las zonas de tensión entre los opuestos; al contrario, la elección será, por lo general, evidenciarlas. Sucede así, por ejemplo, con la lengua: si bien gramaticalmente se recuperan las construcciones en vosotros propias de la norma peninsular, Huidobro, en el plano del léxico, reivindica su variante chilena: “No me disculpo por ellos [los chilenismos]. Los empleo por una simple razón de antojo. Me place decir el volantín en vez de la cometa porque encuentro más hermoso ese chilenismo que la palabra castiza cometa y más natural que pandorga o birlocha” (p. 14). Incluso defiende su utilización de diversos galicismos y anglicismos: “Por otra parte no puede negarse que el castellano es una lengua bastante pesada, tiesa, ajamonada, y que un poco de soltura y rapidez no le haría mal. Si los clásicos llenaron nuestra lengua de italianismos, ¿quién puede decirnos algo a causa de nuestros galicismos?” (ibid.).
Esta misma franqueza textual se extiende al resto de la novela. En varias ocasiones, la novela hace gala de su autoconciencia textual y el narrador rompe lo que podríamos llamar una cuarta pared narrativa, interviniendo plenamente en los acontecimientos. En la batalla de Tévar, por ejemplo, cuando el Cid es herido, sus caballeros lo rodean para protegerlo y el narrador decide no ser menos: “yo convierto mi pluma en lanza y atravieso diez moros, pero el héroe ya está en pie” (p. 295). Cuando el conde García Ordóñez elude el duelo con el Cid, el narrador formula su queja y su condena del antagonista:
Ni humos del conde. Me deja con la pluma en la mano, me arrebata la miel de la boca, me roba el placer de la venganza. ¿No te atreves a venir? Bien; quedarás como un cobarde, como un cortesano envidioso y ruin. Aquí te clavo ante el mundo, te clavo en esta página y yo mismo te meso las barbas. ¡Cochino! (p. 306).
De la autoconciencia del discurso a los juegos metatextuales hay sólo un paso y Huidobro no duda en franquearlo, lo que le permite hacer dialogar su Cid con sus antecedentes textuales y con el resto de la tradición hispánica. Es célebre el episodio, incluido en el capítulo “La puerta del destierro”, cuando el Cid observa a lo lejos unos molinos de viento y apenas puede reprimir sus ganas locas de arremeter contra ellos para dejarlos clavados en el cielo.
Pero se domina y le oigo decir:
–Dejemos esos gestos para otros.
¡Ah Cid, todo lo de tu raza está en ti! En vano te dominas. ¡Tú sabes que otros vendrán que no podrán dominarse, y el gesto que tú no quieres hacer se hará en el tiempo, no quedará en ese limbo en donde se amontonan los actos que no se ejecutan!
¿Por qué sonríes? ¡Oh Cid, padre del Poema, al pensar en Cervantes tu corazón bate campanas! (p. 252-253).
A lo largo de la novela, las menciones al Cantar, a la Gesta o al Romancero son frecuentes y a menudo buscan incluir al lector en el juego. “En virtud de esa presencia absoluta de los textos cidianos (a veces personificados como testigos y únicos destinatarios de la acción), Rodrigo actúa sabiéndose observado por la Leyenda y por la Historia, y por eso, en un momento de peligro, «piensa en el Cantar, piensa en el Romancero, en Guillén de Castro, en Corneille y [hasta] en mí [Huidobro]»”25. La poesía y sus recursos cobran una existencia casi concreta en el mundo posible de la ficción: los versos de la Epopeya se animan y advierten al Cid de la llegada de tal o cual ejército, el héroe cruza un río a bordo de un verso firme y enmohecido, los personajes sangran epopeya, cuando el Cid exiliado pasa por Burgos, una niña de nueve años se desprende del Cantar y cita prosificados sus versos antes de regresarse corriendo a su estrofa. A este respecto, me permito citar la elocuente reflexión de Castro Morales, para quien:
Los lugares del itinerario cidiano desaparecen como referentes reales de las acciones y la geografía física se convierte en una topografía literaria que se impone como absoluto espacial. […] Estos recursos metaliterarios, de gran impacto por su capacidad de generar la ironía o la parodia, dejan al descubierto que el narrador como autor y nosotros como lectores conocemos un personaje y una historia que solo funcionan en virtud de ese complejo artificio cultural que le confiere un marco, un orden y un sentido a los hechos: el Cid no existe fuera de los signos –medievales o modernos– que lo nombran26.
Al mismo tiempo, el Cid de Huidobro no existe sin la modernización o reconfiguración hecha sobre esos signos, como lo muestra la peculiar presentación de los infantes de Carrión. Si bien Huidobro ya nos ha advertido que la afrenta de Corpes no existió y que las hijas del Cid no se casaron con los condes de Carrión sino con reyes, no resiste a la tentación de esbozar la versión del Cantar… para de inmediato desmentirla, entablando, además, una relación textualmente lúdica con los antecedentes discursivos. En Valencia, el Cid –rodeado de la Historia, la Crónica, la Leyenda y el Poema, quienes le lanzan paquetes de laureles y con la Gloria echada a sus pies– recibe a los condes de marras y rechaza su oferta de matrimonio, pues Jimena
[…] no [l]os encuentra simpáticos, y además ha tenido un sueño extraño respecto a [ellos]: [l]os veía maltratar a sus hijas una noche allá por los pinares de Corpes. Esto es mal presagio” (p. 343).
Los condes intentan discutir la decisión, pues, dicen, ya han hablado con las hijas del Cid, doña Elvira y doña Sol. El Cid los interrumpe: “Permitidme. Ni siquiera sabéis el nombre de mis hijas, ellas se llaman doña Cristina y doña María. Veo que lo que más os interesa en ellas es su dote” (p. 344). De ese modo se confirma la peculiar conciliación de la obra: Huidobro elige (y logra) mantener las dos versiones, los dos polos en apariencia opuestos que se llaman, según sea el caso, Novela y Lírica; Medioevo y Vanguardia; Historia y Literatura; Verdad y Ficción, Tradición y Ruptura; el español de España y el de América… Al mismo tiempo, es esa misma elección lo que le permite sintetizarlas en una sola obra, verosímil y fiel tanto a la leyenda como a sí misma.
A través de esta armonía de opuestos, la novela expresa de modo moderno una paradoja: evidenciar, por un lado, hasta qué punto el Cid no pertenece a nuestra época (o nuestra época es insignificante para una figura como el Cid); por el otro, hasta qué punto el Cid es moderno, al ubicarse más allá del tiempo. La novela disuelve las paradojas, porque Huidobro se mueve en un contexto, el vanguardista, que pretende liberarse de las convenciones espacio-temporales del rancio siglo XIX: el hecho de nombrar Hazaña el libro subraya el aspecto de desafío poético que Huidobro se impone: el Cid en el enunciado y el autor, llamémoslo Huidobro, en la enunciación son los héroes de semejante proeza.
Finalmente, quiero evocar en esta conclusión, aunque sea de modo liminar, el hecho de que la Hazaña es un discurso trascendente para el paisaje de la literatura iberoamericana del siglo pasado. No resulta descabellado ver la novela de Huidobro como una ilustre antecesora directa del corpus que se dio en llamar nueva novela histórica. La comparación es posible a partir de las exuberancias vanguardistas de la discursivización. Hay que recordar que la nueva novela histórica –que, según algunos de sus teóricos, podría comenzar en 1949 con la publicación de El reino de este mundo de Alejo Carpentier o incluso más tardíamente–, se caracterizaría por una serie de rasgos como son, entre otros: “la distorsión consciente de la historia mediante omisiones, exageraciones o anacronismos”; “la ficcionalización de personajes históricos a diferencia de la fórmula de Walter Scott […] de protagonistas ficticios”27; la forma “extrema” de la intertextualidad, esto es, la reescritura de textos de carácter historiográfico; la necesidad de que el pasado al que se refieren sea un pasado no experimentado por el autor, e, incluso, la aparición de conceptos bajtinianos como lo carnavalesco, la parodia, lo dialógico o la heteroglosia (esto es, el uso consciente de diferentes niveles o tipos de lenguaje). Sin embargo, la lectura de la Hazaña nos permite ver que estos rasgos –que, según Menton, distinguirían “claramente” a la nueva novela histórica de la novela histórica anterior a Carpentier, que él llama tradicional–, no sólo no son exclusivos de la novela contemporánea o de la novela del posboom, sino que ya son omnipresentes en el discurso de la vanguardia. De hecho, las sucesivas reformulaciones de Rodrigo a lo largo de la tradición iberoamericana permiten vislumbrar que estos rasgos rebasan el pensamiento de la Modernidad, pues, con diversos matices según la época o el género, son parte natural de la traslación de los eventos de un discurso historiográfico hacia uno nuevo con clara intención literaria y, por ende, estética; poco importa si se trata de una novela moderna o antigua, un poema épico o una comedia histórica aurisecular. Este vistazo a la Hazaña, puede confirmar la idea de que la aparente ruptura de la nueva novela histórica no es tal, sino que participa del viaje y de la evolución de la novela y la literatura en general y de las inquietudes de sus practicantes. El interés de Huidobro por la verdad de la Poesía sobre cualquier otra verdad evoca ya las preocupaciones filosóficas de nuestra época respecto a la relación entre Historia y Literatura. Martin Heidegger no pedía otra cosa cuando solicitaba reconsiderar la verdad aportada por el arte, tan válida a sus ojos como la verdad de la ciencia y que, por ende, no debía ser menospreciada. Para Heidegger, en la obra de arte se instaura la verdad; para Huidobro el poema “no es realista, pero se hace realidad”. Y es hacia esa meta común que el Cid de Huidobro cabalga.
[1] Hugo J. VERANI, Las vanguardias literarias en Hispanoamérica (1ª ed. 1986), 3ª ed., México, FCE, 1995 , p. 9.
[2] Mario de MICHELI, Las vanguardias artísticas del siglo XX, Ángel Sánchez Gijón y Pepa Linares (trads.) (1ª ed. 1979), 2ª ed., Madrid, Alianza Editorial, 2008 , p. 19.
[3] Ibid., p. 53.
[4] Id.
[5] Marinetti, apud ibid., p. 59.
[6] Vicente HUIDOBRO, Mío Cid Campeador. Hazaña (1ª ed. 1929), Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 2009 , p. 15. En adelante, citaré por esta edición, indicando el número de página entre paréntesis.
[7] Belén CASTRO MORALES, “Mío Cid Campeador, una hazaña vanguardista de fronteras”, Anales de Literatura Chilena, 8, 2007, p. 91-109, p. 91.
[8] Id.
[9] Belén CASTRO MORALES, “Mío Cid Campeador…”, p. 92.
[10] Jorge Luis BORGES, “Pierre Menard, autor del Quijote”, Ficciones (1ª ed. 1944), Madrid, Alianza Editorial, 2000, p. 41-55, p. 47-48.
[11] Georges MARTIN, “El Cid de las Mocedades”, in Carlos ALVAR, Fernando GÓMEZ REDONDO y Georges MARTIN (eds.), El Cid: de la materia épica a las crónicas caballerescas. Actas del Congreso Internacional “IX Centenario de la muerte del Cid”, Alcalá de Henares, Servicio de Publicaciones de la Univ. de Alcalá, 2002, p. 255-267, p. 267.
[12] Id.
[13] V. HUIDOBRO, “Non serviam”, in H.J. VERANI, op. cit., p. 203-204.
[14] V. HUIDOBRO, “El Creacionismo”, in ibid., p. 218-227, p. 219.
[15] V. HUIDOBRO, in Manuel PULIDO MENDOZA, “El Cid eléctrico: Mío Cid Campeador: Hazaña [1930], de Vicente Huidobro”, Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica, 28, 2010, p. 185-219, p. 187-188.
[16] Ibid., p. 195.
[17] Malva Marina VÁSQUEZ y Constanza VARGAS, “Tópico historia y ficción: la heterogeneidad latinoamericana en Umbral de Juan Emar”, Alpha, 36, 2013, p. 9-28, p. 12.
[18] V. HUIDOBRO, in H.J. VERANI, op. cit., p. 220.
[19] Id.
[20] M. PULIDO MENDOZA, art. cit., p. 196.
[21] V. HUIDOBRO, “Arte Poética”, in H.J. VERANI, op. cit., p. 205.
[22] V. HUIDOBRO, “La creación pura”, in H.J. VERANI, op. cit., p. 209-214. p. 213.
[23] M. PULIDO MENDOZA, art. cit., p. 213.
[24] Ibid., p. 204.
[25] B. CASTRO MORALES, art. cit., p. 99-100.
[26] Ibid., p. 100.
[27] Seymour MENTON, La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992, México, FCE, 1993, p. 43.
Resumen
En las páginas siguientes analizaré de qué manera el poeta chileno Vicente Huidobro recrea la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, para hacer del Cid Campeador –sin desnaturalizarlo jamás– una figura a caballo entre tradición literaria y modernidad vanguardista. La Hazaña de Mío Cid Campeador es así la hazaña de un poeta que busca abarcar y conciliar, de modo tanto respetuoso como vital, dos polos aparentemente opuestos de la literatura hispánica.
Résumé
Dans les pages qui suivent, je me propose d’analyser la façon dont le poète chilien Vicente Huidobro réélabore la figure de Rodrigo Díaz de Vivar, pour faire du Cid Campeador –sans pour autant le dénaturer– une figure à cheval entre tradition littéraire et modernité d’avant-garde. La Hazaña de Mío Cid Campeador devient ainsi l’exploit d’un poète qui cherche à concilier, d’une manière aussi respectueuse que vitale, deux pôles apparemment opposés de la littérature hispanique.
La vanguardia como un tema posible: instauración de una nueva verosimilitud para el Cid
La vanguardia como motivo: una Edad Media absolutamente moderna.
La vanguardia como estructura: el Cid de Huidobro como conciliador de los opuestos
Carlos Roberto CONDE ROMERO
Univ. Lille, EA 4074, CECILLE
BORGES, Jorge Luis, “Pierre Menard, autor del Quijote”, Ficciones (1ª ed. 1944), Madrid, Alianza Editorial, 2000, p. 41-55.
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