En ¡Llegaron! (2015), Fernando Vallejo ha escrito un pasaje cuyo contenido se repite, en distintas versiones, en otros muchos lugares de su obra:
[…] en Colombia a uno le piden de todo: ‘¿No nos regala, maestro, los derechos de La Virgen de los sicarios para que el municipio saque una edición de su libro y lo lean los pobres gratis en el Metro?’ “Que lo lean gratis en las conchas de sus madres”. Y que le dijeran de parte mía, de paso, al municipio que no gastara más plata alfabetizando pobres que lo único que quieren estos es vivir borrachos viendo fútbol y pichando. Que los esterilizaran más bien y de paso cerraran los mataderos de suerte que en lugar de animales en adelante los pobres comieran mierda junto con los ricos, que total en eso era en lo que transformaban todo. El homo sapiens es una fábrica de mierda1.
No es un texto crítico, estrictamente: no tiene un objeto preciso su observación, ni en él se desarrolla ningún argumento. Dentro del libro del que forma parte, no se ofrece al lector como un texto que deba tomarse en serio. Tampoco es un texto humorístico. Es una maldición, o la puesta en escena del deseo de maldecir. Contiene y suscita imágenes (la de todo el mundo comiendo mierda), pero no son imágenes descritas con ningún grado de vividez ni detención. Contiene procacidades (“conchas”, “pichando”, “mierda”) que conforman un léxico íntimo.
Se trata de un pasaje –y de una disposición– familiar al lector, por su recurrencia en la obra impresa y oral de Vallejo. Uso la palabra “familiar” con intención. Las maldiciones, los insultos, los exabruptos, las sartas de expresiones sumarias generan una familiaridad, afianzada por la reincidencia, entre el autor y el lector; un léxico y una retórica conocidos, una seguridad y una confianza.
Vallejo es un imprecador constante. Su imprecación se emite a veces en segunda persona, como un vocativo, y a veces en tercera persona; pero el efecto de la imprecación siempre es el de un enunciado en segunda persona, dirigido al lector. El efecto es, en primer lugar, uno de reducción: el calificativo encoge su objeto. Los insultos de Vallejo se dirigen a Dios, a la creación, a la existencia del ser humano, al nacimiento del ser humano, a las leyes del mundo, a la mujer, a la ciudad y al país. Al maldecir, en su creación literaria se erige como un anticreador. Como destructor. Mata imaginariamente a su familia a lo largo de su obra narrativa y, en La Virgen de los sicarios, su personaje provoca con el deseo el asesinato.
El autor del insulto enjuicia, y su sentencia es un “¡No!” que reduce y luego borra el mundo. Pero no solo increpa como juez, sino que también grita como indignado; esto es, como alguien que no puede acceder a la justicia: insulta desde la exclusión, el abandono, el desamparo. E insulta, también, como quien quisiera blasfemar. En su escalada imprecadora e increpante, busca o construye lo sagrado para, más allá de lanzar un grito rabioso, realizar un sacrilegio. En esa medida, el insulto que reduce también magnifica. El autor maldice a Cristo: “¡Claro, como nacimos cristianos! O sea malos. ¡Qué plaga para los indefensos animales ha sido el maldito Cristo, ese engendro de la leyenda forjado para sus fines por la clerigalla cristiana!”2; envilece a la iglesia: “La puta, la gran puta, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala […]”3; arremete contra el Dios del Antiguo Testamento: “¡Qué puta obsesión por la carne la de ese carnívoro de Jehová! ¡Y qué mamadera! ¡Como de marica en dark room de baño turco!” 4; asigna nombres despreciativos: llama a Cristo “Cristoloco el rabioso” y al apóstol Pedro “Pedropiedra el estulto” 5, y a Dios “misiá hijueputa”6 y “el Asqueroso”7. Para demoler, sacraliza. Al demoler, adora.
Podemos concebir el insulto –y la voluntad o el deseo de destrucción que en él se resume– como una dedicación concentrada a la segunda persona; como una atención absorta e invariable al “tú”. El insulto es no solo una manera de considerar –una manera de dedicar pensamientos y palabras a un objeto–, sino también, en su intensidad, una manera de devoción: un saludo amoroso. El insultador borra el mundo (lo resume, lo reduce y lo mata) para consagrarse al objeto insultado, convertido en totalidad. El autor imprecador es amoroso saludador como la muerte, según la figuración que de ella se hace en La Virgen de los sicarios:
Si la muerte me quiere, si está enamorada de mí, que baje aquí. “Enamorada”, dije y efectivamente, en el sentido de las comunas. Como cuando un muchacho de allí dice: “Ese tombo está enamorado de mí”. Un “tombo” es un policía, ¿pero ‘enamorado’? ¿Es que es marica? No, es que lo quiere matar. En eso consiste su enamoramiento: en lo contrario. Cualquier sociólogo chambón de esos que andan por ahí analizando en las ‘consejerías para la paz’ concluiría de esto que al desquiciamiento de una sociedad se sigue el del idioma. ¡Qué va! Es que el idioma es así, de por sí ya es loco8.
En Vallejo la expresión de amor, como en “el sentido de las comunas”, indica e implica la voluntad de destruir. Y la expresión del deseo de destruir es índice del amor. La imprecación con el término procaz o escatológico, que no conlleva ni una descripción ni un argumento, y que se repite de libro en libro (las peroratas contra quienes mueven mucho las manos al hablar, contra la reproducción de los pobres, contra Cristo comedor de peces, contra el papado, contra las mujeres embarazadas y las mujeres en general) es una especie de encantamiento repetitivo; de letanía, o de mantra. El insulto, totalmente enfocado en el otro, entregado al otro, es entonces una intensa oración, un rezo religioso, cuyo efecto y cuyo sentido no están en su significado, sino en su intención, en su intensidad, en su dirección y en su repetición.
En el derribamiento de las imágenes religiosas hay un doble motivo; por una parte, una domesticación radical de la religión; un transporte de la religión a un terreno más íntimo que familiar, en el que puede interpelársela con la más íntima de las lenguas: con la lengua insignificante del insulto reiterado, del apodo denigrante. El insulto a Dios sería, pues, la condición de una verdadera conversación con Dios. La imaginación de un Dios insultado es también la imaginación de un Dios no solamente interiorizado, sino interiorizado con una ternura cruel: “Me imagino a este ictiófago a la orilla del mar de Galilea comiéndose los pececitos que hizo su papá el Padre Eterno, royéndoles las espinas dorsales hasta dejarlas como peines para tumbarse después los piojos”9.
Al tiempo que atiende a una apropiación de lo sagrado, el insulto a lo religioso entraña una alienación con respecto a la religión y una demolición de sus formas, de su ritos, de sus imágenes, de sus historias y de sus construcciones. En esa articulación doble, tendría lugar la experiencia espiritual de interiorización de Dios negado y adorado, y, más allá, de identificación con él. La imprecación blasfema se presenta como un camino espiritual, un camino hacia la experiencia de Dios; no del Dios de la religión, sino del de la mística: del Dios que es la Nada:
Hay que quitarle la mayúscula a ese engendro de clérigos estafadores y ponérsela a la Nada, Nuestra Señora la Nada. Sobre los sólidos cimientos de la Unión Hipostática entre el Vacío y la Nada podremos construir la moral única y verdadera que tanta falta le hace al mundo10.
Para contemplar la Nada, también el sujeto (imprecador, rezongador, rezador) tiene que negarse, afirmarse como nada. El insulto —esa concentración en la segunda persona— se vuelve una borradura de sí. Una negación del ego.
El insulto es la clave de una conversación extremadamente familiar. Insultar es poner nombres, cambiarles el nombre a los otros, bautizarlos (“‘Shhhhhh, culicagados’. Culicagado allá no es un insulto, ¿eh? Es una forma cariñosa para designar a los niños”11, recuerda Vallejo en ¡Llegaron!, y, en otros lugares llama a los niños, indistinta y tiernamente, “los hijueputicas”).
Insultar es nombrar y llamar a la segunda persona. El insulto favorece y pide la aproximación del interlocutor. El insulto constante busca constantemente decir “Tú” y decir “Oye” y decir “Ven” o “Ya he venido” o “Aquí estoy”. El insulto puede tender a un extremo de la proximidad: a la comunión.
A través del insulto a objetos varios en el texto, la segunda persona que se busca y se encuentra es siempre el lector. En la última página de La Virgen de los sicarios, después de que han terminado el discurso y la acción, el autor incluye unos versos a manera de despedida al lector: “Y que te vaya bien, / que te pise un carro /o que te estripe un tren”12. Es allí, en el epílogo imprecador, donde Vallejo da testimonio de haber encontrado a su segunda persona. El lector es el enemigo. El amado es el enemigo. Esta dialéctica del amor y la enemistad se reproduce, por demás, en la trama de La Virgen de los sicarios: en ella, el segundo amado del autor (de la primera persona) es quien por haber matado a su primer amado –a su gran amor–, estaría argumentalmente en el lugar de su enemigo.
El insulto está impulsado –disparado– por la intensa intención de ser considerado –amado, odiado– por el otro. El autor del insulto se entrega al otro, se pone en sus manos y pone en la voluntad del otro todo afecto y afección que podría recibir. La imprecación es un llamado urgente y unívoco de atención, un clamor amoroso y abandonado.
El insulto es, pues, un vocativo. Y el trabajo literario con el insulto es una exploración de las texturas del vocativo. El llamador –el imprecador– no presenta al otro insultándolo (no lo describe, ni tampoco lo critica realmente), sino que, llamándolo y nombrándolo, se presenta a sí mismo para ser tomado, tenido en cuenta, abarcado por la segunda persona.
El discurso de la imprecación se presenta, en primer lugar, como identificación. El autor que expresa el odio solo habla de su odio. El odio, como el amor, solo habla de sí mismo; no afecta el objeto del odio, sino que nombra el estado o la situación del odiante, como personaje igual a sí mismo, definido y rotundo. Pero esta presentación redunda enseguida en una desidentificación, en una disolución. El odiante es en realidad el personaje de la indefinición, al ser el que niega, el que nombra azarosamente, el que dice “no” y desdice. A través del odio expreso (la negación de lo otro) el autor negador se ausenta; se convierte también en lo negado, en nada. La imprecación –el discurso que es insignificante y que parece excluir todo otro discurso– niega, en últimas, a la primera persona. Disuelve al yo –la nada– en la Nada (que es, en el contexto de Vallejo, Dios). La imprecación funciona, pues, como agente de una disolución que es integración; como práctica mística.
Al tiempo que constituye una manera de incluirse en el mundo y en el lector (de asumir un personaje concretísimo y ultra discernible, repetitivo, estable, recordable), la profesión de odio tiene el efecto de que su autor se extraiga del mundo. “Soy el que dice ‘No’”13, dice el narrador en Casablanca la bella. También dice “[…] como el loquito de arriba, el que dijo: ‘Yo soy el que soy’. Yo también. Yo soy el que soy”14. La construcción del personaje que niega, reniega y maldice implica la pérdida del nombre: “De suerte que aunque siga siendo yo, yo ya no tenga nombre. Nada, nada, nada”15. El autor, que bautiza al otro con su enunciación vocativa, entretanto se desbautiza. El yo queda subsumido y borrado en el Tú.
El odiador es, en la obra de Vallejo, quien recuerda y narra. Es, también, quien fundamentalmente olvida. En La Virgen de los sicarios, la primera persona (odiante y amante) se presenta como “el mismo rencor cansado que olvida todos los agravios”16. El odiante amante está en la “noche oscura” del odio de la que el amor procede: “Y de rencor en rencor me fui adentrando en la noche oscura del odio, donde dispersas brillaban una que otra chispita de amor. El amor, pienso yo, solo vale así. El que quiere a todo el mundo no quiere a nadie”17.
La búsqueda de la disolución del yo –o de la integración radical, o de la libertad– a través del insulto tiene un antecedente importante en la literatura colombiana, y, más precisamente, antioqueña: el escritor Fernando González, otro místico blasfemo, que usa la imprecación para apartarse y también para enemistarse consigo mismo en pos de su propio borramiento (y de su incorporación a la totalidad). En Los días azules, Vallejo recuerda a su tocayo. Pasa con su perra Bruja frente a la casa de González, la famosa Otraparte: “Pasando la quebrada Ayurá déjame enseñarte a Otraparte…. Te voy a enseñar de quién es Otraparte: de Fernando González, el filósofo, un iconoclasta, quemador de curas y de santos, como yo”18.
Son varios los pasajes de imprecaciones en la obra de Vallejo que hacen eco de la obra de González. En Casablanca la bella, el narrador reza con sus ratas “las letanías de los presidentes de Colombia”:
Yo les voy diciendo y ustedes van contestando “hijo de puta”. Empezaremos por el primero y por el último, para seguir con el resto:
—Simón Bolívar.
—Hijo de puta.
—Juan Manuel Santos.
—Hijo de puta.
—Alfonso López.
—Hijo de puta19.
En el Libro de los viajes o de las presencias, Fernando González lanza una de sus más famosas retahílas insultantes:
Y como éste es el reino escatológico, como estoy viviendo la caverna o infierno de la mierda, voy a asustar a los ‘señoritos’ y ‘señoritas’, a los ‘puros, puros, puros’. Quiero libertarme. ¡La cara que pondrán las ‘señoras’ que vienen de visita y que ponen las piernas así, la una apretada contra la otra! Oigan, pues: mierda. Coman mierda. Me cago en la leche, me cago en la mar salada. ¡Me cago en tu padre!... ¡Y no más, por Dios, querido expresidente Ospina Pérez, el hijo lindo de don Tulio, tan culto, tan decente, tan comulgador con fotógrafo! ¡Hijos de puta, malparidos! ¡Y adiós! ¡Ya está! Ya satisfice esta necesidad de no ser el pingofrío que me estaba volviendo con esos ‘valores morales’20.
Y mientras en la primera página de La puta de Babilonia se lee: “La puta, la gran puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la loca, la mala […]”, en El hermafrodita dormido dice Fernando González:
¡Yo vi canonizar! ¡Qué puta, puta que es Roma! Yo vi entrar al papa en San Pedro, sentado en la silla gestatoria, echando bendiciones, mientras el pueblo enloquecido gritaba: E viva il papa! Parecía el emperador que entraba en el Circo. Mi vecina, una mujer, mugía... Se excusó diciendo que así era como aplaudían en Alemania, su patria. No creas que mi religiosidad haya sufrido. Soy y moriré cristiano. No confundo las apariencias con el espíritu religioso; no aprecio a los santos por su canonización. Tampoco nunca se inclinará tanto mi alma como ante mi señora la Virgen, que me consuela en todas las tribulaciones. Solamente he querido decirte que en Europa existe hoy apenas el cadáver de la religión, y que trafican con él” 21.
En La Virgen de los sicarios, Fernando Vallejo se enamora de su enemigo natural; de quien ha asesinado a su amado. En ese acto, describe el círculo único y totalizante del amor. En Pensamientos de un viejo, cuenta Fernando González:
En mi carrera topé a un enemigo, y le hablé cariñosamente. Toda gran pasión mata las pasioncillas del alma. Quien está demasiado alto no puede odiar a los pequeños. Quien está demasiado alto da siempre a manos llenas. Quien está demasiado alto no puede ser juez de los pequeños. Para eso es preciso tener un poco de amor y un poco de odio. Y el que está muy alto se consume en su altura, y sonríe siempre a todas las bajezas22.
En ambos autores imprecadores y eminentemente autobiográficos, el derribamiento de los dioses es concomitante con el derribamiento del ego (“Ahí está ese monstruo de mi yo”, dice González). La imprecación desencadena un doble movimiento: por un lado, el maldiciente cuenta su vida y se caracteriza a través del insulto airado. El protagonista es el antagonista. Por otra parte, el maldiciente se presenta como quien, al demoler el propio mundo y el propio discurso, no es nadie más que quien reconoce al otro, a aquel a quien se dirige y a quien interpela con la violenta intensidad de la maldición, con el saludo constante del reconocimiento verdadero; es decir, con la final bendición.
El autor que reniega de todo niega todo. Se niega a sí mismo, también: él es el “no”. Ante él, solo existe el Tú, que todo lo oye. La segunda persona es la Nada existente, la Nada atenta y existente (lector y Dios) ante la que se presenta la nada parlante del yo. La imprecación es, de nada a Nada, una salutación mística, un ave. El saludo inspirador y entregado –la bendición, el reconocimiento amoroso de la fe– surge de su presentación inicial como antisaludo de odio: como maldición. La blasfemia y la comunión son dos momentos de un mismo movimiento indagador y devoto:
Al término del parque había unos escalones de subida que desembocaban en la calle del Perú, y unos altos eucaliptos de los que llovía una infinidad de pequeños conos sobre el cemento del piso. No hubo vez que no detuviera a recoger uno, el cual haciendo el vacío me pegaba en la lengua. Había tomado el cono esa tarde, como siempre, como siempre, y la calle del Perú continuando en mi blasfemia: “¿También estás aquí en este pequeño cono que le da su nombre a las coníferas? ¿Y en el interior de las paredes de tapia donde viven los alacranes? Si en todas partes estás no estás en mí: Tú eres la luz, que es un desorden; yo soy la estática oscuridad. Manda un rayo ahora de tu omnipotente cielo que me destruya, de suerte que la suprema prueba de tu existencia sea mi odio”23.
[1] Fernando VALLEJO, ¡Llegaron!, Bogotá, Alfaguara, 2015, p. 166.
[2] Ibid., p. 150.
[3] Fernando VALLEJO, La puta de Babiblonia, Bogotá, Debolsillo, 2016, p. 9.
[4] Fernando VALLEJO, ¡Llegaron!, op. cit., p. 117.
[5] Fernando VALLEJO, La puta de Babiblonia, op. cit., p. 9.
[6] Fernando VALLEJO, Casablanca la bella, Bogotá, Alfaguara, 2013, p. 12.
[7] Ibid., p. 109.
[8] Fernando VALLEJO, La Virgen de los sicarios, Bogotá, Alfaguara, 2008, p. 65.
[9] Fernando VALLEJO, ¡Llegaron!, op. cit., p. 125
[10] Ibid., p. 126.
[11] Ibid., p. 24.
[12] Fernando VALLEJO, La Virgen de los sicarios, op. cit. p. 140.
[13] Fernando VALLEJO, Casablanca la bella, op. cit., p. 126.
[14] Ibid., p. 9.
[15] Fernando VALLEJO, La Virgen de los sicarios, op. cit., p. 78.
[16] Ibid., p. 14.
[17] Fernando VALLEJO, Los días azules, Bogotá, Alfaguara, 2006, p. 122.
[18] Ibid., p. 111.
[19] Fernando VALLEJO, Casablanca la bella, op. cit., p. 79.
[20] Fernando GONZÁLEZ, Libro de los viajes o de las presencias, Medellín, Editorial Bedout, 1973, p. 119.
[21] Fernando GONZÁLEZ, El hermafrodita dormido, Medellín, Editorial Bedout, 1971, p. 106.
[22] Fernando GONZÁLEZ, Pensamientos de un viejo, Medellín, Universidad EAFIT, 2007, p. 99.
[23] Fernando VALLEJO, Los días azules, op. cit., p. 100.
Carolina SANÍN
GONZÁLEZ, Fernando, Pensamientos de un viejo, Medellín, Universidad EAFIT, 2007 (1916).
—, El hermafrodita dormido, Medellín, Editorial Bedout, 1971 (1933).
—, Libro de los viajes o de las presencias, Medellín, Editorial Bedout, 1973 (1959).
VALLEJO, Fernando, Los días azules, Bogotá, Alfaguara, 2006 (1985).
—, La puta de Babilonia, Bogotá, Debolsillo, 2016 (2007).
—, Casablanca la bella, Bogotá, Alfaguara, 2013.
—, La Virgen de los sicarios, Bogotá, Alfaguara, 2008 (1994).
—, ¡Llegaron!, Bogotá, Alfaguara, 2015.