En su clásico libro de conferencias El sentido de un final, Frank Kermode advierte que es necesario distinguir el mito de la ficción:
Las ficciones pueden degenerar en mitos allí donde no se sostiene conscientemente su carácter ficticio. En este sentido, el anti-semitismo es una ficción degenerada, un mito, mientras que el Rey Lear es una ficción. El mito opera dentro de los diagramas del ritual, que presupone explicaciones totales y adecuadas de las cosas tal como son y como eran. Se trata de una secuencia de gestos radicalmente inmutables. Las ficciones sirven para indagar en las cosas y las ficciones cambian a medida que cambian las necesidades del sentido [sense-making]. Los mitos son los agentes de la estabilidad, las ficciones son los agentes del cambio. Los mitos exigen un asentimiento absoluto, las ficciones solo una adhesión condicional1.
Estas palabras son, a simple vista, una disquisición técnica, pero, como se insinúa en la mención del anti-semitismo, las lecciones de Kermode están atravesadas por una urgencia que no podemos sino llamar política, la urgencia civil de un ciudadano todavía marcado por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. En la conferencia Kermode alude sutilmente al texto de Arendt sobre el juicio contra Eichmann en Jerusalén, que había tenido lugar apenas un par de años atrás, de modo que la ejemplaridad del nazismo como dispositivo mítico no aparece allí con fines netamente pedagógicos para explicar su teoría literaria. Kermode está demasiado alerta a las sedimentaciones históricas y trata de poner esa conciencia al servicio de unas intuiciones más ligadas a la coyuntura del presente, como si supiera que el nazismo, en tanto mito, en tanto estructura mental y antropológica, ha logrado sobrevivir y adaptarse a las nuevas realidades del discurso, a ese sense-making de la Guerra Fría.
Lo que Vaihinger llama ‘reunión con la realidad’ y que yo llamo ‘hacer sentido’ o ‘hacer sentido en términos humanos’ es algo que la literatura solo consigue mientras no olvidemos el estatus de las ficciones. Las ficciones no son mitos y tampoco son hipótesis. Ni reorganizamos el mundo para que se acomode a ellas, ni las sometemos a una demostración experimental, por ejemplo, en las cámaras de gas2.
Para Kermode la distinción entre mito y ficción significa entonces delimitar un territorio donde sea posible “hacer sentido”, indagar en lo posible y crear una “satisfacción”, una impresión de suficiencia tanto intelectual como sensible, algo que se opondría a la cerrazón circular del tiempo mítico, con sus liturgias mecánicas. Y por supuesto, esa dicotomía puede extenderse metonímicamente a la oposición entre el proyecto humanista de la civilización y el proyecto criminal del totalitarismo.
En principio, uno se ve tentado a seguir a Kermode en esa delimitación, pero un examen más minucioso de los dos extremos opuestos, mito y ficción, nos empuja a reconsiderar el impulso de asentir sin más. Porque, si una ficción puede degenerar en mito, ¿acaso no sucede que los mitos degeneran en ficciones? Y cuando algo así sucede, cuando la ficción entra en escena como agente del cambio, cabe preguntarse también si todo resto del mito, si todo detrito del agente de la estabilidad, queda eliminado en el proceso degenerativo. Resulta difícil imaginar una ficción totalmente libre de impurezas míticas, del mismo modo en que es imposible no percibir los relatos míticos como aparatos ficcionales, como modelos de indagación (recordemos además que los mitos son todo menos estáticos: los mitos cambian en cada repetición, se parafrasean, sufren alteraciones graduales o abruptas).
Todo esto se explica en parte porque Kermode toma prestadas algunas de sus ideas de Hans Vaihinger, un discípulo de Kant que creía que los humanos respondemos con ficciones a nuestra incapacidad innata para conocer las cosas en sí mismas; de ahí que se incline por una caracterización autónoma, ilustrada, típicamente kantiana de la ficción como reducto de una forma civil y secular de entender la función del relato. En esa división del trabajo espiritual, el mito, por tanto, queda del lado de las fuerzas irracionales de lo nouménico, de aquello que no podemos conocer, y la ficción aparece como un instrumento racional de búsqueda del sentido, una tarea ciudadana. Y en ese orden de ideas, la división afecta también a las sociedades mismas, con pueblos míticos condenados a la minoría de edad, por un lado, y países adultos en pleno uso civil y racional de sus ficciones, por otro.
Estoy de acuerdo con Kermode en que la ficción es un agente de cambio donde se explora lo posible, lo contingente, lo que puede ser de otro modo y donde podemos indagar en el sentido de nuestra finitud y nuestra mortalidad. Pero por mucho que nos pese, la indagación solo puede satisfacer la operación de producción de sentido precisamente en relación con el misterio, con aquello que no podemos conocer o ni siquiera pensar. La “satisfacción” que produce una ficción tiene que ver con su nivel de compromiso con la búsqueda de esos límites de lo que se puede o no se puede conocer: el compromiso rebasa las necesidades del sense-making de cada época.
Esta relación con el misterio es un rasgo superviviente de un tiempo en que los relatos tenían una función mágica o propiciatoria. Para merodear por esta idea voy a repetir una historia que cuenta Gershom Scholem en Las grandes tendencias de la mística judía:
Cuando el Baal Shem, el fundador del jasidismo, debía resolver una tarea difícil, iba a un determinado punto en el bosque, encendía un fuego, pronunciaba las oraciones y aquello que quería se realizaba. Cuando, una generación después, el Maguid de Mezritch se encontró frente al mismo problema, se dirigió a ese mismo punto en el bosque y dijo: “No sabemos ya encender el fuego, pero podemos pronunciar las oraciones”, y todo ocurrió según sus deseos. Una generación después, Rabi Moche Leib de Sasov se encontró en la misma situación, fue al bosque y dijo: “No sabemos ya encender el fuego, no sabemos pronunciar las oraciones, pero conocemos el lugar en el bosque, y eso debe ser suficiente”. Y, en efecto, fue suficiente. Pero cuando, transcurrida otra generación, Rabi Israel de Rischin tuvo que enfrentarse a la misma tarea, permaneció en su castillo, sentado en su trono dorado, y dijo: “No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de recitar las oraciones y no conocemos siquiera el lugar en el bosque: pero de todo esto podemos contar la historia.” Y, una vez más, con eso fue suficiente3.
Para Giorgio Agamben esta pequeña fábula contiene, jibarizada, una teoría de las ficciones donde la literatura es “lo que queda del misterio” y un sistema, quizás el único que ha demostrado cierta fiabilidad a lo largo del tiempo humano, para no perder el contacto con eso que irremediablemente olvidamos: el fuego, el lugar sagrado, las palabras mágicas. “Todo relato –toda la literatura– es, en este sentido, memoria de la pérdida del fuego”, dice Agamben4. Y yo añadiría que toda literatura es, por eso mismo, una postulación del misterio fundamental del olvido, pues lo primero que no sabemos es cómo dejamos de recordar algo y cómo aquello que olvidamos sigue presente en nuestros relatos.
Podríamos decir también que las ficciones son mitos profanados, pero tras la profanación el mito permanece en calidad de ruina, esto es, como relato de una pérdida.
Ahora bien, para hacerle algo de justicia a Kermode, hay que asumir que las noticias recientes sobre el avance de las políticas del odio y los triunfos electorales de la extrema derecha en tantos lugares del mundo nos obligan a reconsiderar su intuición de que las mitologías del nazismo no hicieron más que diseminarse bajo el aspecto –muchas veces inseparable de las formas alegres- del sentido común de nuestra época. Ante esta normalización de todas las jergas de la autenticidad, es necesario volver a preguntarse, como lo hiciera Kermode en sus conferencias de 1965, por el estatus de la ficción hoy, a sabiendas de que no podemos salvarla de sus nexos fundamentales con el mito. Digamos entonces que no nos queda más remedio que pensar desde la mutua contaminación entre el mito y la ficción, entre lo religioso y lo civil, entre la pulsión de lo arcaico y el sentido de la profanación, acumulando materiales en busca de una teología política de los relatos.
Creo que el gran aporte de América Latina a esa conversación, a esa búsqueda de lo impuro, de lo contaminado, se encuentra una vez más en la noción de antropofagia. Por supuesto, no es este el lugar para describir en detalle algo que ya no nos remite solo al manifiesto de Oswald de Andrade5, sino que pasó a contagiarse a casi todos los aspectos de las culturas que conforman este inmenso y abigarrado territorio de fronteras difícilmente trazables; porque no es exagerado decir que la antropofagia –entendida en un sentido amplio que cubre el universalismo periférico de Borges, el cambalache de León de Greiff o hasta el punk visionario de Los Saicos- se volvió nuestra manera de estar en el mundo, bien como los refinados bárbaros dispuestos a alimentarse de “todo lo que sea ajeno”, bien como los masticadores irreverentes de las tradiciones más remotas, o incluso como consumidores pasivos de “conciencias enlatadas”.
Es necesario insistir en lo curiosa que resulta la reivindicación de la metáfora de la antropofagia y del sujeto antropófago como bases fundacionales de una tradición, justo cuando la cultura europea estableció el tabú de la ingesta de carne humana como uno de los límites entre la civilización y la barbarie.
Tampoco es casual que muchas descripciones del nazismo abundaran en la imagen del caníbal como un ser irracional que no tiene empacho en comerse al enemigo muerto. Los apuntes de Canetti, las notas de trabajo de Brecht o las novelas de Broch contienen pasajes donde se asocian nazismo y antropofagia.
¿Y si en lugar de repetir el error de trazar límites y marcar dicotomías, pensamos más bien en la antropofagia como una especie de vórtice o de vacío semántico alrededor del cual se producen los significados y las metonimias? ¿Y si afinamos un poco mejor la imagen de lo que significa “comer del muerto”?
Porque, como lo explica de sobra la etnografía clásica, si uno mata a alguien en una batalla y se lo come, esto se hace con fines rituales y no meramente alimenticios. El caníbal desea conservar en sí mismo la fuerza o las virtudes del enemigo, del mismo modo en que la ficción conserva la energía del mito que profana. Lo que el antropófago pone en marcha es eso que los hegelianos llaman una Aufhebung (o sea, una operación simultánea de cancelación y conservación, de supervivencia más allá de la muerte) del cuerpo consumido. Algo que, como ha sido señalado en más de una ocasión, guarda relación con el rito de la eucaristía, donde los cristianos nos comemos el cuerpo y la sangre sacrificiales.
La civilización podría haber comenzado justamente allí, no después de la prohibición de la antropofagia sino antes, en el acto mismo de rendir tributo al enemigo derrotado comiéndonos ritualmente su carne, algo que parece sin duda muy alejado de la fantasía de exterminio total que el nazismo trató de poner en práctica; una fantasía de exterminio que es también la imposición de una técnica de olvido artificial, el reemplazo del ritual por el procedimiento burocrático, y cuyas consecuencias para la dialéctica entre mito y ficción son muy difíciles de precisar. En todo caso, hay un abismo cultural entre querer borrar para siempre, de raíz, todo rastro de una comunidad, de una memoria, y el deseo de comerse a ese pueblo, de incorporarlo en un sentido radical. Ambas prácticas, sin embargo, son inseparables de sus formas respectivas de violencia (Gewalt).
Por otro lado, la metáfora de la antropofagia, en la medida en que superpone el mito y la ficción, ejerce también una violencia sobre el tiempo, que de repente da saltos o se enrosca sobre sí mismo, revelando sus distintos estratos. Comer del muerto es también trastocar los tiempos o, para decirlo con otra distinción de Kermode, el tiempo del antropófago ya no se experimenta como una mera sucesión (chronos) sino como un acontecer (kairos), las duraciones traen consigo la marca de un final, que es la intuición de la forma que organiza el relato y la intuición de la finitud de sus portadores, la marca de nuestra propia muerte en el acto de comernos al muerto: simultaneidad de tiempos en el tiempo narrativo que, como recuerda Kermode citando a San Agustín, se presenta como un sueño donde hay “un presente de las cosas pasadas, un presente de las cosas presentes y un presente de las cosas futuras”6.
Antropofagia es, en ese sentido, sinónimo de anacronismo: comer del muerto para hacer aflorar el síntoma, aquello que estaba reprimido, olvidado, sepultado vivo en un tiempo que parecía inalcanzable, incognoscible. Georges Didi-Huberman ha observado que el anacronismo “aparece como la marca misma de la ficción, que se concede todas las discordancias posibles en el orden temporal”7, algo que sin duda habría suscrito el Pierre Menard de Borges, cuyo método precisamente recurría al “anacronismo deliberado” y las “atribuciones erróneas”.
Y esa técnica, que en unos casos sirve para volver a escribir el Quijote por fuera de las condiciones concretas en las que se produjo, más allá del espíritu de una época, en otras sirve para desentrañar un secreto, un crimen, una intriga que la historia oficial no revela.
Estas intrigas, estas constelaciones de sentido histórico que surgen por efecto de la articulación entre anacronismo y antropofagia, entre mito y ficción, no son fáciles de encontrar en la literatura colombiana de nuestro tiempo. Nuestra literatura actual es, con pocas y notables excepciones (Carolina Sanín, Giuseppe Caputo, Luis Miguel Rivas, por mencionar a algunos de mis contemporáneos), una narrativa que ha sucumbido a la ficción de los usos civiles y seculares, una literatura anclada en la temporalidad impuesta por el periodismo, que es la negación misma del anacronismo. “Si la novela”, advierte Agamben, “deja caer la memoria de su ambigua relación con el misterio, si, cancelando toda huella de la precaria, incierta salvación eleusina, pretende no tener necesidad de la fórmula o, peor aún, dilapida el misterio en un cúmulo de hechos privados, entonces la forma misma de la novela se pierde junto con el recuerdo del fuego”8.
Como ven, no creo que la literatura colombiana sea particularmente interesante o poderosa en estos momentos. No obstante, de unos años para acá, los escritores colombianos empezamos a mirar de cerca lo que sucede en las literaturas vecinas, cómo se producen esas articulaciones, digamos, en las novelas del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa o en las sagas políticas del salvadoreño Horacio Castellanos Moya, quienes, trabajando con unas realidades históricas muy similares a las de Colombia, proponen artefactos narrativos muy sofisticados que nos pueden servir de guía para aproximarnos a nuestras violencias de una manera mucho más provechosa. O cómo la dominicana Rita Indiana desata su máquina de metamorfosis y fabulaciones o cómo el brasileño Joao Gilberto Noll abandona a su personaje sin nombre en un mundo donde el misterio parece haber surgido de la supresión radical de todos los misterios.
Ahí, en las literaturas vecinas, es donde los escritores colombianos hemos ido encontrando las nuevas antropofagias. Y es ahí donde estamos viendo surgir ante nuestros ojos una literatura que, de seguir por ese camino, acabará por ejercer un influjo en nuestras ideas del lenguaje y el tiempo.
[1] Frank KERMODE, The Sense of an Ending: Studies in the Theory of Fiction, Oxford, Oxford University Press, 2000 [1967], p. 39, [Salvo en caso de que se indique lo contrario, las traducciones son del autor del artículo].
[2] Ibid. p. 41.
[3] Gershom SCHOLEM, (trad. Beatriz OBERLÄNDER), Las grandes tendencias de la mística judía, México D. F., Fondo de cultura económica, 1996, p. 283.
[4] Giorgio AGAMBEN, (trad. Ernesto KAVI), El fuego y el relato, México D.F., Sexto Piso, 2016, p. 12.
[5] Oswald DE ANDRADE, «Manifesto Antropófago», Revista de Antropofagia, 1, mayo de 1928, p. 3,
[6] Frank KERMODE, op. cit., p. 50.
[7] Georges DIDI-HUBERMAN (trad. Óscar A. OVIEDO FUNES), Ante el tiempo: historia del arte y anacronismo de las imágenes, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2011, p. 62.
[8] Giorgio AGAMBEN, op. cit., p. 13.
Juan CÁRDENAS
AGAMBEN, Giorgio, (trad. Ernesto KAVI), El fuego y el relato, México D.F., Sexto Piso, 2016.
DE ANDRADE, Oswald, «Manifesto Antropófago», Revista de Antropofagia, 1, mayo de 1928.
DIDI-HUBERMAN, Georges (trad. Óscar A. OVIEDO FUNES), Ante el tiempo: historia del arte y anacronismo de las imágenes, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2011.
KERMODE, Frank, The Sense of an Ending: Studies in the Theory of Fiction, Oxford, Oxford University Press, 2000 (1967).