A lo mejor Fernando Cruz Kronfly se haya preguntado alguna vez sobre sus novelas algo parecido a lo que, según anota en su Diario, se preguntaba Raúl Ruiz sobre sus películas: cómo hacer una que no sea un arte poética. De ahí que comentar Falleba, La ceniza del Libertador, La caravana de Gardel, Destierro o alguna otra de ellas sea del mismo paño que comentar su poética, su modo en el lenguaje y su resistencia. Sirvan como ejemplo estos comentos a la primera novela publicada por Cruz Kronfly, La obra del sueño.
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Se trata de una novela que apareció en 1984 en una edición rústica y bastante descuidada en la Biblioteca de Literatura Colombiana de la popular editorial Oveja Negra. Una novela que supone un agotamiento de las formas (las de las subjetividades, las de los cuerpos, las de la comunidad, las de los relatos y las narraciones de esa subjetividad, de esos cuerpos, de esa comunidad) y la búsqueda de otras formas ligadas al desencanto. Las formas que propone Cruz Kronfly (o lo que él llama filosóficamente “modo en el lenguaje”) responden a un proyecto imaginativo, a un dispositivo imaginario que implica el distanciamiento del realismo (particularmente del realismo mágico) y una obturación de los referentes temporales y espaciales, así como una apuesta radical por la escritura como obra, por la obra como escritura; una estetización de la forma inclinada a romper el ordenamiento lógico del relato.
La obra del sueño tiene cuatro episodios, todos ellos intercalados, revueltos, imprecisos. Uno, que responde a una idea más tradicional de relato, donde la narración se ocupa de la llegada de Salomón Náder, inmigrante árabe, quien arriba a una incierta región (¿el Caribe?) de Colombia; otro, donde es narrado el recorrido que hace el comerciante Eloy Salamando desde la salida de un misterioso exilio interior hacia el encuentro con una muñeca, amante y prometida, en el edificio de Aduanas; un tercer episodio, en el que es narrada la aventura y desventura de Leopoldo Pinto por la geografía montañosa, escondido, por consejo de su padre, entre un cajón cargado a lomo de mula para escapar de una redada militar. Un cuarto episodio corresponde al monólogo de Genoveva, viaje interior de esta viuda, madre de dos hijas a quienes contempla en su despertar sexual. Los episodios, que se intercalan y entremezclan, consecuentes con el título de la novela, funcionan como imágenes oníricas de tal manera que el paso de uno a otro se produce en saltos.
El salto al episodio de Leopoldo Pinto comienza con una evocación que hace Genoveva de acontecimientos y experiencias ajenas. Genoveva, personaje femenino y madre, aparece en la novela como matriz narrativa, como el sujeto soñante (pulsional y deseoso: la casa donde habita y la familia disfuncional que la rodea operan como agenciamientos de esos deseos y esas pulsiones) que encarna el régimen de percepción desde donde se produce el sueño de La obra del sueño. Los hechos evocados en relación a la huida de Leopoldo son hechos que ella no experimentó ni atestiguó puesto que sucedieron en un periodo previo a su relación con él.
En general, la serie de evocaciones que despliegan la estructura de La obra del sueño son motivo de reflexión y de asombro por parte de Genoveva. Al respecto ella misma dirá:
Me ocurre con frecuencia que en presencia de determinados objetos aparentemente indiferentes o delante de ciertas circunstancias de tiempo o de espacio, vienen a mi pensamiento repentinas evocaciones que, aunque aparentemente desvinculadas de todo aquello que me viene ocurriendo en el inmediato presente, terminan por imponerse en mi pensamiento como ideas fijas1.
El episodio de la huida de Leopoldo, es, pues, desde un comienzo, un recuerdo imaginado, una proyección de la memoria inventiva e inventada, esto es, el recuento de un pasado ajeno que se hace propio y cuya existencia se produce simultáneamente con el presente de la narración, con la evocación:
Desde las primeras horas de la madrugada algunos vecinos comentan que en Dinamarca, lugar situado al final de los arrabales junto al amor de las putas y la saliva de los últimos borrachos, por el camino que conduce a Jericó, el general Pompilio acaba de instalar un puesto de reclutamiento militar. Dicen que en menos de un par de horas ha logrado poner bajo sus órdenes a cerca de medio centenar de hombres fornidos a quienes enseña el himno nacional en surcos de dolores, do-re-fa, mientras al mismo tiempo se empeña en adiestrarlos en el manejo moderno de las armas de fuego porque cesó la horrible noche y apenas ahora empieza la guerra, sol-mi-re, utilizando para ello el cuero de medio bulto de helechos azules que ha tenido el cuidado de cubrir con un paño negro: Firmes! Un paso adelante, apunten, fuego!2
Ante la inminente captura de su hijo Leopoldo por parte de las tropas del general Pompilio para ser reclutado en el ejército, Santiago realiza un plan de escape. Santiago es un hacendado de la región que, en medio de un coro prostibulario, entona las estrofas del “Alma tumaqueña” de Tito Cortés que contrasta con el ambiente casero, familiar y tradicional en que vive. Santiago planea: “Mira, Federico” –le dice a su “criado de siempre”– “necesito con suma urgencia que esta misma noche te marches para Jericó, porque vas a llevar a Luz de Luna, a Pampa Mía y a Polvo de los Caminos con una encomienda muy especial”3. La encomienda no es otra que Leopoldo, su hijo, quien sumido en el interior de un cajón, debía atravesar los límites del operativo militar para salvarse de ser capturado.
Leopoldo pertenece a la estirpe de aquellos que celebrara Álvaro Mutis en su ensayo “La desesperanza”, y cuya caracterización anticipa al personaje de Uldarico que aparecerá reiterativamente en novelas posteriores de Cruz Kronfly4. Mutis plantea que la desesperanza es una noción que connota una situación. Toma como ejemplo Victoria, la novela de Joseph Conrad –autor que Leopoldo lee y cita una y otra vez durante la narración de La obra del sueño– y a su personaje Heyst, quien forma parte “de esa dolorosa familia de los lúcidos que han desechado la acción”5, actitud que muchas veces se plantea también como propia de la emotividad del desencanto ante la frustración y el fracaso en que ha sobrevenido la condición histórica6. Mutis menciona cinco condiciones de la desesperanza: la lucidez, la incomunicabilidad, la soledad del desesperanzado, la estrecha relación con su muerte y por último el hecho de que la desesperanza no consiste en una riña con la esperanza:
lo que define su condición sobre la tierra, es el rechazo de toda esperanza más allá de los más breves límites de los sentidos, de las más leves conquistas del espíritu. El desesperanzado no ‘espera’ nada, no consiente en participar en nada que no esté circunscrito a la zona de sus asuntos más entrañables7.
En ese sentido, Mutis señala a Fernando Pessoa como el máximo poeta de la desesperanza. Entre otros poetas, el autor del Livro do Desassosego, especialista, al decir de Peter Pál Pelbart, en el asunto de volverse otro, de “otrarse”8, aparece no solo en La obra del sueño, sino muy recurrentemente en la obra de Cruz Kronfly9. Cabe resaltar también el carácter espacial y ambiental que le otorga Álvaro Mutis a la situación de la desesperanza. La desesperanza consiste en una situación provocada por un topos. Para Mutis la desesperanza es un hecho tropical, de ahí que la espacialidad del Macondo de El coronel no tiene quien le escriba (1961) le parezca un paradigma de la desesperanza. Sin embargo, habría que comprender que el trópico refiere para Mutis no tanto a un paisaje o un clima como a una experiencia, a “una vivencia de la que darán testimonio para el resto de nuestra vida no solamente nuestros sentidos, sino también nuestro sistema de razonamiento y nuestra relación con el mundo y las gentes”10.
La espacialidad tropical y su peso en la configuración desencantada de la forma, cobra mayor relevancia en el episodio que, en La obra del sueño, narra la llegada y el trayecto de Salomón Náder. En el registro que hace del espacio nuevo que recorre pueden reconocerse ciertos guiños –tardíos, burlescos, irónicos, paródicos– con la condición desesperanzada de Macondo:
Por el espacio de los amplios ventanales [del tren] sueña una geografía jamás vista, y comienza a observar el movimiento de una imagen inédita donde se presentan como sobre un telón multicolor los diversos oficios de los hombres de trabajo […]. Y entre aquel conjunto de objetos percibe hombres inclinados, casi proyectos de hombres vestidos de ruinas cuya edad precisa siempre parecía ser la de la madurez prematura y en cuyos ojos el tiempo parecía no tener ilusiones11.
Pero la condición tropical de desesperanza, más que con Macondo, habría que afiliarla al universo poético que Álvaro Mutis proyecta en Los elementos del desastre. Allí, como en otras partes de su obra, está presente, de manera muy marcada, una espacialidad particular, la de los hoteles de tierra caliente, una espacialidad que también aparece, detalladamente, en el episodio de Salomón Náder. Uno de los poemas más conocidos de Mutis, titulado “204”, dice en su comienzo:
Escucha Escucha Escucha
la voz de los hoteles,
de los cuartos aún sin arreglar,
los diálogos en los oscuros pasillos que adorna una raída alfombra escarlata,
por donde se apresuran los sirvientes que salen al amanecer como espantados murciélagos.
Escucha Escucha Escucha
Los murmullos en la escalera; las voces que vienen de la cocina, donde se fragua un agrio olor a comida que muy pronto estará en todas partes, el ronroneo de los ascensores.
[…]12.
El primer espacio al que Salomón Náder arrima a su llegada es el del hotel, esa espacialidad de la indeterminación, de lo impersonal, ese lugar de tránsito, de contacto, de paso, donde también son los sonidos (particularmente los sonidos del afuera) lo que sobresale:
Perplejo, Salomón Náder cierra los cortinajes y se tumba sobre la cama, lugar en donde a poco después logra quedar prisionero de un estado levemente marginal y poblado de imágenes cuyos linderos entre la vigilia y el sueño no alcanzan a ser nítidos. Allí permanece, durante un tiempo considerable, escuchando a distancia el vocerío que viene del muelle con sus gritos de trabajo y con los cantos de los marineros irlandeses que se unen al tormentoso murmullo de las mujeres ebrias y a la estridencia aún mayor de las radiolas encendidas, mientras desde el fondo del horizonte infinito alcanza a llegar la música milenaria entrapada de agua y de sales minerales, la misma rumba en los balcones del mar y el son que viene de las islas del Caribe13.
Por su parte, la situación de Leopoldo Pinto, en su huida de la condición militar –ese mundo paradigmático de la acción– conlleva una experiencia tropical que comparte algunas de las condiciones de la desesperanza de las que habla Mutis. De ahí que le diga a su padre, antes de encerrarse en el cajón que lo transportará, y en un tono que encierra el máximo de desesperanza: “Nada, papá. Si el destino de nuestra generación es la violencia, qué podemos hacer?”14. Esa situación de desesperanza hace de Leopoldo una figura, por lo demás expansiva y colectiva, que denota cierta voluntad inactiva así como remarca la impotencia ante la condición histórica, política y social que le ha tocado vivir, esto es, ante una realidad determinada. Pero esa realidad –que podemos llamar mundo, historia, país, pero sobre todo violencia–15 está construida en el episodio plenamente como un exterior que se contrapone a la experiencia de Leopoldo, atravesada, espacialmente, por el registro de lo interior.
Leopoldo sumido al interior del cajón, corporaliza una situación de interiorización multiplicada, una situación que proyecta distintos niveles de interiorización. En esa particularidad no habría tanto una topología tropical, a la manera de la noción de desesperanza que propone Mutis, como una topología de un interior, o para ser más precisos –siguiendo la condición dinámica, de viaje, que atraviesa toda La obra del sueño– una topología hacia el interior. El nivel más superficial, más visible e inmediato de esa topología es el que supone la incorporación de un cuerpo (el de Leopoldo desesperanzado que debe huir) al interior del cajón; una forma, si se quiere, de materializar, imaginativa y narrativamente, el vuelco del sujeto sobre sí mismo que presume, a su vez, una reterritorialización del sujeto: el cajón se presenta como un mundo en sí mismo, como un país, un territorio de sí. El propio Leopoldo lo expresa cuando dialoga con su padre:
-Preguntas cómo me siento?
- Sí, hijo, cómo te sientes ahí dentro?
- Fantástico, padre, fantástico. Me siento como si estuviese en mi propio país, aunque debo admitir que en ocasiones el mundo parece darme vueltas16.
El contraste entre el adentro como lo propio (“mi propio país”) y el exterior como lo ajeno, hacen del personaje de Leopoldo una figura plenamente individual que opera en oposición a aquella dinámica de relaciones que posibilita la comunidad, la puesta en común de las subjetividades que supone el salirse de sí mismo, el extraerse de sí, que arrastra a los sujetos más allá de sí mismos para lo cual requiere el vaciamiento de la propiedad, una exposición, como diría Roberto Esposito, a aquello que interrumpe al sujeto volcándolo hacia su exterior:
La comunidad se entiende como aquello que identifica al sujeto consigo mismo a través de su potenciación en una órbita expandida que reproduce y exalta los rasgos particulares de éste. El resultado es que se remite la comunidad a la figura del proprium: se trata de comunicar cuanto es común o propio, de modo que la comunidad queda definida por las mismas propiedades –territoriales, étnicas, lingüísticas– que sus miembros17.
Pero la incorporación de Leopoldo al interior del cajón pareciera ser el movimiento contrario al exotismo de sí: Leopoldo, en esa incorporación, llevada a cabo tras los planes paternos, no se extrae de sí, sino que, realizando el movimiento opuesto, se vuelca sobre sí, se abstrae del afuera a un punto tal que el cajón toma las veces –alegóricas casi– de útero, esto es, de mundo absoluto, cerrado, autosuficiente, primigenio, de mundo que no requiere el afuera: su madre, por ejemplo, ha dispuesto en el interior del cajón una muy útil alacena llena de medicamentos contra el mareo, de alimentos y de bebidas18. La abstracción del afuera hace que la interiorización multiplicada en diferentes niveles no sólo recalque la dinámica subjetivizante con que Leopoldo actúa ante el mundo rígido, militarizado, cooptado por el disciplinamiento social que domina el afuera, sino que además da cuenta de la espacialidad que construye para sí la subjetividad del desencanto. Convocada en la inacción y en la interiorización, la subjetividad desencantada de Leopoldo se desterritorializa, se disuelve allí donde la topología marca el movimiento hacia el interior, ese lugar que constituye una suerte de no-lugar o de lugar primigenio, donde toda noción centrada de sujeto se pone en riesgo, se resquebraja, se descose.
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La dialéctica entre el adentro y el afuera con que se proyectan las subjetividades narrativas de La obra del sueño permite pensar en diferentes niveles de interiorización, en una interiorización diversificada no solo por la multiplicidad de episodios y de subjetividades que, entrecruzadas, allí se producen, sino porque cada una de esas subjetivaciones presentan en sí una variedad de operaciones (del relato, del lenguaje) por medio de las cuales se produce la interiorización. En lo que respecta al episodio de Leopoldo Pinto y su huida de los militares desde la casa familiar, existe un nivel de interiorización que tiene que ver ya no tanto con la manera en que el personaje de la novela de Cruz Kronfly, esa suerte de antecesor de Uldarico –el supuesto alter ego del escritor–, se abstrae de sí, sino más bien con aquellas formas en que ese abstraerse, ese volcarse sobre sí, conduce a una descentralización del sujeto tal que aquel que en un principio ha tenido cuerpo humano y lo ha incorporado a un cajón cargado a lomo de mula deja de tenerlo y deviene, en sentido deleuziano, en animal19. Se pone en escena en La obra del sueño una transformación de la subjetividad, del cuerpo y de la forma, una transformación llevada a cabo a través de procedimientos donde la radicalidad imaginativa manifiesta una fuerte desconfianza hacia la forma. Para que esta transformación suceda es necesario que la escritura, y con ella los “modos en el lenguaje” enunciados por Cruz Kronfly en “Mi poética”, así como las subjetivaciones a las que les da forma, atraviesen una situación extrema de violencia.
Repasemos la continuidad del episodio. Al salir de la casa, Federico, el criado que arrea las mulas –entre ellas Polvo de los Caminos, aquella que carga sobre sí el cajón que tiene en su interior a Leopoldo, el espacio donde Leopoldo ha interiorizado su desencanto– es detenido por las tropas militares en el paso del retén, por “tratar de burlar la vigilancia”. De inmediato es llevado a la oficina de la autoridad militar, quien está sentado, sugestivamente, frente a un escritorio que “había pertenecido a Simón Bolívar”20. Ante la pregunta del comandante sobre el detenido, uno de los soldados relata que éste:
parece mucho más sospechoso de lo imaginable porque tiembla como un pudín y lleva consigo tres animales cargados, uno de los cuales usa anteojos oscuros, limpia su trompa con un pañuelo de colores y fuma como un desesperado21.
Esta sospecha y la negativa ante un intento de soborno –su libertad a cambio de las mulas y la carga– hacen que Federico sea encerrado, torturado y finalmente asesinado. El encierro, la tortura y la muerte de Federico dan cuenta de una condición política de los cuerpos tanto como de una topología política, de un lugar –común, colectivo (nótese, en la cita siguiente, el atestiguamiento de los talabarteros)– en el que los cuerpos son obligados a ocupar un espacio:
Sin fórmula alguna de juicio Federico es conducido al calabozo, lugar donde el agua destilaba por los muros y en donde el cuerpo de Federico habría de sucumbir finalmente, colgado por los pies de una argolla del techo y con su cabeza metida dentro de una tinaja llena de estiercol [sic], a la espera de una confesión que nunca se produjo porque cuando quiso hablar, el viejo ya había muerto. Con las garras disecadas de tres águilas reales destrozaron sus genitales, pero Federico permaneció en silencio, pensando en los milagros de la virgen santísima. Fueron por gasolina que mezclaron con alcohol y prendieron fuego azul dentro de su estómago previamente lavado, pero todo fue en vano. Hicieron que mirara las estrellas y que se despidiera para siempre del firmamento al que según ellos estaba contemplando por última vez, luego de todo pasaron a macerar sus ojos pardos, sus ojos rojos, violetas, sus ojos azules que estallaron como un par de bombas de agua salada cuando al final usaron las agujas de los talabarteros de Dinamarca, quienes, amarrados a unas bancas de madera y llorando como unos niños, fueron obligados a presenciar el empleo de sus instrumentos, pero todo fue en vano porque Federico ya no hablaba. Hasta que, después de sumergir su rostro dentro de un tanque de agua fría, las piernas del viejo parecieron de repente haber cedido a la resistencia de la vida y se aflojaron como si fuesen de trapo suelto. De ahí en adelante su cuerpo solitario se habría de llenar de oscuridad, como un fardo de arena que alguien hubiese olvidado en el centro de una noche cualquiera22.
Aparece una tecnología del cuerpo, una tecnología aplicada sobre el cuerpo, que lo hace aparecer informe, lo inhumaniza, lo deforma, lo deja vuelto añicos, una tecnología que lo despoja de su forma23. El límite al que llega ese cuerpo, el límite del espacio que le es dado, es la muerte. La muerte trae para Federico y su cuerpo, como consecuencia, en primer lugar y por sobre todas las cosas, el acallamiento de su voz: “cuando quiso hablar, el viejo ya había muerto”24. Esta desposesión violenta de la voz, del cuerpo y de la forma, su transformación, su deformación y su posterior anulación, recae también, de manera igualmente violenta, sobre el cuerpo incorporado, interiorizado, de Leopoldo. Antes de ser encerrado, torturado y asesinado, Federico logra hacer escapar a las corridas a Polvo de los Caminos, quien empieza a humanizarse de manera caricaturesca. La adquisición de rasgos humanos es una transformación que se produce mientras Polvo de los Caminos es perseguido por los militares en su huida hacia el pueblo de Jericó. Esta transformación excede los límites y los modos de representación. Con ella, La obra del sueño desarma un régimen de representación al recompaginar el orden de visibilidad que disloca las formas de lo humano (y con ello, las de la comunidad) y que equivale, en la pérdida de la forma del cuerpo, a una pérdida del poder figurativo. La novela, la escritura y el modo en el lenguaje ya no pueden dar cuenta del cuerpo íntegro, así como tampoco pueden hacerlo de una subjetividad centrada, identitaria, propia del yo.
La transformación de los cuerpos no ocurre, como puede advertirse, en un solo sentido. Polvo de los Caminos, caricaturescamente, se humaniza, al igual que, en ese espaciamiento onírico como instancia de fricción, como zona de contacto, en esa intersección, Leopoldo, cuya subjetividad en desencanto se ha interiorizado, literalmente se animaliza. La transformación y la pérdida de la forma se establecen como engranajes de una operación narrativa que configura la comunidad del desencanto, como partes de un protocolo de escritura irreductibles a un solo principio y que produce rupturas, transformaciones y deformaciones en los dos sentidos, en el del cuerpo humano y en el del cuerpo animal, allanando los límites que trazan la distancia entre lo humano y lo animal.
En una de las escenas durante la huida de Polvo de los Caminos, éste se detiene ante una posada:
Al acercarse, Polvo de los Caminos observó cómo una de las ventanas que daba hacia la cocina estaba abierta, y cómo dentro de ella una pareja de ancianos ya había encendido el fogón y había preparado un poco de café negro cuyo aroma se dejaba sentir. Hizo a un lado sus anteojos oscuros, una vez más, encendió un cigarro y dirigiéndose a uno de los ancianos pidió una taza de café con una copa de coñac25.
En efecto, Polvo de los Caminos se sienta con la pareja de ancianos, muertos ya hace muchos años, a tomar carajillo y a dar sus opiniones acerca del presidente de la república. Más allá de una aparición de figuras fantasmáticas, que se reiteran durante el episodio de la huida, puede verse ahí cómo el cuerpo de Leopoldo Pinto, dislocado radicalmente al interior del cajón, se ha transformado, no tanto naturalizándolo como politizándolo, en un cuerpo animal. La politización del animal –que nada tiene que ver con el hecho de que su conversación tenga como trasfondo opiniones políticas, sino que radica en la toma de corporeidad otra, en asumir para sí el cuerpo de lo otro–, anula su referencia a una corporeidad desubjetivada, sin memoria, sin lenguaje y sin enunciación, que habitualmente se le otorga a lo animal26. Ya que el cuerpo humano se animaliza, a la par con la humanización del cuerpo animal (mula humanizada/hombre animalizado), la transformación, que genera una zona de contacto, un espacio de indeterminación, se vuelve foco de politización (de “resistencia” dirá Cruz Kronfly en “Mi poética”) puesto que allí donde hay un devenir animal hay también, y más que nada, una serie de experiencias y de acciones que ponen en crisis las formas mismas del cuerpo, que lo conducen a esas zonas de indeterminación, esos espacios de fricción donde se encuentran los límites de la corporalidad de lo humano pero también los límites de la corporalidad de lo animal. Por esta razón, no se trata simplemente de una metamorfosis, sino de una convivencia entre la corporeidad animal y la humana. Es tanto lo primero como lo segundo. Y al igual que en Guimarães Rosa hay un devenir animal, y al igual que en Kafka hay una humanización de lo animal, y al igual que en Clarice Lispector, hay una radical intercambiabilidad entre lo que nombra lo animal y lo que nombra lo humano27.
Para los perseguidores, aquellos para quienes el animal funciona como un índice de persecución, como otro al que hay que cazar, eso que persiguen no es un cuerpo humano y sí, en contraste, un cuerpo animal, aunque humanizado. Cuando por fin llegan a él, los milicianos gritan “Oh!, un hermoso tesoro”:
mientras Polvo de los Caminos desentendido por completo de los acontecimientos, seguía comiendo su porción de cereales con un poco de miel, sin soltar de sus belfos aquel cigarro encendido y botando humo por boca y nariz como una locomotora encendida. Parecía estar dispuesto a entregarse, a morir28.
La animalización, politizada, ocupa acá el espaciamiento de las intensidades, de la radicalidad imaginativa, con lo cual los deseos, las fuerzas y los afectos recaen sobre ese cuerpo animalizado, sobre ese cuerpo que ha perdido su forma, ese cuerpo deformado. Esto hace que, al igual que el modo en el lenguaje, sea un cuerpo en resistencia; un cuerpo subvertido del disciplinamiento social, aquel que impone el rol de militares (de cazadores, diríamos) de los perseguidores. En ese sentido en la novela de Cruz Kronfly, como advierte Giorgi en relación a la literatura latinoamericana en clave biopolítica,
el animal empieza a funcionar de modos cada vez más explícitos como un signo político […]. Ilumina políticas que inscriben y clasifican cuerpos sobre ordenamientos jerárquicos y economías de la vida y de la muerte […]. Ese animal que había funcionado como el signo de una alteridad heterogénea, la marca de un afuera inasimilable para el orden social –y sobre el que se habían proyectado jerarquías y exclusiones raciales, de clase, sexuales, de género, culturales–, ese animal se vuelve interior, próximo, contiguo, la instancia de una cercanía para la que no hay ‘lugar’ preciso y que disloca mecanismos ordenadores de cuerpos y sentidos29.
Se trata entonces de un cuerpo que no obedece, que no se detiene ante la autoridad, que no se detiene ante la forma. Un cuerpo que huye atravesado por el disciplinamiento social, en su expresión más radical que es la militarización de la sociedad dentro de un contexto –expansivo en su temporalidad, puesto que es una situación que se sigue viviendo– de guerra interna. Ese cuerpo, en huida, transformado hacia el interior del animal –un animal que, a su vez, es el animal disciplinado por antonomasia, un animal de carga: una mula– se convierte, a los ojos del perseguidor, en cuerpo animal, y simultáneamente, el cuerpo animal –que transporta al cuerpo en huida– asume los gestos y los rasgos del cuerpo humano que lo habita. Ni animal ni humano, cuerpo híbrido, cuerpo de la intersección, suma de interioridades en la que los dos cuerpos se amoldan, se fusionan, se confunden, burlando el régimen disciplinario de la sociedad y con ello el régimen estético. Sin embargo, esa burla del disciplinamiento social y estético tiene, como el cuerpo mismo, un límite. Polvo de los Caminos es detenido cuando, después de un largo trayecto de huida, al llegar a Jericó, es apresado por los militares que venían tras su captura. Y tras la captura, ordenada por el General Pompilio, enjuiciado y condenado al fusilamiento:
¿Reconocen ustedes –[le pregunta el General a la multitud que presencia el juicio]– a este infame como el mismo animal que hace apenas ocho días se fugó de las mismas barbas de la gendarmería en abierto desafío a la dignidad de la Nación?30
Esa misma multitud es la que pide a gritos el fusilamiento, tras lo cual:
[e]l silencio que siguió fue aterrador. La orden de muerte se acababa de producir. La boca pestilente de la multitud acababa de vomitar su milenario deseo […]; cuando todo señalaba que aquel inmenso silencio de muerte había sido suficiente para autorizar las descargas de la fusilería porque tanto desde ese mismo instante como desde muchos años atrás la muerte había sido el más nítido objeto del deseo colectivo, puesto que la sangre derramada en aquel calvario de cartulina era capaz de purgar nuestras miserias y nuestras culpas31.
Esta condena a muerte del animal humanizado, del humano animalizado aparece, entonces, en esa voz que la ordena, como una política general de la muerte que establece la relación entre animalidad, violencia y soberanía. En palabras de Giorgi:
el animal, la relación con el animal, es decisiva en la medida en que condensa ese revés de la civilización que es la violencia soberana: el animal es la ‘bestia’ derridiana, irracional pero también cruel y estúpida, que encarna la amenaza absoluta al orden civil, a la ley y a las pedagogías civilizatorias; es el bárbaro, el animal con forma humana, como dice Agamben32.
De ahí que ese cuerpo animal y humano, en su deformación, en su pérdida de la forma, evoque, como parte de esos niveles de interiorización de las subjetividades en La obra del sueño, la puesta en crisis y el descentramiento de las subjetividades. Allí, toda noción centrada y absoluta de sujeto queda puesta en duda produciendo una literatura que narra el descentramiento y la dislocación de las subjetividades y su relación con los cuerpos como portadores de individualidad y no como tejidos de relaciones que sirven como soporte a la crítica de la subjetividad en tanto espacio de estabilidad de certezas y de univocidad, propia del paradigma moderno. En la politización de la muerte del animal humanizado y del humano animalizado se materializa el desafío a la forma como mecanismo de significación, de manera que la forma, y el desencanto como forma, en tanto significante, esto es, en tanto intersección y zona de contacto, en tanto costura, es resquebrajada, descompuesta, descosida.
Esto hace que a partir de La obra del sueño pueda hablarse de un cuerpo indeterminado, informe y desencantado. Un cuerpo, en definitiva que, casi como el monstruo creado por el Dr. Frankenstein, aquel moderno Prometeo, deja ver sus costuras. Se trata de un cuerpo –y con ese cuerpo también de una escritura– que se postula no como una realidad orgánica, individuada, sino más bien como un espacio de junturas y de intersecciones. Un cuerpo que potencialmente es en sí mismo una costura; una costura que abre una nueva materialidad estética (irruptora y moderna al interior de una sociedad tremendamente conservadora, autoritaria y por completo militarizada) y que con ello impulsa y permite la posibilidad de una apertura política. Esa posibilidad se ilumina, se hace posible, en la intersección, allí donde las costuras se visibilizan, donde lo descosido se hace visible, donde lo fallido sale a la luz y se evidencia, a gritos, en la escritura. Allí donde el dispositivo imaginario de esa escritura se conjuga con el cuerpo informe, con ese que no termina de realizarse, que no se completa y que, como La obra del sueño, no llega a formar un sentido, un cuerpo (narrativo, de relato). Allí también donde ese dispositivo de radicalidad imaginativa de la escritura, impulsado por la irrupción de las formas, deshace su propia figura, su propia forma y genera espacios escriturales de indeterminación. Allí, en definitiva, donde toma forma el desencanto, donde el desencanto se produce como forma.
[1] Fernando CRUZ KRONFLY, La obra del sueño, Bogotá, Oveja Negra, 1984, p. 95.
[2] Ibid. p. 15
[3] Ibid. p. 17.
[4] Sobre el personaje de Uldarico, del cual Leopoldo es una anticipación, y sobre su rol en el carácter de obra de la producción de Cruz Kronfly y su deformación como alter ego del autor, véanse los artículos de Eduardo GARCÍA AGUILAR, “Deseo y soledad en cuatro novelas de Fernando Cruz Kronfly”, Revista Agulha, 28, 2002; y la introducción de Orlando Mejía Rivera a la novela de Cruz Kronfly La ceniza del Libertador, “Fernando Cruz Kronfly y el aura color violeta”, Manizales, Universidad de Caldas, 2008. Acerca de “La desesperanza” de Álvaro Mutis, cabe anotar que se trata de una célebre conferencia dictada en 1965 en la Casa del Lago de la UNAM que fue originalmente publicada ese mismo año por la revista de la universidad dirigida por Jaime García Terrés.
[5] Álvaro MUTIS, “La desesperanza”, Poesía y prosa, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1981, p. 287.
[6] Véase la siguiente cita que toma Leopoldo de El corazón de las tinieblas y que usa como respuesta a los planes de escape de su padre: “Mi destino, padre. Cosa curiosa, la vida…esa misteriosa disposición de una lógica despiadada para un propósito fútil. Lo más que se puede esperar de ella es cierto conocimiento de uno mismo, una cosecha de lamentaciones inextinguibles”, Cruz Kronfly, op. cit. p. 21. En la traducción de Sergio Pitol –uno de los más celebrados traductores de Conrad a nuestro idioma– esta cita dice así: “El destino. ¡Mi destino! ¡Es curiosa la vida… ese misterioso arreglo de lógica implacable con propósitos fútiles! Lo más que de ella se puede esperar es cierto conocimiento de uno mismo… que llega demasiado tarde… una cosecha de inextinguibles remordimientos”. Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, traducción de Sergio Pitol, Madrid, Debolsillo, 2006, p. 151. Es significativo, en procura de la personificación de Leopoldo, que allí donde dice “lamentaciones” en la traducción que usa en la respuesta a su padre, en la traducción de Pitol se reemplace ese término por “remordimientos”. La tensión que va de “lamentación” a “remordimiento” encarna, en cierta medida –lingüística–, el nihilismo positivo que caracteriza a Leopoldo y, en términos generales, la poética de Fernando Cruz Kronfly.
[7] MUTIS, op. cit. p. 289.
[8] Peter PÁL PELBART, Filosofía de la deserción. Nihilismo, locura y comunidad, Buenos Aires, Tinta limón, 2009, p. 73.
[9] Uno entre varios ejemplos extraído de La obra del sueño: a punto de partir a su trayecto, desde el interior del cajón, Leopoldo usa los versos de “El guardador de rebaños” de Alberto Caeiro, heterónimo de Pessoa, para responderle a su padre cómo se siente: “…pero mi tristeza es sosiego porque es natural y justa, y es lo que debe haber en el alma cuando piensa que existe y las manos recogen flores sin que ella se dé cuenta”. CRUZ KRONFLY, op. cit. p. 92.
[10] MUTIS, op. cit. p. 300. Sobre la desesperanza en la obra de Mutis y su relación con la cultura occidental, remito al artículo de Gastón Alzate “La desesperanza como un continuum cultural”, Senderos. Revista de la Biblioteca Nacional, 5, 1993. Véase también al artículo de Rodolfo de Roux “Álvaro Mutis: la historia sin ilusiones”, C.M.H.L.B. Caravelle, 86, 2006, donde se establece una relación entre la noción de desesperanza y la fallida condición histórica del hombre occidental. Para una lectura de la obra poética y narrativa de Álvaro Mutis atravesada por la noción de desesperanza, véase el libro de William L. Siemens, Las huellas de lo trascendental. La obra de Álvaro Mutis, México, Fondo de Cultura Económica, 2012. Quizás donde más visible se haga el carácter tropical de la desesperanza sea en la adaptación cinematográfica que en 1986 hiciera Carlos Mayolo del relato de Mutis titulado La mansión de Araucaíma. La película devino en uno de los mayores exponentes del denominado gótico tropical. Véase de Mayolo su artículo “De Caliwood al gótico tropical”, Lugar a dudas. Valle de película, 1, 2007.
[11] CRUZ KRONFLY, op. cit. p. 50.
[12] Álvaro MUTIS, Los elementos del desastre, Poesía y prosa, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1981, p. 27.
[13] CRUZ KRONFLY, op. cit. p. 25. Sin cursivas en el original.
[14] Ibid. p. 20.
[15] Nótese, por ejemplo, cómo las reflexiones de Leopoldo acerca de la condición violenta del hombre parecen ser condicionadas por su situación de desesperanza, a la vez que determinan una manera de estar en el mundo –y en la historia– totalmente desencantada: “[Leopoldo] sabe que, en efecto, la guerra parece carecer de sentido aunque de todas maneras siempre la ha habido entre los hombres de todas las culturas. […] En ocasiones, piensa, ha servido para causas nobles y hasta para resolver problemas reales de los pueblos, sobre todo cuando se liga con grandes movimientos populares, pero, una vez solucionadas aquellas dificultades que eventualmente pudiesen haber justificado los procedimientos, queda ese amargo sabor que tiene la paz, esa sinrazón que de repente envuelve la existencia, esa vana alegría de amar sin haber llegado al mismo límite de la muerte que es donde el amor cobra especial intensidad. Entonces viene de nuevo el mecanismo del odio y del rencor como una especie de salida al peligro de la paz”. Ibid. p. 29.
[16] Ibid. p. 89.
[17] Roberto ESPOSITO, Tercera persona, Buenos Aires, Amorrortu, 2009, p. 17. El opuesto a esta expropiación realizada por la communitas es la immunitas, en la que radica, como Esposito señala, la clave del paradigma moderno. Roberto ESPOSITO, Immunitas. Protección y negación de la vida, Buenos Aires, Amorrortu, 2005. En este sentido, es el cuerpo como propiedad (aquello que, también siguiendo a Esposito, brinda la condición de persona), lo que se opondría a aquello impropio, aquello que no es apropiable, esto es, se opondría a lo común.
[18] CRUZ KRONFLY, op. cit. p. 90.
[19] Sobre el particular remito al capítulo de Deleuze “Devenir-intenso, devenir-animal, devenir-imperceptible” en su Mil mesetas. Véase también de Peter Pál Pelbart, op. cit, su capítulo “Filosofía para porcinos”, donde contrasta, por un lado, las posiciones de Deleuze acerca del esfuerzo de la filosofía por separar al hombre de lo viviente con, por el otro, las posiciones de Agamben a propósito de la diferenciación de lo humano con lo animal como una máquina antropológica. Al respecto, dice Agamben que el “[v]olver inoperante la máquina que gobierna nuestra concepción del hombre significará [...] ya no buscar nuevas articulaciones –más eficaces o más auténticas–, sino exhibir el vacío central, el hiato que separa –en el hombre– el hombre y el animal, arriesgarse en este vacío: suspensión de la suspensión, shabbat tanto del animal como del hombre”. Giorgio AGAMBEN, Lo abierto, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007, p. 167.
[20] CRUZ KRONFLY, op. cit. p. 105.
[21] Ibid. p. 106.
[22] Ibid. p. 112.
[23] Véase el estudio que realiza María Victoria Uribe acerca de la significación de la tortura, el descuartizamiento, las masacres y los distintos lenguajes simbólicos y las operaciones semánticas de la violencia colombiana en su Antropología de la inhumanidad. Un ensayo interpretativo sobre el terror en Colombia, Bogotá, Norma, 2004. Ahí se lee lo siguiente: “La manera en que era concebido el otro [durante el periodo de la Violencia] se materializaba a partir del empleo de determinadas palabras y del despliegue de procedimientos performativos y, en el contexto de la Violencia, ambos procedimientos tuvieron consecuencias deshumanizantes e inhumanas. Los campesinos de la Violencia no concebían a sus enemigos como algo diferente de los animales, y a la hora de matar tampoco diferenciaban a la víctima del animal. Al asignarle al otro una identidad animal se lo estaba degradando para facilitar su destrucción y consumo simbólico”, p. 66. Sin cursivas en el original.
[24] CRUZ KRONFLY, op. cit. p. 12.
[25] CRUZ KRONFLY, op. cit. p. 126.
[26] Acá, en relación al tema de la animalización de lo humano, sigo algunas ideas de Gabriel Giorgi, expuestas en Formas en común. Animalidad, cultura, biopolítica. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014. Giorgi advierte que en la nueva forma de concebir lo animal en la literatura latinoamericana a partir de la segunda mitad del siglo XX (lo primero que estudia es el paradigmático relato de Guimarães Rosa “Meu Tio, o Iauareté”, escrito hacia 1950), la vida animal se presenta “sin forma precisa, contagiosa, que ya no se deja someter a las prescripciones de la metáfora y, en general, del lenguaje figurativo, sino que empieza a funcionar en un continuum orgánico, afectivo, material y político con lo humano”, ibid, p. 12. A propósito de Guimarães Rosa, es significativo que Fernando Cruz Kronfly en su ensayo “Guimarães Rosa o la reflexión de vivir”, fechado el mismo año en que se publicó La obra del sueño, preste especial atención a la forma en que los caballos aparecen en la obra del escritor brasilero. Allí apunta Cruz Kronfly que los caballos “figuran como misterioso símbolo de la humanidad” que lo lleva a pensar en el misterio propio de la literatura, “en aquello que hacía posible, en ella, la eliminación de toda distancia histórica, geográfica”. Más adelante agrega que los caballos en Guimarães Rosa toman cuerpo hasta convertirse en obligados puntos de referencia de su sistema narrativo: “Unidad contradictoria entre pensamiento que organiza, que elabora sus esquemas lógicos, y vida que desorganiza, que busca lo suyo de su deseo y que obliga a la reflexión de nuevo, a la iluminación por medio de un lenguaje antes nunca dicho, lo poético mismo”. Fernando CRUZ KRONFLY, “Guimarães Rosa o la reflexión de vivir”, Amapolas al vapor, Santiago de Cali, Universidad del Valle, 1996, p. 13.
[27] En relación a la cuestión animal en la literatura latinoamericana contemporánea véase de Florencia Garramuño su capítulo “Región compartida: pliegues de lo animal-humano”, donde lee textos contemporáneos que “acercan lo humano a lo animal hasta el grado más alto de intimidad posible, y por momentos colocan a animales y humanos en un mismo nivel de protagonismo, haciendo de la distinción entre ellos, una suerte de pliegue en mutación constante, donde una lógica de lo múltiple escapa tanto de la semejanza como de la analogía para situarse en la descripción de una región común y compartida entre lo animal y lo humano”. Florencia GARRAMUÑO, Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2015, p. 119. Cursivas en el original. Sobre el concepto de animalidad en América Latina véase también de Jens Andermann su artículo “Tesis sobre la metamorfosis”, Boletin del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, 16, 2011.
[28] CRUZ KRONFLY, La obra del sueño, p. 161.
[29] GIORGI, op. cit. p. 13.
[30] CRUZ KRONFLY, op. cit. p. 202.
[31] Ibid.
[32] GIORGI, op. cit. p. 133.
Resumen
Este artículo surge como comentario al texto de Fernando Cruz Kronfly “Mi poética: modo en el lenguaje y resistencia”. A partir de él se indaga la primera novela publicada por el escritor colombiano, La obra del sueño de 1984, como cifra de una poética que explora los límites de la escritura a partir del desencanto. La hipótesis principal es que en la novela de Cruz Kronfly se produce una configuración desencantada de la forma como respuesta a la tradición realista en la literatura colombiana. Mediante una serie de procedimientos disruptores la escritura de Cruz Kronfly narra el descentramiento y la dislocación de las subjetividades y su relación con los cuerpos. De ahí que la narrativa de Cruz Kronfly se identifique, desde sus inicios, como una radicalidad imaginativa que manifiesta una fuerte desconfianza hacia la forma.
Abstract
This paper is a comment to the text by Fernando Cruz Kronfly “Mi poética: modo en el lenguaje y resistencia”. Starting from it is investigated the first novel published by the Colombian writer, La obra del sueño (1984), as example of a poetics that explores the limits of writing based on disenchantment. The main hypothesis is that in Cruz Kronfly's novel there is a disenchanted configuration of form as a response to the realistic tradition in Colombian literature. Through a series of disruptive procedures, Cruz Kronfly's writing narrates the decentration and dislocation of subjectivities and their relationship with bodies. For this reason Cruz Kronfly's narrative is identified, from its beginnings, as an imaginative radicalism that manifests a strong distrust towards form.
Simón HENAO
IdIHCS-CONICET-UNLP
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