Wittgenstein cierra así el Tractatus: “De lo que no se puede hablar hay que callar”. Quizás valga esto para la filosofía del lenguaje. Sólo quizás. Pero, la escritura literaria se plantea en las antípodas de esta afirmación, así: de aquello de lo que no se puede hablar, el deber del poeta es darle voz a lo indecible. Apalabrarlo, aunque para hacerlo tenga que aullar.
Con ocasión del genocidio nazi, de ninguna manera ofrenda u holocausto, Adorno dijo algo análogo: después de Auschwitz ya nunca más será posible escribir poesía. No ha sido cierto, no podía serlo. Por el contrario, sólo la escritura literaria ha estado en condiciones de dar cuenta del horror. El arte en general y la escritura literaria, en particular, suelen encargarse de la miseria y de la grandeza humana por igual.
Aquí el asunto vuelve a ser el reto que a toda escritura literaria plantea “lo inefable”, ese mundo indefinible que se supone está en alguna parte, que parece colocarse por fuera de la órbita del lenguaje pero que éste intenta bordear porque a pesar de existir no se puede decir. Tema de Hofmannsthal y de otros creadores literarios que en los comienzos del siglo XX se declararon en estado de impotencia ante el complejo, caótico e inasible fluir de la vida humana. Caos, azar y fluir del mundo que convierten al sujeto humano en constante evanescencia y lo llevan a sumergirse en la casualidad del mundo convertido él mismo en casualidad. Así, el ser humano no es sino que va siendo. Y este ir siendo del hombre no se puede decir a cabalidad.
Abordar, atrapar e intentar dar voz a esta evanescencia humana que se torna inasible, en principio y para comenzar es el reto del poeta y de toda escritura literaria. Lo es ahora y lo fue siempre. En el corazón de esta complejidad hace nido la condición humana y su ir siendo ocurre en contextos cargados de azar, casualidad y absurdidad. Sólo una muy reducida porción del fluir de la vida humana es predecible y ocurre atrapada en principios racionales.
Pero hay algo más allá, diferente de la simple casualidad, del azar y de la absurdidad como factores que signan el fluir incesante del mundo humano y que lo tornan inefable; hay algo mucho más fuerte y más profundo que explica la existencia de aquello que no tiene lugar ni cabida en el lenguaje y que jamás se dejará formalizar lingüísticamente. Sólo se dejará poetizar. Se trata de algo invisible a la conciencia, que coloca la inefabilidad de buena parte del mundo humano en un terreno absolutamente diferente de la impotencia, incapacidad y limitación del lenguaje para decir la vida humana. Lo que ocurre es algo aún más enigmático y profundo. Veamos:
En aquel célebre y fundamental seminario ofrecido por Heidegger en la Universidad de Friburgo entre los años 1929-1930, cuyo tema central fue el del “aburrimiento profundo”, el filósofo alemán fijó y desarrolló las siguientes tres tesis: la piedra es sin mundo; el animal es pobre de mundo; el hombre es configurador de mundo.
Teniendo como fundamento estas tres tesis y a partir de los conocimientos biológicos y etológicos de Von Jacob Uexküll que asume y hace suyos, Heidegger intenta precisar desde la filosofía ontológica la especificidad humana. Para concluir que, mientras el animal se encuentra acotado en su conducta por el anillo instintivo respecto de su medio ambiente, que lo circunscribe, el hombre por el contrario se encuentra desacotado, suelto, ya no es prisionero de lo instintivo y, por lo tanto, se halla por completo en estado de abierto al mundo.
Esta mirada acerca de la especificidad humana fundada en lo “abierto” de su condición a la totalidad del mundo, por fuera de todo acotamiento instintivo y a la deriva ante la naturaleza, fue planteada antes de Heidegger por Max Scheler en su obra El puesto del hombre en el cosmos. Pensador a quien, en su seminario acerca del “aburrimiento profundo”, Heidegger menciona de paso y da un pálido crédito.
Pues bien: el hecho de haber quedado el ser humano por la evolución en estado de abierto al mundo (Scheler), debido a la ruptura del anillo instintivo (Agamben), lanza al ser humano al vacío de “lo ente” en su conjunto (Heidegger) y lo convierte en configurador de mundo. Existe pues una conexión evidente entre Scheller, Heidegger y Agamben alrededor del concepto de “lo abierto” al mundo, en cuanto rasgo que permite construir la especificidad humana respecto del mundo animal, pero nunca en el sentido de hacer del hombre una excepción en el reino de la naturaleza viva capaz de colocarlo por fuera de ella, sino por el contrario para hundirlo en la naturaleza en cuanto animal que hace parte del mundo animal, orientando sin embargo el esfuerzo teórico a encontrar qué hace del ser humano un animal diferente. En desarrollo de este punto de vista, Giorgio Agamben, en su obra Lo abierto. El animal y el hombre, arriesga esta desconcertante definición:
El hombre es el animal que ya no es.
¿En qué sentido el ser humano ya no es el animal que, sin embargo, jamás puede dejar de ser? ¿Qué misterio hay en este ser y no ser al mismo tiempo un animal? ¿Cómo resolver y enfrentar en la vida humana este ser y este no ser al mismo tiempo el animal que a todas luces somos? ¿Qué hacer con este no animal que, no obstante, en cuanto animal es el encargado de llevarnos por el camino a la muerte? ¿En qué consiste este abismo que desgarra el mundo humano, en cuanto lo separa de la naturaleza pero al mismo tiempo lo hunde en ella? ¿Qué relación guarda este desgarramiento derivado de este ser y no ser, con la escritura literaria, con la cultura en general y con ese otro mundo no natural en el que el ser humano vino a refugiarse como un animal enfermo y desnaturalizado que se fugó de la naturaleza sin poder jamás quitársela de encima? ¿Cuáles son el alcance y las implicaciones de este desgarramiento sin solución? O, dicho de otra manera: ¿Es precisamente este desgarramiento sin solución lo específicamente humano?
Estos interrogantes, que anuncian por el revés afirmaciones implícitas, son mis presupuestos a propósito de lo inefable y de mi postura estética. Veamos:
El lenguaje es un producto humano que se tomó al hombre, que lo hizo su presa, que lo sujetó al sentido y a sus reglas. Pero, en virtud de lo anterior, el lenguaje rescató al hombre del abismo que significó su apertura a la totalidad del mundo, lo recogió de la locura de la desaparición en él de los límites instintivos, lo abrigó, lo anilló y lo acotó de nuevo, le dio una nueva morada diferente de la naturaleza, lo salvó de su haber quedado a la deriva, para dejarlo así instalado en un nuevo anillo de seguridad esta vez no natural. El lenguaje salvó al hombre de la locura que derivó de la desaparición de los anillos y límites naturales instintivos que acotaban el comer, la sexualidad reproductiva y la violencia de subsistencia. Al aflojarse hasta desaparecer estos límites naturales instintivos, la sexualidad dejó de ser puramente reproductiva para instalarse en la finalidad casi exclusiva de goce, y la violencia de subsistencia animal pasó a ser una violencia desbordada. Quedó así el ser humano abierto al mundo, al margen de todo límite natural, a la deriva de la naturaleza y carente de nuevos límites para no enloquecer más de lo que ya está. Estos límites ya no podían ser naturales sino morales, es decir, producto de una invención del hombre capaz de apoderarse de él, de hacerlo suyo y anillarlo de nuevo.
El lenguaje fue la gran invención básica, sustento del pensamiento y la cultura normativa moral. Sujetó a los seres humanos a los significantes, a los significados de los mismos y a la invención del sentido del mundo. Los atrapó, los sujetó, los hizo suyos y, al hacerlo, los instaló por siempre en un mundo inventado, los puso por fuera de la naturaleza pero sin poderlos sacar de ese humus originario. Sólo los instaló en una nueva morada, pero no los arrancó de su origen ni de su materia animal. Los dejó con los pies en dos mundos, los fragmentó, los desgarró. Los dejó convertidos en los animales que ya no son.
Al refugiarse el ser humano en el lenguaje, pierde por siempre su relación natural con las cosas reales, se separa para siempre de la realidad directa y se instala en la “intermediación” de lo simbólico. De esta manera, si bien el lenguaje rescata al hombre de la locura que significa salirse del instinto y lo inscribe en un orden no natural, de otro lado lo instala en la pérdida del vínculo natural con el mundo y en la ansiedad que deriva del hecho de que los signos del lenguaje no tocan siquiera lo real, sino que brincan y saltan de signo en signo en la temporalidad diacrónica del lenguaje.
De esta manera, en cuanto para poder operar el lenguaje se cierra sobre sí mismo a través de los significantes y sus correspondientes significados, convenciones y reglas culturales de uso, termina dejando por fuera un mundo natural siempre ahí, al que el ser humano pertenece, del que se alejó y del que huye por vergüenza, pero que pasa a ser una región del mundo siempre ahí no lingüísticamente configurada. Una inmensidad queda por fuera de la morada-anillo del lenguaje, que si bien rescata y pone a salvo al ser humano de la deriva absoluta, no obstante lo hunde en la pérdida de la relación natural con la materia de su origen. ¿Esto ocurre debido a la incapacidad del lenguaje, a sus límites o a su insuficiencia?
No.
Sugiero que la acusación de impotencia del lenguaje, que conduce a lo inefable, se entienda de otra manera. El lenguaje es en sí mismo un acotamiento, un encerramiento simbólico del mundo humano, un hospicio donde el sapiens vino a refugiarse de los estragos de la apertura al mundo, una casa cuyas puertas y alambradas él mismo cierra para quedarse adentro, motivo por el cual, en principio, el lenguaje no está en condiciones ni fue construido para incluirlo todo en sus significantes y significados, que está llamado a consolidar y fijar a través de las convenciones de la cultura. El lenguaje, en consecuencia, está destinado a cerrar el mundo humano para que obre como refugio seguro de significación y sentido. Así, si bien el lenguaje crea un hospicio simbólico, al mismo tiempo deja pendiente, clamando como deuda, como pérdida y como una herida jamás cicatrizada el mundo material y natural en el que el ser humano vivía antes de su huida de la naturaleza pero que a toda hora lo llama y le silba desde donde esté. ¿Qué ocurre entonces con esa pérdida? Ocurre que lo perdido, lo dejado atrás lanza clamores desde el fondo de la naturaleza, pero el ser humano ya no tiene palabras para dar cuenta de esos clamores. Los escucha solamente.
No todos los seres humanos están dispuestos a escuchar estos clamores de la materia, porque aterrorizan. Si el ser humano huyó de la naturaleza sin poder quitársela de encima, lo de esperarse es que cierre sus ojos y sus oídos ante sus clamores. Los mitos y las religiones cumplen muy bien esta tarea: la de imaginar al ser humano como un ser excepcional, creado desde afuera del mundo, a imagen y semejanza de un ser del otro mundo.
Pero, pero…
Los escritores y los pensadores “profundos” siempre estuvieron dispuestos a situarse en la herida que produjo esta huida del ser humano de la naturaleza, así como en la consecuencial pérdida del mundo consanguíneo de donde vinimos. Y, puesto que no existen signos ni códigos lingüísticos convencionales para dar cuenta de los clamores y silbidos que al hombre lanza la naturaleza que pocos quieren escuchar, todo esto queda pendiente de ser traído a la palabra mediante la fuerza estética de la escritura literaria.
Dice George Steiner, en una de sus diez razones posibles para la tristeza del pensamiento:
…Sentimiento, intuición, iluminación intelectual o psicológica se apiñan en el borde interior del lenguaje, pero no pueden “penetrar” para culminar la expresión (aunque el gran escritor, en cierto modo, trabaja más cerca de ese borde y de las pulsaciones de lo prelingüístico que otras mentes menos privilegiadas1.
Esta frase de Steiner, ubicada en el contexto que precede, según el cual el ser humano es un animal abierto al mundo, un típico no animal por virtud del lenguaje aunque sin poder dejar de serlo, un fugitivo de la naturaleza que sin embargo no puede dejar de escuchar sus clamores y sus silbos, se torna luminosa al afirmar que ese mundo humano que quedó por fuera del lenguaje se apiña en el borde interior suyo. Y que sólo el gran escritor trabaja más cerca de ese borde, que otras mentes menos privilegiadas.
Sin embargo, debe quedar claro que el “borde interior” del lenguaje que no puede ser “penetrado”, no es su defecto sino su condición. Sin ese borde interior el lenguaje no operaría como hospicio cerrado de seguridad que funda lo humano, a cambio de la pérdida de la relación natural y animal con el mundo del que el animal humano hacía parte y que quedó por fuera de ese “borde interior”, aunque lanzando hacia el hombre sus clamores y sus silbos. Dicho “borde” del lenguaje hace parte entonces de la especificidad humana, que no es más que un abismo animal del que se huye como de la madre antropofágica que amenaza con devorarnos, con arrastramos con todo el poder de su sangre que nos trajimos de ella, la que abandonamos para poder ser lo que somos, sin al mismo tiempo dejar de ser la carne que nos hizo.
Por otra parte, dudo al suscribir la expresión de Steiner cuando afirma que el “gran escritor” trabaja más cerca de ese borde de lo prelingüístico que otras mentes menos “privilegiadas”. En su lugar, yo diría: quienes trabajan más cerca de ese borde son las mentes atormentadas, aquellas que tienen el valor de escuchar los clamores y los silbos de la naturaleza animal de donde vinimos, los chiflidos de la cosa que somos. No es un privilegio, ciertamente, trabajar en ese borde interior del lenguaje, sino un tormento. Asumo que el pensamiento romántico y la literatura que de él derivó, fueron el modo como, en la modernidad, se estuvo al borde de ese abismo de la naturaleza. Los románticos tuvieron el valor de asomarse y casi irse de bruces en ese abismo. Ese abismo es la madre de lo inefable, jamás la impotencia del lenguaje.
El reto del poeta, del escritor y del pensador es, entonces, atravesar el “borde interior” del lenguaje y crear ese otro mundo no configurado todavía por el lenguaje, pero que lanza sus clamores desde la naturaleza animal que dejamos atrás. De este no-mundo lingüístico todavía ha de ocuparse la escritura literaria, para volverlo a la brava mundo del lenguaje, así tenga que hacerlo echando mano de los signos del hospicio lingüístico en el que nos refugiamos en nuestra huida de la naturaleza hacia lo simbólico. ¿Cómo? Mediante el modo y la fuerza estética del lenguaje creativo, cuando es realmente creativo.
El modo del lenguaje y su fuerza estética en términos creativos es en consecuencia el corazón mismo de aquello que se denomina escritura literaria. Ésta no es nunca, no puede ser jamás una escritura cualquiera. Lo que hace literaria una escritura es el modo del lenguaje en su producir significado y mundo inesperados. Lo demás son los temas, interesantes o no, las técnicas, el uso de los tiempos, la estructura, en fin, los personajes. Sin embargo, cualquier escritura basura puede reunir, alcanzar con relativa facilidad estos segundos requisitos.
El reto de la escritura literaria es con-mover las fronteras del mundo lingüístico ya configurado en la cultura, tanto en términos de los significantes que deben reunirse como si lo hicieran por primera vez, según Paz, para producir la ruptura y el crujir de los significados y los códigos y reglas de significación convencionales. Sólo de esta manera entran al lenguaje ya constituido los clamores y los silbos que nos lanza el mundo material y natural del que vinimos.
“Lo inefable” no proviene entonces de la impotencia del lenguaje, de su insuficiencia delante del complejo fluir de la vida. Proviene de su misma condición cerrada-acotada pero susceptible de ser abierta ante el mundo a través del arte literario y del trabajo de los pensadores. Acotamiento que le es inherente al lenguaje ya configurado, pero que deviene vulnerable ante la pasión y la fuerza creadoras.
La cultura y sus códigos, ya se sabe y se reitera, cierran el anillo de la significación convencional de los significantes. Este cerrarse sobre sí mismo del lenguaje resulta psíquica y antropológicamente necesario, en cuanto da tranquilidad y certeza al hablante y pueda así operar para la especie humana como hospicio que la recoge y la asila, a fin de que su estado de abierto al mundo no la enloquezca sino que por el contrario la inscriba en el sentido del mundo.
La escritura literaria fuerte, estéticamente comprometida, está llamada entonces a romper este anillo de seguridad, este borde, para introducir al lector en la zozobra de los clamores y chiflidos que le vienen del abismo antropológico. Los significantes entran en crisis ante la escritura literaria y se conmueven, en cuanto el creador atina a reunirlos como si lo hiciesen por la primera vez. Los significados van detrás de esta conmoción. Y, todo esto, gracias al modo del lenguaje cuando es creador. En términos de Harold Bloom, si se quiere, tal como lo plantea en El canon occidental, la fuerza estética deriva entonces y se detecta según el poder cognitivo, metafórico, simbólico y de recursos del lenguaje literario.
En síntesis, es hacia adentro de las coordenadas del lenguaje en cuanto código normativo, que ocurre el refugiarse del hombre una vez queda roto el anillo natural de su animalidad pre-humana. Este es el hospicio fundamental del sapiens fugitivo. Pero no porque intencionalmente quisiese irse de la naturaleza animal a la que pertenecía, sino porque lo simbólico del lenguaje lo expulsó y lo tiró a la playa donde ya nunca pudo volver a ser el mismo y se fue. Se fue a comer cocinado, a tener sexo por fuera de la función instintiva reproductiva, a matar no sólo para comer, como los animales, sino para celebrar la muerte, para ritualizarla y adorar a los dioses. Y dejar así en suspenso, apenas en suspenso y sólo en suspenso el animal que somos y que jamás podemos dejar de ser.
De esta manera los seres humanos vivimos la cesura del ser y no ser. Tal como dice Giorgio Agamben y lo reitero: el hombre es el animal que ya no es. Y es en el vivir y experimentar esta cesura trágica donde anida y se hace posible y necesaria la fuerza estética que enfrenta lo inefable del abismo madre y del fluir azaroso de la vida humana que no es sino que va siendo. Esta fuerza estética no es habitual en el escritor convencional, sólo gramaticalmente correcto. Es la que atrapa, no exactamente al escritor privilegiado, sino al atormentado y a la vez privilegiado escritor capaz de escuchar con valor los clamores y olfatear los olores que arrastra consigo el animal que somos, y todo lo que de esta fragmentación y cesura se deriva. Porque no es la animalidad misma la responsable de todo esto, sino la fragmentación y la cesura consistente en ser el animal que ya no somos y que no podemos, sin embargo, dejar de ser. Es ahí, precisamente, por esa herida y ese roto por donde suben hasta nosotros los clamores del mundo material y natural que nos produjo y que, sin embargo, negamos aterrorizados porque es él el que nos arrastra del pelo hacia el dolor, la enfermedad, la ancianidad y la muerte.
Un niño que nace no es todavía “por sí mismo” un niño humano. Lo es, sólo en términos biológicos. Hablo de la cría de la especie humana. Las normas de comportamiento moral y el lenguaje humanizan la cría humana, pero en razón de esta humanización, simultáneamente lo obligan a dejar en cuestión y en suspenso su estado de naturaleza. Las normas límite, que instauraron la negatividad al deseo y las pulsiones, normas que fundaron la humanidad, fueron las instituciones tabúes y totémicas reguladoras iniciales de la sexualidad y el parentesco. Queda así la cría humana convertida, sin regreso, en cesura trágica irresoluble. Esta cesura y herida no tienen solución. No son un defecto humano, sino la humanidad misma. Sin este doble pie entre la cultura y la naturaleza no habría humanidad. El lenguaje y la cultura normativa dejan apenas en suspenso o reprimida y sublimada la animalidad que somos, no la resuelven. Somos y no somos. Somos el animal que ya nunca más podremos volver a ser y, sin embargo, que nunca podemos dejar de ser. Tanto así, que es el animal que somos el encargado de llevarnos a la muerte.
Es esta suspensión, represión y sublimación de lo animal la que define en el hombre su especificidad. Este ser y no ser es nuestra condición. Y es aquí, en esta nueva morada del lenguaje y lo normativo cultural como refugio, donde debemos volvernos “formadores de mundo” según Heidegger. De nuestro mundo humano, claro.
Este nuevo mundo configurado ya no es natural. Es la cultura, nuestra segunda naturaleza según Levy-Strauss. Y, dentro de la cultura, brota el lujo inquietante del lenguaje literario como especificidad. Lujo en el sentido de su carácter excepcional. Lenguaje desgarrado, propio de los escritores comprometidos con los clamores, los silbos y los olores que suben de la naturaleza. Comprometidos también con el abordaje del complejo fluir de la vida humana, que no es sino que va siendo en el cauce mismo del azar y la casualidad. Todo lo cual el ser humano del común tiende a rechazar, pero que le resulta tan atrayente, como es atrayente toda madre y toda casa ancestral para el hijo pródigo que desde lejos mira la casa del origen a la que, sin embargo, tiene terror de volver.
Así, reitero, el lenguaje en cuanto acotamiento normativo a través de los significantes y significaciones establecidos en los códigos convencionales de significación, obra entonces como cura fundamental de la zozobra que produce en el ser humano su absoluto estado de abierto al mundo. Es el lenguaje un cerrarse-encerrarse del hombre que se abraza a él y a los significantes y significados definidos-configurados por los acuerdos sociales de la significación. A través del lenguaje convencional los seres humanos navegan vendados en uso de la tranquilidad que él otorga. El lenguaje es costura que cicatriza la cesura de lo abierto y permite la configuración de mundo mediante el sentido. Y es en este nuevo refugio no natural donde lo humano se viene a vivir una vez rompe el anillo natural, se suelta de la naturaleza instintiva y salta afuera de los límites que acotaban su relación con el mundo natural de los alimentos, la reproducción y la violencia animal restringida a lo necesario.
Ninguna de las tres pulsiones humanas se encuentra ya anillada a la naturaleza pura. Boris Cyrulnik, en su obra Del gesto a la palabra, dice que somos 100% animalidad biológica y 100% cultura adquirida. Esta desconcertante afirmación porcentual significa que toda nuestra animalidad ha quedado subsumida-atrapada en la cultura. No hay en nosotros nada que no sea natural, pero tampoco hay nada natural que no esté atrapado en la cultura normativa. Comemos por la misma necesidad de los animales, pero lo hacemos humanamente. Cocinamos, lavamos los alimentos y los ingerimos introduciendo como mediadores los platos, los cubiertos y los manteles que humanizan la mesa. Tanto la humanizan, que queda convertida en el escenario de un ritual que es capaz de suspender al animal que se oculta en el educado animal que así come, que lo disfraza y no lo deja ver, a pesar de su obvia presencia ante los manteles de seda cada vez que mastica y traga. La sexualidad humanizada ya no tiene como finalidad siquiera lejana la reproducción de la especie sino el goce. De cuando en cuando, a veces por error, termina en reproducción. Cuánto ha costado admitir esta realidad. Y la pulsión agresiva animal se desató en lo humano, se puso al servicio de la afirmación del Yo tanto individual como colectivo y ha quedado convertida en pulsión de muerte y destructividad, acompañada de trompetas y banderas, discursos justificadores de todo y sangre al detal. De esto jamás podría acusarse a las fieras depredadoras más violentas.
Es deber de la poética, entonces, violentar el caparazón del lenguaje convencional que obra como refugio tranquilo. Lo inefable no deriva, así, de la impotencia o incapacidad del lenguaje, sino de su haberse convertido él en morada cerrada-acotada pero susceptible de ser abierta, violentada y transgredida por el poeta creador.
Al cerrarse sobre sí, el mundo configurado por el lenguaje en forma de ideologías e imaginarios, deja por fuera de su configuración aquel mundo de los clamores y cantos de la materia y de la naturaleza del que vinimos, susceptible de ser apalabrado en lo posible porque jamás se deja atrapar del todo, en cuanto pertenece a ese otro mundo aún no humano del que vinimos. Porque antes de ser humanos, éramos materia animal. Es hacia este mundo de los clamores y los silbos que emite nuestra animalidad natural, que la escritura literaria debe orientarse. Para hacer el esfuerzo de traerlo al lenguaje, en lucha bravía y abrirle campo allí e insertarlo en él por medio de metáforas, símbolos y recursos lingüísticos y cognitivos, aunque siempre fracase en el intento, porque este mundo de los clamores y los silbos que emite la naturaleza animal que somos no es susceptible de lenguaje. Pero está ahí, sabemos que está ahí, que parte sustancial de lo humano está hecha de esa materia que clama y silba desde lo indecible y que será la tierra nutricia de toda poética fuerte. No es otra la misión de la poética de la creación.
Este cerrarse sobre sí mismo del lenguaje no es, entonces, su señal de impotencia, sino su condición esencial. El poeta debe ir, mediante el lenguaje conmovido y sacado de sus bases, en busca de ese aún-no-mundo, de ese mundo todavía no configurado que el lenguaje en uso dejó por fuera de él.
La escritura literaria es, precisamente, aquella que asume como su deber no callar, allí donde Wittgenstein sugiere callar. La escritura literaria es un combate que se propone investir de palabra el horror, lo sublime, lo invisible, lo que está “allá abajo” en la materia madre o lo imaginario como posibilidades humanas creativas. Y, todo, mediante el modo del lenguaje literario y de su potencia estética, que definen su especificidad.
Mi vida de escritor ha consistido en aullar en los umbrales donde empieza lo inefable, entendido como aquel mundo que se quedó por fuera de las posibilidades del lenguaje configurado, aunque susceptible de ser traído a lo literario mediante el modo del lenguaje que lo bordea, que lo lame y lo intenta traer a la palabra, crea, así siempre fracase. Pero queda el inmenso aroma del intento, la importancia crucial de mostrar el abismo ante la cara de los humanos, así el lenguaje literario no demuestre nada sino que señala y muestra, porque el abismo desde donde suben los clamores y los chiflidos de la naturaleza es indemostrable.
Paso las horas reuniendo las palabras y los significantes como si lo hicieran por primera vez, al decir de Paz, haciéndolos chillar. A esto denomino mi poética, porque es desde allí que pienso, trabajo y escribo, en el “borde interior” del lenguaje según George Steiner. Se trata de ir hasta la madriguera de lo aún no lenguaje que aúlla desde el mundo que dejamos atrás pero que arrastramos día a día. Es esto, pienso, lo que diferencia la escritura literaria fuerte de la simple escritura “correcta” de algunos escritores, sólo gramatical y políticamente correctas en su miseria poética. Tanto más, de la escritura atrapada en el marketing, que hace que se expenda como escritura literaria la basura de medianía al gusto del consumidor iletrado. Mi poética es, por tanto, también, acto de resistencia contra esta miseria de la literatura que se niega a sí misma para pasar a ser, desde su nacimiento, basura de reciclaje.
Vientoazul, Colombia, enero de 2018.
[1] STEINER, Georges (trad. María CONDOR), Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, Madrid, Siruela, 6ta ed., 2020, p. 52.
Fernando CRUZ KRONFLY
Doctor Honoris Causa en Literatura
Universidad del Valle