En las siguientes páginas propongo una breve reflexión sobre una novela fundamental, Sin remedio (1984) de Antonio Caballero, obra mayor cuya justa revaluación y reubicación en la historia literaria permitirá sin duda una mejor comprensión de todo el panorama de la literatura colombiana contemporánea. Se iluminará así el proceso complejo a través del cual la nueva narrativa deja atrás la estética consagrada a nivel continental y mundial por la obra de García Márquez: el surgimiento de nuevos géneros narrativos como la autoficción1, de nuevos pactos de lectura, modos de narrar, perfiles de protagonistas, figuras de autor y lector. A partir de unos ejemplos, voy a relacionar dos aspectos centrales en Sin remedio: el perfil axiológico del protagonista y el modo de narrar escogido en la novela.
En Fernando Vallejo y la autoficcion. Coordenadas de un nuevo género narrativo opté por estudiar la autoficción a partir de un corpus interesante no solamente para un estudio monográfico, sino también muy revelador de cara a los intentos que estaba haciendo para definir el género: la obra de Fernando Vallejo. Años después, su obra me sigue pareciendo muy original, innovadora, valiosa y una referencia imprescindible para el estudioso que aborda la problemática de la autoficción latinoamericana. La lectura atenta de Sin remedio me reveló que tanto la autoficción, como el perfil del narrador-protagonista, Fernando, tienen un antecedente notable, que permite una comprensión más profunda de la obra y del género, en la novela de Antonio Caballero y su personaje: el inconfundible e inolvidable Ignacio Escobar.
Vale la pena subrayar que la autoficción me interesó siempre en cuanto fenómeno literario clave para entender la literatura latinoamericana contemporánea y en especial los nuevos caminos abiertos por una narrativa que explora otros modos de narrar que los consagrados por la ilustre generación anterior. Por tanto, para mí la autoficción no se reduce a un tema o unos temas; ni tampoco a unas estrategias formales. Se trata de un nuevo género narrativo, que se desprende del género de la novela puesto que propone un pacto de lectura diferente del novelesco y, en esta medida, crea un nuevo lector, obliga a un modo de lectura diferente, propio. Sin embargo, pese a todo, no hay que olvidar que la aparición de la autoficción está muy ligada al género de la novela y que sin esta tradición como referencia, como telón de fondo, no se entiende. (También se podría ver como una transformación profunda del género novelesco, que llega a poner en cuestión rasgos genéricos firmemente enraizados por la tradición).
En América Latina, se podría identificar esta tradición novelesca que actúa como telón de fondo para la autoficción con lo que Roberto González Echevarría llama “ficciones del Archivo”, con la única pero importante salvedad de que, a diferencia de González Echevarría, no me refiero a toda la gran narrativa de los sesenta, sino a una importante franja dentro de esta: una novela que ficcionaliza la historia de América Latina, es decir, la trata con los medios propios de la literatura, pero sin romper con los moldes narrativos elaborados por los discursos hegemónicos. Sus autores no lo ven como una prioridad. Al contrario, las ficciones del Archivo presentan unas características que se explican por el préstamo, así sea elaborado de una manera creadora, de este molde narrativo, que en este caso es ofrecido por el discurso antropológico: el discurso hegemónico contemporáneo de las ficciones del Archivo. Este molde explica toda una concepción de la novela, desde la trama que plantea algún tipo de búsqueda del padre (detrás de la cual está la gran pregunta por la identidad latinoamericana concebida como una identidad colectiva), hasta la estructura novelesca y la escritura. Las “ficciones del Archivo” de González Echevarría equivaldrían a lo que Vargas Llosa llama la novela total, con autor deicida, cuya voz se plasma a través de un narrador omnisciente en tercera persona. Desde luego, Vargas Llosa ve al autor-deicida como una figura de autor emblemática por su libertad y omnipotencia creadoras, mientras que para muchos escritores de la siguiente generación, el deicida es dictatorial y convencional, de manera que romper con esta concepción se vuelve una tarea imprescindible y urgente.
Entonces, me interesa pensar la autoficción como una “salida del Archivo” e incluso como una de las más prometedoras, como un género que reacciona ante una de las definiciones históricas más poderosas y consagradas del género de la novela. El boom consolidó una idea de novela que durante mucho tiempo pareció inamovible, pero que en el fondo no era más que una petrificación del género. La autoficción es una toma de posición ante esta definición del género novelesco, tan consagrada que parece invulnerable, inmutable, intocable, insuperable, fuera del alcance de toda crítica. Es también una toma de conciencia y una superación de lo que desde una perspectiva contemporánea se puede ver como las limitaciones de las ficciones del Archivo. La nueva generación de escritores descubre las fisuras dejadas por cierta línea de la narrativa del boom y las cuestiona, penetra en ellas hasta el punto de hacer explotar el modelo. Es tal vez el mérito y acierto artístico de la autoficción, el hecho de invalidar las máscaras del autor para reivindicar su figura en la narración. Porque si bien las ficciones del Archivo habían roto con la estética realista de la novela regionalista, habían dejado sin tocar la convención del autor, heredada de la estética del realismo decimonónico.
Pero a la vez que reacciona ante esta toma de posición central, la autoficción reacciona también ante otras propuestas, que entiendo como falsas salidas del Archivo, falsas promesas de superación de una estética novelesca que hoy resulta anquilosada, anacrónica. Se trata, básicamente de las olas de narrativa testimonial y de narrativa intimista, narcisista, confesional, escrita en primera persona. Ambas direcciones, que en ocasiones se fusionan, son muy exitosas editorialmente, muy a menudo producen best-sellers, pero casi nunca son propuestas literarias autónomas (Bourdieu), auténticas tomas de posición en el campo literario. A diferencia de las falsas salidas del Archivo, la autoficción no implica, desde luego, ni la renuncia a la dimensión estética, ni el abandono de la ficción, ni tampoco, como a veces se supone, erróneamente, el abandono de la visión histórica y de la problemática identitaria entendida en perspectiva histórica. Sólo se trata de otra manera de abordar y de entender esta problemática y a la historia misma. Pero, desde luego, el cambio de perspectiva es fundamental.
En los últimos años he observado que en los debates sobre la autoficción, la problemática no se plantea en este sentido, sino que predominan los enfoques temáticos y de corte formal. Esto vuelve el panorama sumamente confuso, hasta el extremo de que a la autoficción se le ha convertido en una categoría vacía, un saco donde cabe todo, todo lo que esté escrito en primera persona. Cuando emprendí la investigación sobre la obra de Fernando Vallejo, la reflexión sobre la autoficción era escasa, pero el panorama parecía más claro. Hoy los estudios han proliferado, empañando el panorama en vez de aclararlo y por esta razón me parece necesario y urgente reorientar el debate hacia el significado cultural y estético del género, hacia las circunstancias histórico-culturales en las que surge la necesidad expresiva a la cual responde su aparición. Sólo de esta manera se podría entender su razón de ser, su condición de género considerado como organismo vivo; sólo así se podría estudiar sus posibilidades exclusivas (y precisamente por eso definitorias del género) para captar e interpretar la realidad.
La consecuencia práctica que deduje de aquí es que convendría poner entre paréntesis algunas preguntas formuladas con cierta insistencia últimamente, y que condujeron a visiones miopes, como por ejemplo la pregunta hamletiana de si una obra es o no es una autoficción. Quizás fuera más sano abandonar por un tiempo la preocupación taxonómica para estudiar, en cambio, y bien a fondo, obras tan innovadoras como Sin remedio, preguntándose más bien, en qué medida abren un camino que luego será recorrido por la autoficción. ¿Qué tipo de lector crean?, ¿qué pacto narrativo proponen?, ¿cómo replantean la figura del autor?, ¿a través de qué estrategias deciden narrar la experiencia? He aquí preguntas mucho más importantes para poder explicar la necesidad histórica de la que surge un nuevo género narrativo, que exige ser leído de manera diferente.
Desde este punto de vista y en este contexto me interesa abordar la novela Sin remedio de Antonio Caballero: pensando en las puertas que abre, en la manera como renueva la narrativa colombiana, pero también pensándola en un contexto latinoamericano más amplio, que tanto se echa de menos en muchos planteamientos críticos sobre diferentes obras de la literatura colombiana. En mi investigación más reciente, pongo en diálogo a la obra maestra que es Sin remedio con propuestas de su misma talla y altura como Los detectives salvajes y Respiración artificial, convencida de la necesidad de leer y hasta reivindicar a Sin remedio desde una perspectiva latinoamericanista, de ubicarla en el lugar que le pertenece, porque a pesar de su asombroso valor literario y de su extraordinaria actualidad, es un hecho que se le lee y conoce mucho menos que a las también obras maestras de Bolaño y Piglia. Además, ni siquiera en Colombia Sin remedio tuvo parte de una recepción justa, de lecturas comprensivas y adecuadas. Es la conclusión a la que llega, después de un estudio muy documentado, el profesor Iván Padilla Chasing en Sin remedio: una novela sobre la indiferencia y el escapismo de los colombianos (2019). Rico en propuestas personales y replanteamientos muy oportunos, el estudio arranca de un repaso atento, bien sistematizado y muy crítico de las lecturas existentes, desde la aparición del libro, en 1984, hasta hoy, revisando uno a uno los lugares comunes de la crítica y aclarando los malentendidos a los cuales dieron lugar.
Entre estos lugares comunes hay uno especialmente dañino, que desenfoca totalmente la lectura porque le roba protagonismo a Ignacio Escobar, sin el cual la novela no se entiende. Según este tópico muy recurrente, ya institucionalizado por la academia, Sin remedio suele ser etiquetada, bajo una forma u otra, como “narrativa de la ciudad”, que por más que se use a veces con la pretensión de categoría teórica, no pasa de ser un lema o bien una categoría temática, obsoleta y sin criterio. Sin duda alguna, semejante “categoría” no permite comprender la auténtica propuesta estética de Antonio Caballero que, al ser agavillada allí, se ve situada en la serie literaria equivocada, con la que nada tiene que ver. En vano se le reconoce y venera a Antonio Caballero como precursor o pionero, a mucho honor, de toda una nueva narrativa, si primero que nada no se entiende en qué consiste el carácter único y novedoso de su propuesta estética. Habría que ver incluso si no es más conveniente olvidar por completo a Antonio Caballero antes que venerarlo como lo que no es: pionero de la narrativa citadina, u otras distinciones por el estilo. Olvidarlo, desde luego, en el sentido en el que Beatriz Sarlo, irritada por el uso instrumental que la academia hace de los conceptos del gran teórico y por una moda literaria cuyo comienzo sitúa en la década de los ochenta, propone en el último de sus Siete ensayos sobre Walter Benjamin (2011), desde el mismo título, “olvidar a Benjamin”. Publicada en 1984, por el solo hecho de incluir unas características cronotópicas que ubican la acción en Bogotá, Sin remedio cae víctima de este furor teórico-crítico.
En realidad, si la novela Sin remedio marca un antes y después en la literatura colombiana contemporánea es por ser una de las primeras grandes “novelas fenoménicas” colombianas, como lo propone Iván Padilla en su nueva lectura de Sin remedio; por ser una novela que abre el camino para otras exploraciones muy valiosas, dentro y fuera del espacio de la ciudad, el cual para el asunto es secundario. Lo demuestran propuestas recientes de José Evelio Rosero y Tomás González, donde el mundo rural colombiano sigue siendo un tema muy actual, que permite abordar problemas esenciales de Colombia, y que ahora, cuando ya no se justifica tratarlo en clave macondiana, no debe ser abandonado, rehuido por los nuevos narradores, sino reevaluado. Me parece importante aclarar que la precisión de que se trata de “novelas fenoménicas” no se hace con el ánimo de proponerla como categoría teórica, porque, en sentido estricto, la mayoría de las novelas auténticas, al menos a partir del siglo XX, serían fenoménicas, y entonces la categoría sería demasiado amplia y, por tanto, inoperante. De lo que se trata aquí es de una insistencia, muy oportuna en el caso de aquellas obras sistemáticamente confundidas o bien con una vuelta a la estética del realismo decimonónico, o bien con el testimonio, con la así llamada “literatura del yo”, sin que se advierta que el yo de estas novelas, lejos de ser un reflejo del mundo real, es inventado, y su complejidad sólo es posible gracias a la ficción. Es decir, obras cuyo carácter de ruptura frente a la estética más consagrada por el boom no ha sido justamente ponderado o bien cuyo propio carácter estético ha sido pasado por alto, en una operación abusiva de reducción de la obra a la narración documental de un yo testimonial.
Es precisamente el caso de Sin remedio. En la crítica existente, es frecuente que un segundo lugar común se conjugue con el primero, el de la narrativa de la ciudad, para desenfocar totalmente su recepción. Si el primer tópico analizado desvía la mirada del lector e invisibiliza al protagonista, el segundo distorsiona la figura del protagonista porque invita a leerlo como una figura realista, remitiendo incluso a la esfera de lo biográfico. En cambio, pondera excesivamente lo experimental, la novedad formal de la escritura, considerada en sí, con independencia del proyecto creador y de la mirada sui generis de Ignacio Escobar, que sería lo primero que el estudioso debería analizar. Se trata de un personaje más complejo de lo que creen muchos lectores y es muy frecuente que su perfil se vea indebidamente simplificado, caricaturizado, reducido a una figura esquemática.
Ignacio Escobar es un abúlico, de la misma familia espiritual que los “fracasados” de Respiración artificial, seres éticamente impecables, incorruptibles, dotados de una lucidez excesiva que los inhabilita para la acción y los destina a la contemplación. Su común denominador es la pasión y la obsesión por entender, que no conocen límites. De ahí su lado excesivo, rayando en la excentricidad y hasta en la locura; y también, su opción de vida, su gran apuesta por lo que podríamos llamar la “contemplación activa”. Todos estos personajes se podrían entender como réplicas posmodernas al prototipo del hombre de acción, el homo faber moderno, encarnado, por ejemplo, en el personaje paradigmático del coronel Aureliano Buendía de Cien años de soledad. Son autores-lectores que renuncian a la acción directa en el mundo real y a la militancia política más concretamente, eligiendo la contemplación activa, personajes que se construyen sobre la tensión paradójica entre la aparente inacción, pasividad e indiferencia del individuo que se retira de las “avenidas de la historia para mejor testimoniarla”2, de una parte, y de otra parte, la actividad mental trepidante, intensa, ya que piensan o investigan y hacen chocar sus ideas, poniendo a prueba sus tesis, defendiendo y atacando como verdaderos combatientes en debates que surgen improvisadamente en su cotidianidad. Ahora bien, dentro de toda esta “familia” de los abúlicos posmodernos, la posición de Ignacio Escobar es la más extrema.
Más allá de su carácter excéntrico y marginal, esta actitud se vuelve inteligible cuando se entiende el sentido de su crítica y el cambio de rumbo que se propone desde los márgenes. Frente al agite sin sentido y a la acción frenética e irreflexiva que conduce –irremediablemente, para recordar el título de Sin remedio– a la vuelta y a la repetición de lo mismo, haciendo girar la historia patria en círculos viciosos, estos personajes invitan a una toma de conciencia, proponen pensar la historia, para entenderla. Es la gran proeza, el gesto viril por excelencia desde el punto de vista de estos hombres que miran con escepticismo la propuesta de “hacer” historia o la promesa de cambiarla. En este sentido, la coincidencia entre el mensaje de Antonio Caballero y el de Ricardo Piglia a la hora de evaluar críticamente la historia de sus respectivos países es realmente muy diciente. A pesar de todas las diferencias que puedan separar las circunstancias históricas concretas de Colombia y de la Argentina contemporáneas, la conclusión de los personajes lúcidos, excepcionales de Respiración artificial y la de Ignacio Escobar –el único lúcido en Sin remedio– coinciden: la historia se repite eternamente, desde la Independencia y hasta el presente, con sus mismos vicios y males ya endémicos, porque no se entiende, ni tampoco se aprende de ella. Claro está, no es que el problema sea ni ontológico, ni metafísico, sus raíces están en lo político, social e histórico: este estado de hechos es resultado de una realidad creada a través del discurso del poder, cuya finalidad es precisamente mantener bien trancadas las puertas hacia el entendimiento del significado histórico. Por esta razón, Ignacio Escobar debe comprenderse como un ser, sin duda, fuera de lo común, lo cual no impide que su comportamiento y su actitud extrema sean el resultado de una situación histórica determinada.
La situación parece no tener salida, como lo plantea de manera tajante el título de Antonio Caballero y lo insinúa, a través de la forma, “Descartes”, la segunda parte de la obra de Ricardo Piglia, donde, entre otras, quedan “descartadas” las soluciones modernas, cartesianas, como por ejemplo la acción política y la revolución. “Sin remedio” parece ser el resultado de una evaluación similar a la hecha en Respiración artificial a través de la larga e inútil espera del historiador Marcelo Maggi por su sobrino literato Emilio Renzi. Una espera beckettiana, cuyo sentido parece más bien ser que el verdadero reencuentro de la literatura con la historia queda aún pendiente, se perfila apenas como una posibilidad remota, virtual. Si es que todavía queda algún remedio, se trataría de un cambio de rumbo radical, y no de paliativos. Sin embargo, ni Ricardo Piglia, ni Antonio Caballero piensan en la revolución política y social como en una solución válida. Lejos de ser la acción directa, la solución radical para la situación histórica que evalúa como muy grave3 sería, según sugiere Ricardo Piglia, darles “respiración artificial” a la historia y a la literatura argentinas, librándolas del peso muerto de la verdad oficial, para revivirlas, despertando en ellas el sentido. Este radicalismo, que nada tiene que ver con el político, se traduce en el temple extravagante y excéntrico de los lúcidos de Respiración artificial y de las verdades que profieren, que hace, al mismo tiempo, de los miembros de esta minoría selecta unos incomprendidos, unos “locos”, “fracasados”, unas “ovejas negras” desde el punto de vista de la gente del común, ya que no encajan en la lógica social, sino que la subvierten, con su mera existencia.
Solo en la “Atenas suramericana” en que su odiosa clase quiso transformar a la variopinta Bogotá, Ignacio Escobar, totalmente aislado e incomprendido, corre una suerte similar: la gente banal, que son todos los demás que lo rodean, lo percibe como una presencia también extravagante pero, en este caso, más bien en el sentido de caprichoso y egoísta, parásito social, irresponsable, adulto infantil que no maduró y no se asume, etc. Sin embargo, el lector de Sin remedio recibe todos los datos para entender que tras esta aparente pasividad hay una verdadera toma de posición, mantenida por Ignacio Escobar, en su resistencia solitaria, con una firmeza casi heroica, o si se prefiere, trágica, y además, sin perder jamás el sentido del humor que lo caracteriza. El rechazo férreo de renunciar a su libertad y a su libre albedrío revela la faceta activa de su crítica aguda, malentendida por los personajes que lo perciben como paradigma de la pasividad y de la indiferencia. Prueba de ello son las escenas donde Ignacio Escobar conversa con sus amigos de izquierda. Por ejemplo, la partida de ajedrez que juega con Diego León, intelectualoide populista, que a cada rato, igual que sus amigos, lo insta a jugar, a mover las piezas y a dejar de pensar o divagar tanto:
-No hable mierda. Juegue.
-Hablar mierda es lo más auténticamente colombiano que hay.
-Juegue.
-Déjeme pensar4.
Y nuevamente
-Juegue, Escobar.
-Mueva el caballo5.
La réplica de Ignacio Escobar tarda, pero cuando llega, surte todo su efecto: tajante por su lucidez, recuerda a los protagonistas también escépticos de Respiración artificial, lanzados sin embargo a la búsqueda del sentido de la historia, a diferencia de Escobar, que ya perdió toda esperanza:
-Escobar, por favor, viejo, juegue.
-Ya voy, ya voy, estoy pensando.
-No piense tanto. Juegue.
-No. Hay que pensar. No basta, como creen ustedes, con haber leído una vez un manual para entender las leyes de la Historia. Por eso los derrotan sistemáticamente. Aunque tampoco sé para qué pienso tanto. Al fin y al cabo, el ajedrez es un juego de azar6.
Los diálogos son reveladores y las afirmaciones filudas tienen la concentración y la fuerza de impacto sobre el interlocutor típicas de las formas breves: “La inautenticidad es lo único verdaderamente auténtico en Colombia”7, o bien, “decir la verdad no es tan fácil como denunciar”8. Recuerdan las conversaciones de Respiración artificial también por su tono sentencioso, aforístico, entre filosófico y humorístico, siempre desafiante. Sin embargo, el sentido solamente se completa en el marco de la situación puesta en escena; en este caso, la manera como acaba –sin acabar– la partida de ajedrez: el bebé de Ana María y Federico, se deja caer encima del tablero, arrasando con todas las piezas. Escobar no reacciona, pero piensa que este pequeño incidente doméstico es una escena emblemática de lo que ocurre en su país sin remedio. Resignado a la conveniencia social en virtud de la cual todo bebé y cuánto hace se considera “divino”, ve como todo un despliegue de fuerzas y estrategias acaba en nada, desenlace típico para la izquierda colombiana, según Escobar que la define como de pasada, contestando el ataque de Diego León a su haikú sui generis:
Es que es un haikú colombiano. Aproximativo, de oídas. Una simulación de haikú. Del mismo modo, ustedes no son revolucionarios: son revolucionarios colombianos9.
El perfil axiológico del hombre activo se completa, a lo largo de la lectura de Sin remedio, a medida que se va revelando su otro lado, esta vez siniestro. Pues, como la novela se encarga de demostrar, ya no se trata sólo de un hombre “inútil” –tanto o más todavía que un abúlico como Ignacio Escobar que, al menos presenta la ventaja de ser inocuo y respetuoso de la vida ajena. El hombre de acción, exitoso, poderoso, que empuña con firmeza un arma, puede ser también muy dañino10, tanto como lo es en Sin remedio el coronel Aureliano Buendía, horroroso y repugnante “jefe de Investigaciones Especiales del Servicio de Inteligencia del Ejército Nacional”11 y esbirro de la cultura oficial. Una cultura represiva, cuyo carácter inauténtico, paradójico y absurdo se destaca a través de la mirada de un out-sider como Ignacio Escobar. Atropellador, corrupto, abusivo e inmoral, cliente frecuente muy respetado en el burdel, el coronel Aureliano Buendía de Sin remedio es también un criminal, un matón: indefenso, en la calle, en un final de novela que sin embargo deja triunfar simbólicamente el modelo del hombre contemplativo y reflexivo sobre el prototipo del hombre de acción, reducido a vulgar fantoche, Ignacio Escobar encuentra la muerte en las manos del coronel.
Héroe-criminal, en el sentido propio y figurado, el coronel Aureliano Buendía es una verdadera encarnación de la doble moral de la clase dominante, apoyada en la fuerza armada, y de la falsa cultura oficial que mal consigue disimular su verdadero fondo: la vulgaridad y la incultura. Sin embargo, lo realmente preocupante, grave y a la vez sin remedio de la situación consiste en la versatilidad con la cual la ideología dominante y la cultura oficial han logrado permear todas las capas de una sociedad a la que, de hecho, le impidieron sistemáticamente tomar conciencia de sí misma y desarrollarse como entidad plural y diversa que es. De manera que, una misma lógica –cuyo carácter absurdo y hasta monstruoso descubre la mirada del incorruptible e intransigente Ignacio Escobar– rige las actuaciones y el comportamiento de la derecha, como de la izquierda, de la clase alta, como de los pobres.
Por tanto, la doble moral también se reencuentra en las filas de los presuntos revolucionarios, en absoluto libres de actitudes kitsch, inauténticas, que se agotan en la mera pose. Así, según no pierde ocasión de denunciarlo Ignacio Escobar, los marxistas de Sin remedio son en realidad pequeños burgueses, para quienes el coqueteo con las ideas de izquierda no pasa de ser puro alarde, una vacuidad, un lujo más que pueden darse, una manera de presumir de ser, encima de todo, intelectuales. No solamente Beatriz no lee, no entiende y en realidad tampoco se interesa de verdad por los planteamientos de la izquierda que defiende encendidamente, imitando a su marido. El propio Diego León, que pasa por un gran entendido y activista, “habla de hacer la revolución para distraer a Beatriz, que se aburre”12, según el diagnóstico certero que Escobar expresa de frente, sin rodeos, ni eufemismos, a través de un discurso diametralmente opuesto al que maneja su amigo, el artista comprometido.
Palabras y más cuentos es lo único que produce la “acción directa” de quienes deberían ser la principal fuerza opositora del discurso oficial. Y también poses de lo más kitsch, como la de los burgueses marxistas vestidos de ruana ante la chimenea:
-Hace calor.
-Quítate la ruana –aconsejó Ana María.
-Sí –intervino Escobar-: quítese esa ruana. Yo no entiendo: es la cosa contra natura de la izquierda, supongo, como señalan los periódicos. Chimenea encendida, como un burgués, porque se es burgués. Pero encima, ruana, porque el pueblo usa ruana. Sólo que la usa precisamente porque no tiene chimenea13.
Emblemática del esnobismo de la cultura bogotana oficial, la estampa se corresponde con otra postal inauténtica, muy por el estilo, sorprendida esta vez por Roberto Bolaño en el capítulo de Los detectives salvajes que narra un encuentro de poetas en la Nicaragua sandinista. A saber, los poetas campesinos mexicanos fumando Delicados, mientras el inspector de policía que llega a constatar la desaparición de Ulises Lima, fuma, como buen revolucionario, cigarrillos cubanos, y los mira con desaprobación. Detrás de estas escenas está el desencanto de Roberto Bolaño y de Antonio Caballero con una izquierda latinoamericana que no supo convertirse en una alternativa válida al discurso hegemónico oficial. Ninguno de los dos autores se adhiere al concepto de compromiso en su sentido casi institucionalizado en los setenta y ochenta, tanto en México, como en Colombia: la revolución entendida como levantamiento armado; ni tampoco la mitificación de la acción que este contexto acarrea.
Como lo habían observado Andrea Cobas Carral y Verónica Garibotto14, el blanco de la burla de Roberto Bolaño es tanto la doble moral de los poetas campesinos (parientes cercanos de los marxistas burgueses que Antonio Caballero, con su genio de caricaturista, pinta con ruanas y ante la chimenea), como el compromiso puro y duro, doctrinario, miope, de una rectitud rígida y dogmática, acatado al pie de la letra, pero sin contemplar su espíritu, su sentido histórico. Si bien la escena opone aparentemente la actitud auténtica a la pose, en realidad, en Los detectives salvajes tampoco se toma partido por los “verdaderos revolucionarios”, los de armas tomar, los que “inciden objetivamente en la realidad”, a diferencia de los que se contentan con discurrir o escribir. Roberto Bolaño desmonta también este cliché izquierdista que hace revivir el extemporáneo tópico de la disputa entre las armas y las letras, vertido esta vez en la jerga del compromiso, típica de la época y a menudo planteado como otro famoso binomio, igual de absurdo: literatura realista vs. literatura fantástica. No hay una sola pose, en realidad, sino dos, y la denuncia de esta última a través de la ironía está en el énfasis que se hace en el cliché:
Álamo sacó su cajetilla de Delicados y ofreció. Labarca y yo cogimos uno, pero el inspector los rechazó con un gesto y encendió un cigarrillo cubano, éstos son más fuertes, dijo con un cierto retintín que no nos pasó desapercibido. Fue como si dijera: los revolucionarios fumamos tabaco fuerte, los hombres de verdad fumamos tabaco de verdad, los que incidimos objetivamente en la realidad fumamos tabaco real. ¿Más fuertes que un Delicados?, dijo Labarca. Tabaco negro, compañeros, tabaco auténtico15.
Tanto Roberto Bolaño como Antonio Caballero muestran serias reservas ante esta manera reductora y sectaria de entender el compromiso, siendo conscientes de que todo entusiasmo que acompañe a este tipo de hombre de acción, antes que conducir a la libertad y a la justicia prometidas, fácilmente degenera en el dogmatismo y con ello, en la exclusión, en el fanatismo, en la violencia. En Los detectives salvajes, igual que en algunos de sus discursos16, se pueden leer las advertencias de Roberto Bolaño en contra de los peligros que conlleva, ocultos, la “izquierda testimonial”17, una izquierda no pensante, muy propensa a asumir ademanes dictatoriales. En este sentido, el caso de Roque Dalton, el poeta comprometido con la revolución que acaba siendo eliminado por su heterodoxia, y muere a manos de sus propios copartidarios dogmáticos, es paradigmático y su fantasma recorre los textos de Roberto Bolaño. Por esta misma razón, en Los detectives salvajes concibe unos nuevos poetas, auténticos aunque marginales, desconocidos y muy polémicos, cuya actitud poética y revolucionaria a la vez se expresa en su manera de vivir, antes que en sus escritos. Este rasgo llamativo, extravagante y controvertido de los realvisceralistas es su seña de identidad y, al mismo tiempo, la razón de su exclusión y condena por parte de los exponentes de la cultura oficial, que les niegan empecinadamente el reconocimiento pero, en realidad, los temen. El rescate de la vida poética, verdadera, que se lleva a cabo persiguiendo los destinos caóticos de los jóvenes realvisceralistas, es otra manera de recuperar la literatura, librándola de lo inauténtico, de la doble moral que es la ley de las falsas ideologías, vistas como terreno por excelencia del divorcio entre la palabra y la vida, entre el pensar y el actuar. Volver a unirlos y, en este sentido, recuperar la figura romántica del escritor es la aspiración más alta del realismo visceral. De aquí la prioridad que se le otorga a la vida sobre la escritura– cuya naturaleza fija y material la subordina a la primera.
Aparte de los marxistas de salón, en Sin remedio también aparece la izquierda irreflexiva en su versión combativa, cuyos defensores en nada se distinguen de los matones del común: son puro brazo, pura fuerza bruta desasistida por el menor raciocinio, como es el caso del compañero Douglas. Por su comportamiento, más que un revolucionario, parece ser un hijo de papá embriagado por la velocidad y el ejercicio del poder que le otorga su misión de conductor de un “carro poderoso”18. El personaje encarna, además, en su nombre paradójico y ridículo de luchador marxista agringado, la doble moral y la inautenticidad gestadas en la clase alta, pero que permean hasta la clase baja, la cual termina así por adoptar, de manera irreflexiva, las modas y costumbres de la clase alta, y con ellas, también unos valores contrarios a sus intereses de clase. En Colombia, el fenómeno ha sido captado de manera magistral también por Fernando Vallejo en La Virgen de los sicarios, donde, al presentar a Alexis, el narrador comenta precisamente su nombre:
Alexis, ajá, así se llama. El nombre es bonito pero no se lo puse yo, se lo puso su mamá. Con eso de que les dio a los pobres por ponerles a los hijos nombres de ricos, extravagantes, extranjeros: Tayson Alexander, por ejemplo, o Fáber o Eder o Wílfer o Rommel o Yeison o qué sé yo. No sé de dónde los sacan o cómo los inventan. Es lo único que les pueden dar para arrancar en esta mísera vida a sus niños, un vano, necio nombre extranjero o inventado, ridículo, de relumbrón. Bueno, ridículos pensaba yo cuando los oí en un comienzo, ya no lo pienso así. Son los nombres de los sicarios manchados de sangre. Más rotundos que un tiro con su carga de odio19.
Hasta en el último escalón social, en el mundo de los sicarios, se reencuentran las manifestaciones kitsch de una cultura que no asume su identidad y produce, desde la clase alta hasta la más baja, individuos empecinados en soñar con ser otros y vivir en otra parte, cuya aspiración inauténtica se refleja a menudo en la creencia ingenua de que una falsa apariencia, como la que otorga un nombre “diferente”, podría operar el milagro de cambiar su destino. El fenómeno del sicario con nombre gringo reproduce, a otro nivel, la inautenticidad de la clase alta, con sus aspiraciones ridículas (además de elitistas, excluyentes, clasistas), de vivir en una “Atenas suramericana” de mentira, al estilo y semejanza de las grandes capitales occidentales.
Ahora bien, aparentemente la mirada en Sin remedio pertenece siempre a este personaje inconfundible que, como hemos visto, deja su impronta sobre todo lo que se filtra a través de sus pensamientos y sus sentidos. De ninguna manera se trata de un hombre sin carácter, inútil y pusilánime como lo pintan los demás personajes de la novela y como repite, sin tomar distancia, la crítica de corte temático o formal. Sin embargo, por vivir un estado de total desconcierto, Ignacio Escobar no tiene convicciones firmes y profundas y, en este sentido, lejos de ser dogmático, es un filtro muy permeable, un “héroe sin atributos”, se podría decir, para recordar aquí un libro muy conocido de Julio Premat20. Sin embargo, el modo de narrar elegido vuelve sutilmente la situación narrativa aún más compleja. Como observa Iván Padilla Chasing, el uso exacerbado del estilo indirecto libre, aparentemente a la manera de Flaubert, genera un sinnúmero de ambivalencias que alerta al lector, ubicándolo en los límites de la duda sobre quién enuncia qué, ¿a quién creerle?, ¿al narrador o al personaje?, ¿a los dos?, ¿comparten la misma visión de la realidad?, ¿en qué momento el narrador se distancia y observa críticamente a su personaje?
Desde la luz que arrojan las recientes reflexiones de Ricardo Piglia sobre el “narrador débil” y el modo de narrar propio de la nouvelle21, habría que indagar el efecto de sentido que resulta de la estrategia narrativa de Antonio Caballero, que no estaba en Flaubert, y que consiste en combinar la focalización interna única, de Ignacio Escobar, sostenida durante más de quinientas páginas, con el estilo indirecto libre. Porque en Sin remedio se trenzan hábilmente las dos grandes vías de renovación narrativa en el siglo XX, según Piglia: de una parte, la vía regia, seguida por la novela fenoménica, que privilegia la perspectiva y la voz del personaje hasta el extremo de convertirse en su monólogo interior; de otra, una vía alternativa, menos transitada y mucho menos reconocida pero cuya importancia Piglia reivindica y logra rescatar. Se trata de la narración en tercera persona de un “narrador débil”, típico, aunque no exclusivo, del olvidado género de la nouvelle. Igualmente, habría que interrogar este modo de narrar, ubicándose en la posición del lector, al que se le asigna un papel central en esta gran novela: es el nuevo foco de coherencia. Una coherencia diferente, un foco difuso o, por así decir, “débil”, pero cuyo papel es esencial en apuestas innovadoras como ésta, donde el lector desplaza y reemplaza simbólicamente la voz del narrador omnisciente de tercera persona, detrás de la cual, en muchas de las novelas anteriores se encontraba, en términos de Vargas Llosa, un “autor-deicida”.
¿Qué implica en Sin remedio la opción por la tercera persona del discurso indirecto libre en medio de la corriente de las “literaturas del yo” y del culto indiscriminado a la primera persona? Lo que desde un punto de vista estrictamente formal podría pasar por una técnica narrativa decimonónica, en absoluto novedosa, descubre su originalidad si se entiende en conexión con el proyecto estético y los efectos de sentido producidos por la obra. Con Sin remedio, Antonio Caballero gana una apuesta casi imposible: mantener la tensión narrativa (o discursiva) durante más de quinientas páginas, aparentemente sin salirse del yo de su peculiar personaje pero, de hecho, matizando, ampliando y relativizando sutilmente esta perspectiva mediante el manejo magistral del estilo indirecto libre. Esta opción es precisamente lo que hace viable su proyecto estético. No deja de ser una solución extrema, que clausura brillantemente una posibilidad narrativa pero no permite concebir un segundo proyecto que no sea una repetición, lo cual explica, en parte, su estatuto particular: obra de gran genio y, a pesar de eso, obra única. No obstante, en Sin remedio, esta modalidad narrativa se muestra muy eficaz, precisamente para mantener la voz interior del sujeto, sorteando a la vez las limitaciones inherentes a la narrativa en primera persona.
Antonio Caballero se tuvo que haber preguntado, igual que muchos de los nuevos narradores, en qué medida el uso de la primera persona garantiza que se capta el sentido de la experiencia, y su respuesta en Sin remedio fue un discurso ficcional en dos dimensiones, hábilmente fundidas en lo que solamente parece ser una narración tradicional en tercera persona. En realidad, Sin remedio es una de aquellas novelas de primera persona disfrazadas de tercera persona, como es el caso del Quijote, según la clave de lectura que ofrece Fernando Vallejo en “El gran diálogo del Quijote”22. Aunque enfoque una obra clásica, el inspirado artículo de Fernando Vallejo es una reacción con raíces en nuestra contemporaneidad y el furor actual por las novelas en primera persona. A mi parecer, deja leer la irritación que le provoca la ceguera de la crítica obsesionada con el uso de la primera persona, visto aisladamente, fuera de contexto y analizado mecánicamente, como mero dato estadístico, de espaldas al conjunto del proyecto estético y los sentidos que crea. Por tanto, veo en su lectura fresca del Quijote una intención bien diferente de la que caracteriza a los ejercicios tradicionales de historia literaria: un llamado de atención para los contemporáneos, un aviso de que a la mirada miope, fijada en un solo rasgo superficial de la escritura, se le escapa precisamente lo esencial, se le pierde el sentido. Y también, para el caso que nos ocupa, un consejo muy útil para la lectura de Sin remedio.
Ahora bien, ¿qué se gana en Sin remedio al “disfrazar” una primera persona de una tercera? A mi modo de ver, se logra así incorporar de manera sutil al discurso la figura del autor, que el deconstruccionismo y los planteamientos formales a los que dio pie a menudo en los estudios literarios, habían sepultado hace tiempo. Pero, desde luego, no se trata aquí de resucitar la presencia vetusta y anacrónica del autor concebido como figura extraliteraria y apriórica al texto, en el espíritu de las tendencias críticas psicologizantes. La figura que rescata discretamente Antonio Caballero es un autor “débil” y evanescente, cuya presencia sutil es imposible de ubicar certeramente en la materialidad del texto. Sin embargo, desempeña un papel importante, ya que, a diferencia de Flaubert, en tanto maestro insuperable del estilo indirecto libre y referencia obligada, a Antonio Caballero no le interesa borrar al autor, sino crear una zona borrosa, de dudosa autoría, entre la voz del protagonista y la del autor “débil”, se podría decir, para distinguirlo del autor-deicida.
Entendidos así, tanto el estilo indirecto libre, como el uso de la tercera persona, lejos de ser aquí las marcas de un discurso literario tradicional, incluso decimonónico, son la plasmación eficaz, no dañada por prejuicio ni moda literaria alguna, de un proyecto artístico muy atrevido y novedoso, que abre una puerta al rescate del autor, concebido con nuevo criterio, empresa a la que el género de la autoficción le otorga una importancia prioritaria. Una solución estética diferente pero comparable con la que elige Bolaño en Los detectives salvajes cuando inicia la novela en primera persona, con un fragmento de diario que, luego, en la segunda y más voluminosa parte de la novela, se abre en un abanico de voces, una generación entera está contando, multitud de yo-es se apoderan sucesivamente del discurso, para que después se vuelva al marco inicial del diario. Es su manera de des-limitar y de relativizar la verdad subjetiva, evitando los peligros del “giro subjetivo” sobre los cuales avisa Beatriz Sarlo23.
Como hemos visto, la solución estética por la que opta Antonio Caballero no es menos sutil y, a mi modo de ver, abre un nuevo camino, diferente del bien conocido de la ficcionalización y mitificación de la historia del continente, a la vez que propone una respuesta personal a la pregunta clave para toda una generación, ¿cómo narrar la experiencia? La respuesta que representa Sin remedio es una auténtica “salida del Archivo”, que tampoco se confunde con el camino trillado seguido por la “literatura del yo” como propuesta mayoritaria: no abandona ni la ficción, ni la historia de América Latina, ni la problemática identitaria, pero las resignifica poderosamente, a través de una nueva forma de entender y practicar el viejo arte de narrar y, en esta medida es, al lado de Respiración artificial o Los detectives salvajes una de las referencias imprescindibles de la literatura latinoamericana de las últimas décadas.
[1] Estudio este fenómeno, a través de una lectura paralela de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, Sin remedio de Antonio Caballero y Respiración artificial de Ricardo Piglia, en Diana DIACONU, Caminos a la autoficción. Ensayo sobre el significado cultural y estético de un nuevo género narrativo, México, Bonilla Artiga Editores, 2019.
[2] Ricardo PIGLIA, Respiración artificial, Barcelona, Anagrama, 2001, p. 30.
[3] Se trata de la dictadura de Videla, con sus miles de desaparecidos.
[4] Antonio CABALLERO, Sin remedio, Bogotá, Seix Barral/Planeta Colombiana, 2002, p. 99.
[5] Ibid., p. 100.
[6] Ibid., p. 101.
[7] Ibid., p. 99.
[8] Ibid., p. 227.
[9] Ibid., p. 96.
[10] Ver “Genealogía del fanatismo”, E. CIORAN, Breviario de podredumbre, Madrid, Taurus, 1992.
[11] A. CABALLERO, op. cit., p. 504.
[12] Ibid., p. 226.
[13] Ibid., p. 85.
[14] Ver “Un epitafio en el desierto. Poesía y revolución en Los detectives salvajes”, PAZ SOLDÁN, E. y FAVERÓN PATRIAU, G, Bolaño salvaje, Barcelona, Candaya, 2008, p. 175.
[15] Roberto BOLAÑO, Los detectives salvajes, Barcelona, Anagrama, 2010, p. 339.
[16] Por ejemplo, el “Discurso de Caracas” (Entre paréntesis, 2005), pronunciado en la recepción del premio Rómulo Gallegos. Su mero título, con resonancias bolivarianas, heroicas, es una ironía, porque el discurso de Roberto Bolaño es marcadamente antirretórico, anticonvencional, escrito en un tono desenfadado, coloquial y hasta intencionalmente marginal.
[17] Uso el término en el sentido definido por Beatriz Sarlo en “Contra la mimesis: izquierda cultural, izquierda política” (Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2010).
[18] A. CABALLERO, op. cit., p. 210.
[19] Fernando VALLEJO, La Virgen de los sicarios, Bogotá, Alfaguara, 2002, pp. 8-9.
[20] Ver Julio PREMAT, Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009.
[21] Ver “Aspectos de la nouvelle” y “Secreto y narración” en Ricardo PIGLIA, La forma inicial. Conversaciones en Princeton, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2015.
[22] Fernando VALLEJO, “El gran diálogo del Quijote”, Soho, 67, 2006, pp. 51-260.
[23] Ver Beatriz SARLO, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo, una discusión, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2012.
Resumen
Este artículo propone una nueva lectura de Sin remedio, la gran –y única– novela de Antonio Caballero (Bogotá 1945-2021). Lejos de las aproximaciones centradas en el tema de la ciudad, la autora postula que el verdadero carácter estético de la novela radica en la problematización de la posición del autor y en el peculiar pacto de lectura que se propone. Para demostrar esta hipótesis, Diaconu analiza la modalidad narrativa desarrollada por Caballero centrándose en la visión del protagonista, Ignacio Escobar, y en la forma en la que se narra su experiencia.
Résumé
Cet article propose une nouvelle lecture de Sin remedio, le grand –et le seul– roman d’Antonio Caballero (Bogotá 1945-2021). Au-delà des approches centrées sur le sujet de la ville, Diaconu suggère que le véritable caractère esthétique du roman concerne la problématisation de la figure d’auteur ; un pacte singulier de lecture en découle. Pour démontrer cette hypothèse, Diaconu analyse la modalité narrative développée par Caballero ; elle étudie la vision du protagoniste, Ignacio Escobar, et la forme narrative par laquelle son expérience est racontée.
Diana DIACONU
Universidad Nacional de Colombia
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