Si consideramos que la base de toda tradición literaria está sustentada sobre el pilar de sus “clásicos” como punto de referencia indiscutible e imperecedero, nos llamarán inmediatamente la atención las casi escandalosas valoraciones en las que, ya en su madurez, se pronunció Juan Ramón Jiménez en torno a los comúnmente considerados como principales clásicos españoles. Se proponía justo entonces rememorar sus inicios en la poesía y declarar abiertamente sus filiaciones estéticas. Formado en la España de finales del siglo XIX, vio cómo el “Desastre del 98” y la pérdida de las últimas colonias propiciaron que una buena parte de sus contemporáneos se replegaran sobre Castilla como símbolo árido y puro de la grandeza y la decadencia de lo español. Con Castilla, el castellano y sus clásicos se forjó la literatura y la crítica de toda una nueva generación, la del 98, a la que Juan Ramón podría haberse sumado, si no fuera porque su origen, su acento andaluz y su preferencia por la poesía abierta, luminosa y universal le hicieron “huir” desde muy joven de un centralismo castellanista con el que no se identificaba. En muy distintos textos expondrá las mismas conclusiones:
Desde mi primera juventud sentí un despego instintivo –que luego habría de ser antipatía conciente– por la literatura clásica castellana. Lo que yo sentía ya en mí –afán espiritual e ideal– no lo encontraba en nada de ella, y anteveía vagamente, por atisbos y deducciones, que estaba en otras literaturas –en la inglesa, la alemana, la francesa–. La literatura inglesa me atrajo siempre especialmente y puede decirse que mi primera grande admiración fue después de leer Hamlet, en edición francesa.
La literatura castellana: retórica y realismo, sin más, si se exceptúa algo de El Quijote.
Góngora, sí. Algo universal de Bécquer. Y nada más. Siempre odié a los románticos nuestros, tan pobres. ¡Y no digo nada a Núñez de Arce, Campoamor, etc.! ¡Dioses de aquellos días!1
Los clásicos españoles son, en jeneral, descriptivos, retóricos, barrocos y católicos, una horrible mezcla fúnebre2.
De muchacho, yo tenía una aversión irresistible a los clásicos españoles del tipo cerrado y redondo. Ellos son los que han influido más negadamente en sus siglos siguientes y, en este nuestro, en poetas contemporáneos de mucho talento3.
Qué aburrida la literatura española en jeneral con su ideolojía conceptista de tan poca sustancia y sus constantes cavernas oratorias. Esto lo entreví de niño y lo confirmo hoy. Yo tenía en la biblioteca de mi padre el Rivadeneyra, y, esceptuando lo de tipo popular y algunos poetas, prefería, como hoy, lo que podía leer, cosa difícil en Moguer entonces, de literatura o poesía inglesas, italianas o alemanas. Francia, yo no conocía aún los simbolistas, tampoco me atraía mucho4.
Estas reflexiones plantean su alejamiento de los clásicos como una predisposición casi innata, que la experiencia y la lectura reafirmó posteriormente. No obstante, si analizamos bien sus conclusiones, no está abogando por un rechazo sistemático de lo clásico de manera acrítica, sino que este rechazo se centra más bien en la nómina y el concepto de lo que habitualmente se considera clasicismo español, el cual, en su opinión, adolece en una buena parte de una idiosincrasia excesivamente retórica, realista e ideológica. Juan Ramón se declara así “enemigo” de toda forma literaria que haga de la grandilocuencia, la erudición, la propaganda o la didáctica el andamiaje que la sustente.
Entre los muchos proyectos inacabados que se conservan en los archivos juanramonianos se encuentra el titulado “Fuentes de mi escritura” o “Fuentes de mi poesía”. Casi extraña la escasísima nómina de autores españoles que el poeta considera que han dejado alguna huella sustancial en su obra5. El Romancero y la copla popular, Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Quevedo, Góngora, Bécquer y el nicaragüense Rubén Darío se singularizan entre un mar de influencias orientales, francesas, alemanas y angloamericanas circunscritas al ámbito de la poesía de cariz simbolista. Destaca también su apego a poetas que, a pesar de pertenecer al ámbito hispánico, desarrollaron la mayor parte de su obra en lengua gallega y catalana como es el caso de Rosalía de Castro, Augusto Ferrán y Jacinto Verdaguer, a los que consideró “poetas del litoral” mucho más brillantes que los reconcentrados en lo “castellano”, para su gusto mal entendido como sinónimo del concepto de lo genuinamente “español”.
En este sentido, no escatimó atrevidos pronunciamientos que lo distanciaban de buena parte de sus contemporáneos y, en cierta manera, lo unieron desde su juventud a esa postura iconoclasta del Modernismo más radical que abogaba por una nueva estética y entraba en conflicto con lo que describe como un “bárbaro empeño de avivar cenizas”6 que dormía “sobre el laurel de los genios muertos”7. En 1899, con apenas dieciocho años, defenderá ya una poesía renovadora y simbolista –concepto que juzga por entonces académicamente despreciado– cuyo mejor representante encuentra en el que, según su opinión, es el mayor de los verdaderos clásicos, esto es, de los verdaderos poetas: San Juan de la Cruz, idea que repetirá posteriormente en varias ocasiones.
Lejos de abandonar su radicalismo juvenil, a lo largo de toda su vida fue perfilando a partir de esta idea la base fundamental de su poética, la cual analiza en una buena parte de las conferencias que pronuncia durante su madurez. De ella encontramos consideraciones puntuales en distintos textos críticos que lo distanciarán e indispondrán literalmente con las tres generaciones de escritores con las que convive.
En una carta conservada en sus archivos, probablemente dirigida a Miguel de Unamuno, se enfrentará a los intereses localistas de la llamada “Generación del 98” con palabras que resultan más que contundentes:
Estoy ya harto de tanto castellanismo. Después de los pícaros y las celestinas se contaron los piojos y las pulgas. Y queda tan mal parada esa bazofia que, en mucho tiempo, nadie volverá a tocarla. […] Creo que la esencia de la poesía debe ser lo eterno, lo universal, y el lenguaje el mismo que hablamos, aparte de que España no es sólo Castilla. Los meridionales somos fenicios, griegos, romanos, árabes, y lo pardo de la meseta central no nos invade del mismo modo que los jardines y que el mar. Son cosas diferentes8.
Plantea, así, una diversidad de lo español que no ha de unificarse ni igualarse con un solo patrón por estar escrita en un mismo idioma. Defiende, incluso, que un poeta criado lejos del mar siempre tendrá tendencia a una visión menos “abierta” y universal de la realidad y más reconcentrada en lo “cerrado” y autóctono. Del mismo modo, se distanciará de los ideales novecentistas capitaneados por Ortega y Gasset, el cual hubiera querido que Juan Ramón Jiménez se convirtiera en una especie de “héroe”, “hombre-guía”, ejemplo de conducta para los nuevos poetas. Sin embargo, no se vio el moguereño siendo el adalid de ninguna ideología que no fuera la proclamación de una “ética-estética” libre y propia, sin objetivos didácticos concretos ni ánimo de crear escuelas propiamente dichas. Sabido es que Ortega consideraba que el mejor poema de Juan Ramón era precisamente el titulado “Octubre” de Sonetos espirituales, una de las escasas composiciones en las que éste menciona la palabra “Castilla”. A propósito de ello, escribirá el poeta en su “Recuerdo a Ortega y Gasset”:
Él hubiera preferido que yo cantase a Castilla […]; que él había escrito ya que su ideal de poesía castellana sería un Antonio Machado, menos descriptivo, con un Miguel de Unamuno más sensorial; pero yo no podía intentarlo sinceramente, ni estaba dispuesto a ponerme a ello. Yo tenía conciencia de que era andaluz, no castellano, y ya consideraba un diletantismo inconcebible la exaltación de Castilla. […] y nunca pude […] considerarme castellano. Declaro francamente que soy enemigo de ese “eternismo casticista”9.
Y del mismo modo que no muestra propensión alguna por reconducir su obra hacia una ideología en la que no se reconoce, rechazará la deriva vanguardista en la que incurrirá una buena parte de los que fueran sus discípulos. Juan Ramón tampoco encontrará sentido a la audacia formal que se pierde en sí misma y convierte el arte poética en una especie de idiolecto cerrado que se regodea en una intrepidez –tan retórica como vacua– por muy innovadora que parezca. Rechazará, en particular, el fervor que los autores del 27 mostrarán por el culteranismo que dio nombre a su generación tras el célebre homenaje que rindieran en 1927 al alambicado Góngora de las Soledades. Empezarán ahí sus disensiones con José Bergamín, las cuales se irán extendiendo poco a poco al resto de sus correligionarios. Será precisamente Bergamín el que se muestre más crítico y despectivo con su antiguo protector y, en 1944, no durará en rememorar el antiguo prologuillo a La copa del rey Thule para denostar las ideas del entonces jovencísimo poeta. De él dirá:
Poco o ningún estudio, si apenas atención de lectura, debió dedicar Juan Ramón Jiménez a sus clásicos españoles; a juzgar, no por su petulancia ignorante de juvenil adolescente en flor, o en flores, sino por su afán, año tras año, en mantenerse, al envejecer, nostálgico de aquel verdor, en la afirmación, modernista, de aquellos juicios. ¿Por pereza de revisarlos? ¿O por algo más grave, por su inicial desarraigo de lo español, de lo que hoy nos confiesa, dolorido, de su extrañeza? ¿Desarraigo que hizo aparecer su frondoso arabesco retórico –formal, vacío, como el de Villaespesa, aunque emocional, sensacional–, como fecundidad, y aun exuberancia lírica, cuando, en realidad, en la realidad poética española, se seca, se aja y se marchita tan copioso ramaje exterior estérilmente por falta de savia y de raíz natural que lo sustente?10
Ante tales afirmaciones –tanto más despectivas a la persona que a la obra– el poeta no dudará en responder con la habitual agudeza que lo caracteriza en una peculiar epístola pública que dirige a sí mismo:
Sobre este laberinto de J[osé]. B[ergamín]. me interesa decirte que, para mí, los llamados clásicos españoles, lo he dicho muchas veces en todas partes, son casi todos literatos y no poetas; que me gusta mucho más la escritura mejor de nuestra Edad Media y nuestros siglos 19 y 20, que la de los grecolatinos siglos 16 y 17 (no te digo nada del neoclásico siglo 18); que yo vengo a la poesía o la literatura españolas, tan poco latinas ni griegas en su espresión más verdadera, por el Sur, Oriente, mi madre, y por los Pirineos, lo Visigodo, mi padre; y por los simbolistas franceses, que no son franceses, insistiré siempre en esto, sino alemanes, españoles e ingleses; que el romance y la copla populares andaluces, con las canciones de San Juan de la Cruz y las rimas de Bécquer, son mis clásicos poéticos españoles favoritos. Hoy, como a mis 18 años, no me preocupo gran cosa, en mi gusto profundo, de Herrera, Calderón, Quevedo, todo ese linaje, espléndido como literatura, que siempre ha influido tan mal en mí. Es verdad que yo no soy lector a destajo, porque soy creador incesante, y no necesito para escribir poemas otras fuentes que las que me he asimilado sin proponérmelo11.
Estas ideas llevarán al moguereño a plantearse de una forma más precisa y analítica el concepto de “clasicismo” aplicado a la poesía española, de manera que matizará la cuestión y concretará sus ideas al respecto en las conferencias que titula “Poesía y literatura” y “Poesía abierta y poesía cerrada”, ambas pronunciadas en Estados Unidos a lo largo de los años cuarenta. En ellas aclara que el problema, según su opinión, no nace del concepto mismo de “clasicismo”, sino de la manera de entenderlo. No es que Juan Ramón deteste a los clásicos per se, lo que desprecia realmente es un tipo de literatura –“cerrada”– que, a su modo de ver, no puede ser llamada “poesía” y que los cánones más o menos oficiales han incluido entre la llamada “poesía clásica”. De este modo, lo que es comúnmente definido como “poesía” se bifurca en el ideario juanramoniano en dos vertientes: la auténtica “poesía” en oposición a lo que únicamente es “literatura”. A ello dedicará párrafos que, por su claridad, es necesario reproducir:
Poesía escrita me parece, me sigue pareciendo siempre, que es espresión (como la musical, etc.) de lo inefable, de lo que no se puede decir –perdón por la redundancia–, de un imposible. Literatura, la espresión de lo fable, de lo que se puede espresar, algo posible. Y siendo el espíritu, creo yo, la inefabilidad inmanente, la inmanencia de lo inefable, es claro para mí que la poesía escrita ha de ser finalmente espiritual y que la literatura no es necesario que lo sea ni aun que intente serlo, pues otro es su destino12.
Si la poesía es para los sentidos profundos, la literatura es para los superficiales; si la poesía es instintiva y por lo tanto tersa, fácil como la flor o el fruto, si es de una pieza, la literatura, dominada como está, obsesionada por lo esterior que tiene que incorporarse, será trabajada, premiosa, yustapuesta, barroca13.
La verdadera poesía […] es la que estando sustentada, arraigada en la realidad visible, anhela, ascendiendo, la realidad invisible; enlace de raíz y a la que, a veces, se truecan: la que aspira al mundo total, fundiendo, como en el mundo total, evidencia e imajinación. Por eso es indecible: deja la mitad, lo menos, en el absoluto, eterno presente májico, en ese “por decir” que tentará siempre, como en el amor, al hombre fatal y más cierto; por eso nos deja la emoción, temblor de realidad y misterio, que nos coje en los instantes supremos (amor, fe, arte) de nuestra vida completa14.
Vemos, pues, que dada la errónea interpretación que se produce cuando es sus comentarios utiliza la palabra “clásicos”, Juan Ramón decidirá oponer el término “poesía” al término “literatura”, de manera que el primero propone la expresión de una forma de conocimiento asistemático que intenta transitar y aprehender los caminos de la “realidad invisible” –anima mundi–, a los que no alcanza la llamada “literatura”, mero calco de esa realidad que no pretende profundizar más allá de lo tangible a los sentidos más elementales. Por tanto, el verdadero poeta se erigirá como una especie de vate o guía cuya misión será rellenar esos huecos que la percepción simple deja vacíos y buscar la trascendencia espiritual más allá de lo cotidiano. A este propósito afirmará:
Entre poesía y literatura hay la misma distancia, por ejemplo, que entre amor y apetito, sensualidad y sexualidad, palabra y palabrería, ya que la literatura es jactanciosa, exajerada, donjuanesca y tiene el énfasis por ámbito y la manera por modo. La poesía puede ser sólo intrincada, difícil, que la ampulosidad no es propia de la idea, del espíritu, sino de la palabra y de la pluma. De ahí que la literatura haya inventado la retórica, que es el juego malabar de los escritores listos15.
Evidentemente, esta consideración convierte a ese verdadero poeta en una especie de iniciado capaz de conectar con lo sagrado que sitúa los procedimientos de la Creación más allá de las limitaciones impuestas por una religión concreta. Por oposición, los literatos serán malabaristas –cuando no “pedantescos retóricos malabaristas”16– de la palabra. Nos dirá Juan Ramón:
De ahí que se pretenda decir, a la manera platónica, que el poeta es un medio, un poseído de un dios posible. Yo no creo que el poeta necesite de ningún dios; puede ser un medio, ya que el Dios del hombre es en verdad un medio que el hombre ha inventado o confirmado para poder comunicarse y entenderse con lo absoluto. Así, Dios puede ser un poeta o un poeta puede ser dios17.
Enlaza, de esta manera, la poesía con una inspiración y una trascendencia sagrada, no adscrita a un Dios concreto referente de religión alguna. Y converge en este punto con los maestros del simbolismo francés, especialmente con Arthur Rimbaud, el cual equipara en sus Lettres du voyant al poeta con un “vidente” que alcanza esta capacidad “par un long, immense et raisonné dérèglement de tous les sens”. “Será, pues, la poesía –a decir de Juan Ramón– una íntima, profunda (honda y alta) fusión, en nosotros, y gracias a nuestra contemplación y creación, de lo real que creemos conocer y lo trascendental que creemos desconocer”18. Por tanto, es la poesía un “arte de creación”, frente a la literatura, mero “arte de copia”19.
En las conclusiones de sus conferencias de madurez subyace –qué duda cabe– el sustrato de las lecturas de juventud que más influyeron en su formación ético-estética. En ellas tiene un papel destacado A Defence of Poetry de Shelley y podemos, incluso, rastrear las principales ideas que defiende Paul Verlaine en su célebre “Art poétique”. La lectura atenta de esta composición tiene una precisa correspondencia con todos y cada uno de los principios por los que aboga Juan Ramón, los cuales le harán rechazar a aquellos “clásicos” que no los cumplan, a pesar de que con ello transgredirá la norma de lo entendido en el ámbito hispánico como tal. Escribe Verlaine:
De la musique avant toute chose,
Et pour cela préfère l’Impair
Plus vague et plus soluble dans l’air,
Sans rien en lui qui pèse ou qui pose.
Il faut aussi que tu n’ailles point
Choisir tes mots sans quelque méprise :
Rien de plus cher que la chanson grise
Où l’Indécis au Précis se joint. […]
Prends l’éloquence et tords-lui son cou !
Tu feras bien, en train d’énergie,
De rendre un peu la Rime assagie.
Si l’on n’y veille, elle ira jusqu’où ? […]
Que ton vers soit la bonne aventure
Éparse au vent crispé du matin
Qui va fleurant la menthe et le thym…
Et tout le reste est littérature20.
Encontraremos en estos versos la síntesis esencial de lo que considera Juan Ramón la misión de la poesía como expresión de sencillez, tersura, virtud, acento, misterio e inefabilidad; frente a la literatura cuyos caminos suelen converger con la complicación, el barroquismo, la altisonancia, el vicio, la realidad y el límite. Se declara, por tanto, enemigo de todo lo “ripioso” y “bien palabreado” y defiende, como Verlaine, aquello que funde la evidencia con la imaginación –“Où l’Indécis au Précis se joint”– y anhela y busca todos los resortes de la realidad invisible que trasciende de la tangible.
Llegados a este punto, hemos de concretar qué consecuencias exactas acarrea la aplicación de estos principios a la hora de valorar a los clásicos españoles y, volviendo al inicio de este artículo, comprobaremos que Juan Ramón, en realidad, lo que propone es una especie de resemantización del concepto “clásico”, aplicado a la literatura española y, en su lugar, únicamente distinguir entre “poetas” y “literatos” o, en todo caso, entre clásicos que son realmente poetas y clásicos que únicamente son literatos.
… lo que suele llamarse “clasicismo”, sin sentido profundo ni verdadero, puesto que clásico no es sino aquello que, por ser hermoso y estar vivo, permanece como modelo “inimitable” (virtuoso) en las artes o en las letras. […] Tan “clásico” es hoy Esquilo como Mozart, Virjilio como Velázquez, Dante como Lucrecio, Leonardo como Shakespeare, San Juan de la Cruz como W. B. Yeats. Y para mí los clásicos poéticos franceses, por ejemplo, más representativos serían Villon, Baudelaire, Mallarmé. Lo que suelen llamar clásico las jentes no es en realidad sino lo “neoclásico” o lo “seudoclásico”, es decir, “académico”, es decir, el yeso, el vaciado, lo muerto. Si se dice lijeramente de un escritor que es “clásico” por críticos tan académicos, puede uno suponer en el acto que se trata de una momia, o, mejor dicho, de dos. Una imitación de la Venus del Milo no es la Venus del Milo21.
No dudará en concluir, entonces, que el llamado clasicismo español está poblado de muchos más literatos que poetas y en entre ellos incluirá todos los que van de Boscán a Quevedo y del Góngora culteranista al duque de Rivas. Las excepciones serán los poetas medievales de cancionero, en especial Diego Hurtado de Mendoza y Gil Vicente; los anónimos autores del Romancero tradicional; una parte de Garcilaso, Fray Luis de León; el Góngora y el Lope de arraigo más popular y por encima de todos San Juan de la Cruz. Para Juan Ramón, por tanto, la poesía española más valiosa nace del sentir innato del pueblo y de la trascendencia mística más austera:
En España, país hondamente realista y falsamente relijioso en conjunto, católico más que cristiano, más eclesiástico que espiritual, país de raíces y pies más que de alas, la verdadera poesía, la única lírica escrita posible la iniciaron, con el sentir del pueblo, los escasos y estraños místicos, cuyo paisaje era la peña adusta y el cielo maravilloso. La intentaron, como era natural, volando. Por eso la mejor lírica española ha sido y es fatalmente mística, con Dios o sin él, ya que el poeta, vuelvo a decirlo de otro modo, es un místico sin dios necesario22.
En definitiva, Juan Ramón Jiménez despreciará la obra de todos los autores que “son eso que suele llamarse “clásico”, “redondo”, “perfecto”, y no son sino “académico”, “seco” y “ripioso”23. Completará este transgresor ideario con un breve recorrido en el que analiza la obra y personalidad de los autores que le parecen ejemplares, frente aquellos que, a pesar de ser maestros indiscutibles de la literatura, ergo “clásicos”, no lo son siempre –a su entender– de la poesía genuina. Clasificará a los primeros dentro de la categoría “poesía abierta” –o sea, verdadera poesía–, mientras que el resto será alineado dentro de la llamada “poesía cerrada” –esto es, literatura. Como ya hemos anticipado, destacarán Gil Vicente y San Juan de la Cruz entre los más apreciados, ambos herederos y representantes de la poesía popular y la mística respectivamente. Dirá de Gil Vicente:
Malherida va la garza
enamorada;
sola va y gritos daba.
Donde la garza hace su nido,
ribericas de aquel río,
sola va y gritos daba.
No es posible decir más con menos. Esta garza yo la oigo gritar en sueños, con frecuencia, desde que leí, hace muchos, muchos años, la canción. Con ella grita toda la mujer popular española de sus siglos. Es emoción libre, voladora; la canción vuela como la garza24.
Y tras citar las “Canciones del alma” del místico carmelita, añadirá:
San Juan de la Cruz sí que fue un artista del aire, del fuego, del agua, finos como el tejido humano, y también de la tierra […]. Poeta abierto supremo del amor; mezclado en su canción todo lo humano y todo lo divino como una llama con su aire, cantan en abrazo íntimo el encanto, el gozo, el temblor de la hermosura. […] Esta es la voz poética más abierta de la poesía española. La vía abierta, la antorcha abierta, la luz abierta; eso que nunca se ha cerrado, se cierra ni se cerrará. Un abrevadero donde el que bebe no se sacia, y vuelve y vuelve.
San Juan de la Cruz nunca cansa ni se hace viejo. Es el ente sorprendedor por escelencia de la mejor línea poética española, el que más hace temblar de gusto, que es lo poético25.
Por el contrario, el alambicado Góngora de las Soledades y el Polifemo –que tanto adoró la Generación del 27– es para Juan Ramón la parte más deleznable de su obra, hasta el punto de que no puede referirse a él sin caer en una especie de burla tras la que se traduce el rechazo que le produce ese “arte por el arte” del que se nutrirán las vanguardias. De él dirá:
Y aquí está Góngora (siglos XVI-XVII), el tremendo Don Luis de Góngora y Argote, otro curita, pedante mayor de la España literaria, desde sus años infantiles. Como casi todos sus compañeros, sabe mucho griego y mucho latín, mucha historia, mucha mitolojía, roba y cita de todos los poetas anteriores, escribe sonetos con versos en tres idiomas. La lengua es en él siete veces maravilla, siete veces lengua, exaltadora, con ripio magnético, de la plástica, el color, la armonía. Se quema los ojos en los libros, ve todas las luces menos la de lo invisible26.
No resultará mejor parado el gran Quevedo, en cuya obra notará un exceso de ambición erudita que acabará por pervertir la naturaleza esencial de lo que él considera la misión única de la poesía:
Y este es el drama poco pensado del poeta: que tiene que descifrar el secreto hermoso del mundo, cantando, y cantando de un modo sacro, gracioso y alado al mismo tiempo, como quiso Platón, siendo como es un hombre. Por fortuna, la poesía nunca será única y hay que conformarse con alguna de las nueve Musas. Quien las quiera todas, como Quevedo, que dedicó un libro a cada una, corre el riesgo de quedarse encerrado como el mismo ambicioso don Francisco, el talentudo cabezón, en un tomo de otro Rivadeneyra, como de sótanos de biblioteca filolójica27.
Juan Ramón romperá, así, todos los moldes académicos para construir un nuevo canon en el que la transgresión comienza precisamente por la construcción de nuevos moldes. Revalorizará la naturaleza de la poesía como un arte del conocimiento mediante la sugerencia de todas las dimensiones de la realidad a través de la palabra y no un literario propiamente dicho en el que predomine la descripción, la teorización o mero juego formal.
…la poesía que pienso y sueño representa siempre una sustancia; pero, en todo caso, una sustancia que se manifiesta como esencia; que, como esencia, alimenta, y que no tiene tan pesada dijestión como la poesía morcillera, que se hace echando carne en una tripa por un embudo, y que suele llamarse densa porque es más literaria, y las letras, más que las palabras, pesan mucho. ¡Como si la poesía pudiera nunca ser plomosobredorada!28
Y esa revalorización no sólo ha de afectar a los habitualmente considerados como clásicos de los siglos XVI y XVII, sino que también ha de extenderse a la poesía posterior, incluida la de su tiempo. Fuera ya de las opiniones que dejó plasmadas en sus conferencias, reflexionará también Juan Ramón sobre las novedosas aportaciones que harán poetas contemporáneos tan apreciados como Pablo Neruda. Las surrealistas y sorprendentes enumeraciones caóticas que pueblan las páginas de Residencia en la tierra le llamarán tanto la atención, que no dudará en adscribirlas dentro de ese tipo de literatura que no puede ser llamada poesía. En un borrador inédito conservado en sus archivos de Puerto Rico anota al respecto del poeta chileno:
Yo no estoy de acuerdo con esa idea confusa de caotismo en poesía (etc.). Por la poesía el hombre va hacia Dios y va por la sensibilidad y la intelijencia. Quedarse en bestia no es la posibilidad del hombre.
En el poeta acaba el hombre creado y empieza el creador, es decir, el ordenador. Poeta es dios en marcha, hombre hacia hombre supremo, hacia dios.
El caos no debe caotizar al hombre sino el hombre humanizar al caos, humanizarlo, divinizarlo.
Esta idea quedará finalmente perfilada en el texto titulado “La sustitución”, donde de nuevo un humorado Juan Ramón reflexiona sobre la “Oda a Federico García Lorca”, del mismo Neruda, demostrando que tampoco es poesía la expresión aglutinante y arbitraria. La poesía será para él un arte en el que se busca el sentido de las cosas y en el que cada palabra se gana su sitio justo, y no un juego de banalidades más o menos impactantes que pudieran ser sustituidas por cualquier expresión. Tomando como referencia el texto de Neruda, intentará demostrar que en un auténtico poema bien construido ninguna palabra ha de poder sustituirse por otra. No sin una buena carga de sorna, escribirá:
Yo decido en poesía con la prueba de la sustitución. Si un verso o una estrofa pueden ser fácilmente sustituidos y sin pérdida, eran vulgares. Ejemplo:
Porque por ti pintan de azul los hospitales
y crecen las escuelas y los barrios marítimos,
y se pueblan de plumas los ángeles heridos,
y se cubren de escamas los pescados nupciales,
por ti las sastrerías con sus negras membranas
se llenan de cucharas y de sangre,
y tragan cintas rotas, y se matan a besos,
y se visten de blanco.
Sustitución cualquiera y de cualquiera:
Porque por ti tiñen de gris las aduanas
y bajan los mercados y los patios terreros,
y se pueblan de espinas los diablos confusos,
y van nadando al polo los lagartos;
por ti las ortopedias con sus rojas membranas
se llenan de cuchillos y de pus,
y mascan metros blandos, y se matan a tiros,
y se ponen de negro.
Pero, a ver quién sustituye ni difícilmente este verso:
Tel qu’en lui même enfin l’eternité le change.
Casi todo Mallarmé (para citar un poeta aún próximo, poco aceptado en jeneral todavía) es y seguirá siendo insustituible. Casi todo el escritor de quien son o no las otras líneas citadas, es vulgar y seguirá siéndolo29.
Añade así, al hablar de la novedad más prescindible que, según él, ha aportado la poesía de vanguardia, el calificativo “vulgar”. La auténtica expresión poética será insustituible y, al igual que al verso de Mallarmé, nadie podría modificar ni una sola palabra del “Cántico espiritual” de San Juan sin que este se resintiera ni perdiera su sentido genuino por ser la expresión única y bella de una verdad ineludible. “Beauty is truth, truth beauty, –that is all / Ye know on earth, and all ye need to know”, “La belleza es verdad y la verdad es belleza: eso es todo lo que necesitas saber en la Tierra”, que diría John Keats, antes de que Verlaine sentenciara: “Et tout le reste est littérature”.
[1] Juan Ramón JIMÉNEZ, Ideolojía (1897-1957). Metamórfosis, IV, Antonio SÁNCHEZ ROMERALO (ed.), Barcelona, Anthropos, 1990, p. 92. Tanto en esta como en las siguientes citas se respeta la peculiar ortografía de este autor.
[2] Ibid., p. 631.
[3] Juan Ramón JIMÉNEZ, “Poesía cerrada y poesía abierta”, in Política poética, Germán BLEIBERG (ed.), Madrid, Alianza Tres, 1982, p. 211.
[4] Juan Ramón JIMÉNEZ, Tiempo, Mercedes JULIÁ (ed.), Barcelona, Seix-Barral, 2001, p. 110. Para mayor detalle sobre las lecturas de Juan Ramón Jiménez puede consultarse: Soledad GONZÁLEZ RÓDENAS, Juan Ramón Jiménez a través de su biblioteca (1881-1936), Sevilla, Universidad de Sevilla, 2005.
[5] Véase Pilar GÓMEZ BEDATE, “Las anotaciones de Juan Ramón Jiménez para ‘Fuentes de mi poesía’”, Ínsula, 1981, 416-417, p. 20.
[6] Juan Ramón JIMÉNEZ, “La copa del Rey Thule por Francisco Villaespesa. Prólogo”, in Libros de prosa: 1, Madrid, Aguilar, 1969, p. 207.
[7] Ibid., p. 208.
[8] Juan Ramón JIMÉNEZ, Cartas de Juan Ramón Jiménez (Primera selección), Francisco Garfias (ed.), Madrid, Aguilar, 1962, p. 223-224.
[9] Juan Ramón JIMÉNEZ, “Recuerdo a José Ortega y Gasset”, in Guerra en España, Ángel CRESPO y Soledad GONZÁLEZ RÓDENAS (eds.), Sevilla, Point de Lunettes, 2009, p. 606.
[10] José BERGAMÍN, “Las telarañas del juicio”, in De una España peregrina, Madrid, Al-Borak, 1972, p. 199-200.
[11] Juan Ramón JIMÉNEZ, “Carta obligada a mí mismo”, in Guerra en España, op. cit., p. 644-645.
[12] Juan Ramón JIMÉNEZ, “Poesía y literatura”, in Política poética, op. cit., p. 82.
[14] Ibid., p. 104.
[15] Ibid., p. 84-85.
[16] Ibid., p. 85.
[19] Ibid., p. 83.
[20] Paul VERLAINE, Œuvres complètes, Y.-G. Le Dantec (ed.), París, La Pléiade, 1962, p. 326-327.
[21] Juan Ramón JIMÉNEZ, “Poesía cerrada y poesía abierta”, in Política poética, op. cit., p. 208-209.
[26] Juan Ramón JIMÉNEZ, “Poesía y literatura”, op. cit., p. 99.
[27] Juan Ramón JIMÉNEZ, “Poesía cerrada y poesía abierta”, op. cit., p. 231.
[28] Ibid., p. 208.
[29] Juan Ramón JIMÉNEZ, Ideolojía II. Metamórfosis IV, Emilio Ríos (ed.), Moguer, Ediciones de la Fundación Juan Ramón Jiménez, 1998, p. 61-62.
Resumen
El presente artículo estudia la transgresora reinterpretación que Juan Ramón Jiménez propone del concepto de “clasicismo”, aplicado a la poesía española. Se analizan en él las valoraciones que el autor expuso a lo largo de su vida, desde sus primeros textos críticos de finales del siglo XIX hasta las conferencias “Poesía y literatura” y “Poesía cerrada y poesía abierta”, pronunciadas en América a lo largo de los años cuarenta.
Résumé
Cet article étudie la réinterprétation transgressive que propose Juan Ramón Jiménez du concept de “classicisme” appliqué à la poésie espagnole et analyse les évaluations que l’auteur a lui-même exposées tout au long de sa vie, de ses premiers textes critiques de la fin du XIXe siècle aux conférences “Poésie et littérature” et “Poésie fermée et poésie ouverte”, prononcées en Amérique au cours des années quarante.
Soledad González Ródenas
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