No se está muerto, como vivo, más que un cierto tiempo.
Podría decirse que la muerte no dura más que la vida.
Después de sesenta y ochenta años de tierra ya no se es un muerto,
como no se es un vivo después de sesenta u ochenta años de aire.
Juan Ramón Jiménez
“Amo el orden en lo exterior y la inquietud en el espíritu”.
Juan Ramón Jiménez
JRJ vivió en transgresor nato o como le gustaba denominar a quienes se afanaban en tareas estéticas y científicas en España, en héroe. No por deseo impulsivo, sino por deber ineludible con su ser y su entender el mundo. Nunca fue un provocador, sino un poeta comprometido con la belleza eterna. Su espíritu transgredió siempre la ley poética, la vieja norma, la costumbre clásica para ser fiel solo a lo verdadero, a lo actual. Escapó con acierto de las modas estéticas de unas tendencias literarias que imponían con frecuencia un verso de circunstancia: poesía social, surrealista, futurista, poesía política, etc. No pisó las arenas movedizas de los “ismos” literarios. Su ley fue solo la Poesía. Así tituló precisamente una hermosa revista Ley (Entregas de capricho) que dio en 1927. Es decir, para JRJ no había otra ley que la Poesía, y quien quebrantaba la Poesía, sorteaba la ley. Afirmaba JRJ en dicha revista: “Ley a algo, a la poesía, por ejemplo”. ¿A que otra orilla amarrar una vida esticoestética? La transgresión de JRJ fue norma de vida, porque la poesía exige expresar los asuntos eternos del hombre: el amor, la muerte, el paso del tiempo, la eternidad, en unos moldes renovados y con un lenguaje actual. Actual para ser clásico, eterno. Por tanto, su rebeldía fue idiomática, lírica. Es decir, rebeldía solitaria, individualista voz de todo un pueblo, de una nación, de un siglo, en definitiva, voz de un idioma. No formó coro o grupo más que consigo. Y esto necesariamente lo alejó de cualquier oficialismo. Renunció a que lo encajonaran en la servidumbre de un reconocimiento, un premio o una prebenda. Su soledad, su apartamiento fueron transgresión permanente contra la vida literaria de cafés, casinos y tertulias académicas. En épocas prosaicas la defensa de la estética, del esmero, del primor en todos los aspectos de su vida y de su obra fue rebeldía.
JRJ, que mamó espíritu institucionista junto a los Giner, Cossío, Simarro, Rubio, etc., sin embargo, se mantuvo alejado de las otras instituciones no libres, sí oficiales. No entró ni tuvo nunca ningún interés por pertenecer a la Academia, se desarrimó de la Iglesia católica, le desagradaba el mundo militar y ni siquiera quiso participar en Política. También se distanció de las cátedras universitarias, aunque pecó en el exilio primero en varias universidades de EE UU y luego en la Universidad de Río Piedras para dar aquí, en Puerto Rico, en 1953 el mejor curso sobre Modernismo que se ha impartido nunca. No aceptó cargo oficial alguno, a pesar de que tuvo varios amigos ministros o presidentes de gobierno. Ofrecimientos no le faltaron por parte de cada una de estas corporaciones, que siempre declinó por coherencia con su pensamiento y con su forma de vivir. Acabó, como bien sabemos, fuera de su país, trasterrado de España, por no renunciar a sus valores e ideas, a una eticoestética singular, propia. La norma cerrada, las reglas fijas y las órdenes y preceptos impuestos a los que debía ajustarse dentro de estas entidades oficiales mermaban su libertad creadora, su innovación y su constante evolución. Algunos no entendieron entonces esta actitud vital y lírica.
Pasados ya tantos años de la muerte del Nobel JRJ (1958), resulta aún extraño y hasta paradójico que el poeta siga siendo diana para muchos críticos, filólogos, catedráticos o seudopoetas, precisamente por haberse orillado de esos ámbitos oficiales. Diana para zaherirlo y atacarlo impunemente desde el más absoluto desconocimiento o desde una intencionada confusión de vida y de obra. La crítica y con ella algunos lectores despistados asientan sus juicios y aseveraciones en dos pilares, dos o tres anécdotas, la mayoría de las veces infundadas, tergiversadas o exageradas, y con eso les basta para descalificar una labor poética de más de cincuenta años. Así se ha venido repitiendo y transmitiendo de generación en generación en institutos y universidades. En cambio, en los colegios, siempre los maestros han sido más intuitivos y verdaderos. En las escuelas, JRJ sí ha gozado entre los niños, bien tutelados por sus maestras, de simpatía y aprecio con esmeradas lecturas y sugerentes propuestas de iniciación estética.
Esta fea consideración de ciertas instituciones educativas de la valía de JRJ no solo se ha producido tras su muerte del poeta, sino que ya en su cadadía sufrió la maledicencia a su alrededor como parte sustancial de su vida cotidiana. Se enfrentó una y otra vez con periodistas, poetas o académicos que arremetían públicamente contra él cuando manejaban unos tópicos o falsedades en torno a su acontecer y a su creación. JRJ aceptaba las críticas literarias, no las añagazas históricas.
Así, desgraciadamente, se convirtió para algunos en el poeta consagrado, el poeta al que había que derrocar como si su figura representara o se aupara en un oficialismo académico o se asentara en la tribuna crítica de la prensa o en las doctas cátedras universitarias. Nada más alejado de la realidad. JRJ fue durante su existencia, sencillamente, el Poeta, con mayúscula, por su calidad y no por ninguna distinción política, social o docente. Su fama, su reconocimiento se alzaban tan solo en la belleza y en la inteligencia de sus propios versos. Por ello, resulta extraño que algunos jóvenes veintisietes y posveintisietes se rebelarán contra él, ya que no representaba de ningún modo un prestigio infundado. Es decir, los nuevos poetas pretendieron llamar la atención dentro de la situación literaria española arremetiendo contra quien consideraban el máximo referente lírico. Esto, sin duda, no es ni mucho menos transgresión o vanguardia, sino otra cosa. Así los Buñuel, Dalí, Alberti o Lorca con sus procacidades y sus provocaciones de los “carnuzos”, cuadros y dibujos contra Platero, o con sus cartas repletas de furibundos ataques contra JRJ. Burlas privadas y públicas al barbas, como la de Alberti desde el escenario del salón del Lyceum Club, que se alejaban por completo de la verdadera y noble transgresión artística. Otros, después, también tuvieron lo suyo con JRJ: los Dámaso, Aleixandre, Diego, Cernuda y hasta los poetas sociales en la España de posguerra.
Sin embargo, esta actitud de ciertos escritores primerizos contrasta con la que mostró JRJ cuando apareció como joven poeta en la escena madrileña, pues no cometió la torpeza de arremeter contra nadie. Sabía perfectamente que en poesía la lucha es con el idioma y no contra otros escritores. Por eso, su afán y su esfuerzo fue por modernizar la expresión lírica heredada y transmitirla renovada a las nuevas promociones. Ahí radicó su transgresión meritoria. Una tarea titánica de creación y constante recreación, de un JRJ que volvía una y otra vez sobre su obra con espíritu de actualización permanente. La divisa o el lema goethiano que incorporó a sus libros desde su primera antología Poesías escojidas (1917) muestran su fe en una transformación incansable: “(Sin prisa y sin cansancio, como los astros…)”. Es decir, asumió que la labor del creador es la del puro dinamismo, la sucesión constante para aproximarse a esa intuida realidad invisible. En ocasiones, se denominó a sí mismo “El creador sin escape”. Lo suyo fue una sucesión permanente como estado natural creativo, una transgresión sucesiva. Con frecuencia empleó términos que iban en ese sentido u orientación: como la palabra “dinamismo”, cuya aparición en la poesía española le disputaba su contemporáneo José Moreno Villa en un absurdo escrito, u otras expresiones como Obra en Marcha (título del único número de una revista suya aparecida en 1928) o Sucesión (que correspondía a la serie de cuadernos publicados en 1932), o el libro inédito Forma del huir, o Metamórfosis, título que daba al final de su vida a la revisión total de su obra en verso. Todos esos vocablos o títulos expresan su deseo de transformación continua. No obstante, la evolución permanente, el constante arrepentimiento de su obra, su corrección perpetua, en sí mismas no muestran transgresión alguna, salvo consigo mismo, sino más bien creencia absoluta en que la poesía es un gustoso devenir incesante. Quizá esa serie de términos sea tan solo reflejo de una ambición del infinito que tanto ansía la lírica. Pero no se confunda la profunda insatisfacción de lo ya realizado con la transgresión pura. Este concepto es mucho más afilado e incisivo. Sí, JRJ fue un transgresor precisamente por ser un poeta verdadero o fatal, a pesar de que, como señalábamos arriba, algunos lo etiquetaron como el referente para sus audacias o provocaciones. Aquellos creyeron que si atacaban a JRJ transgredían un más allá poético hispánico, aunque esas trifulcas fueron apenas una manera impropia de sobresalir a través del escándalo y no del arte auténtico.
La rebeldía de JRJ no fue vociferante, sino más auténtica, su voz ha resonado a través de los años porque su altavoz fue la poesía. Y con ella su mensaje ha llegado más alto y más lejos que cualquier grito discordante de su tiempo. Dejó escrita la mejor palabra, la protesta más atrevida, la de crear o ensanchar el lenguaje, agrandó su idioma y por ello nos abrió caminos a todos los hablantes de español. Bien cuando expresaba su yo, su mundo personal, sus emociones durante su primera etapa sensitiva. O bien cuando indagó en la realidad invisible con su palabra desnuda durante los años de su segunda época, la etapa intelectual. Y por supuesto, cuando reflexionó sobre la conciencia universal y su idea del dios poético.
Esos fueron sus mayores atrevimientos, su mayor alcance superar los límites tradicionales, al crear lo que no existía, al llevar la poesía española hasta otra orilla donde se desconocía todo. Sus predecesores, versificadores todos de una literatura caremelizada: Núñez de Arce (un gobernador civil en octavas reales), Campoamor (“otro canario viejo”, según JRJ), Federico Balart y Manuel Reina (canarios de postura, que no de canto), Salvador Rueda (yesero del verso) y Ricardo Gil (con La caja de música a cuestas) no acertaron con un timbre válido ni sincero ni con la senda del verso.
No solo quebró barreras idiomáticas, sino que persiguió para destruirlos cuantos ejemplares encontró de sus dos primeros libros: Ninfeas y Almas de violeta. Es decir, fue exigente en primer lugar consigo mismo. Y al final de su vida, creó un Espacio, un largo poema en prosa único en el que introdujo por primera vez en nuestra lengua el monólogo interior o fluir de conciencia. Luego vinieron algunos novelistas de los 60: Juan Marsé, Juan Goytisolo, Luis Martín Santos, que quizá leyeron (con certeza no podemos asegurarlo) este ejemplo hermoso ya nacionalizado, pleno y conseguido de una técnica que si bien existía en inglés desde que Joyce la introdujo en su Ulises (1922), en castellano eso no se vio hasta que JRJ lo plasmó en su prosa lírica en 1954. Es decir, llevó la poesía del XX más que lejos que nadie y además abrió en la prosa hispana una ventana, donde nuestra literatura se amurallaba en oscura pared prosaica. Él echó abajo esa frontera y vimos cómo fue posible un poema sin tema que fluía con ritmo propio: el compás poético de la mente del poeta. Ahondó en la conciencia lírica y no en el subconsciente surrealista, algo mucho más perdurable como se ha comprobado con el paso del tiempo. La sintonía con Joyce le venía vede cuando en 1928 se distanció de los veintisietes con las tres prosas divergentes de su revista Obra en Marcha. Pero caminó paralelo al irlandés, quien utilizó idéntica expresión, “Work in progress”, en la revista parisina transition (con t minúscula) de Eugène Jolas y Elliot Paul, donde adelantó (marzo, 1928) fragmentos de su novela Finnegans Wake. JRJ matizaba que “Work in progress” significaba “obra sucesiva, en fábrica; y su Obra en Marcha, obra adelante, al frente, marcial”1. Acerca de su coincidencia con Joyce, “cara de zorro” según JRJ, afirmó: “Me gustó, pero me fastidió”.
También su prosa fue novedosa. Rompió las costuras idiomáticas, la rigidez de una lengua que no le permitía llegar a donde soñaba. Forjó, inventó varias decenas de nuevas palabras. El repaso de los neologismos que rastreamos en Españoles de tres mundos (1942) es maravilloso. Aquí aparecen en una rebelde transgresión idiomática términos como “católico anticristista” (Basterra); “Pepeimedio evolutivo” (Domenchina); “poesía reumática” (la del “sotanista” Dámaso Alonso); la “morenía” (de Cernuda); o términos como “sonriyendo” o “sonlloro”, “su cadadía”, etc.
JRJ se mantuvo siempre en los márgenes o aledaños de las grandes instituciones o corporaciones. Su fuerte individualismo le llevó a escribir libremente, libre por conciencia pero esclavo por vocación. Se distanció de la literatura oficial de su época. JRJ huyó de las normas de la retórica clásica, del latinismo, de la exhibición erudita, se alejó de las convenciones de su siglo, de las modas de homenajes y centenarios (Cervantes o Góngora), de la sintaxis y de la gramática latina. Se distanció intencionadamente de la tendencia de su generación y del academicismo de la RAE. En 1914, año de publicación de Platero y yo, se cumplía el segundo centenario de la creación de esta institución, cuya relación con JRJ ilustra cuanto afirmamos acerca de la transgresión del poeta en primer lugar con el idioma y en segundo lugar con las corporaciones oficiales.
JRJ fue el único Nobel literario español que no se enrocó en la RAE, no entró en esas glorias. ¿Qué hacía el dinamismo de su Obra en Marcha arrellanado en un sillón tapizado de gramática? Nada. Sin embargo, nadie discute que en su eternidad estética una “J” ideal, mayúscula, sea suya sola. En tres ocasiones, le pusieron alfombra para academizarlo: durante la monarquía, en la República y con la dictadura. Y en las tres respondió con idéntica anarquía: más cómodo estaba en su casa creando y premiado solo con su espartana ramita de perejil (no laurel), que merendando con nobles y curas redichos o con escritores entredichos. JRJ, siempre despierto en sus laureles, vio con claridad que el perejil es fugitivo y el laurel para las conservas en escabeche.
Además, no olvidó el desaire de la Academia a su libro Melancolía, al que no quisieron concederle el premio Fastenrath en 1913. Lo propusieron Azorín y Benavente y lo apoyó toda la prensa, aunque intuía que no sería galardonado ni él, ni tampoco Antonio Machado por Campos de Castilla, como sucedió. Ahora, hemos conocido, gracias al minucioso Antonio Campoamor, que nadie presentó para ese galardón a ninguno de estos dos poetas. El astuto Azorín sembró el rumor en los periódicos para atajar el caciquismo efímero del secretario perpetuo de la Academia, Mariano Catalina, que premió los poemas De mi cercado, de su amigo Manuel de Sandoval. Pecado humano de ayer y hoy: condecorar la amistad, no la calidad artística. JRJ no supo nunca que Azorín no lo presentó al premio2. ¡Zorrín Azorín!, según JRJ, claro. A Valle-Inclán también lo ignoró la RAE, que prefirió declarar desierto el Fastenrath de 1932, antes que concedérselo por Tirano Banderas. A Gabriel Miró lo vetaron los jesuitas en 1927 cuando lo propuso Azorín, porque, decían, había tratado “mal” en su novela las Figuras de la Pasión del Señor y además había azuzado a la Iglesia y a la Orden religiosa en Nuestro padre San Daniel y en su continuación en El obispo leproso. Le dieron el premio a Antonio Porras. Así se leía en aquella España: católica y amigablemente3.
Dolido, en su Platero y yo (1914) lanzó un par de pullas contra el Diccionario de la RAE y quienes lo redactaron en los capítulos LV “Asnografía” y en el CXXV, “La fábula”. A propósito de la definición de Asnografía, reflexiona ante Platero: “Se dice, irónicamente, por descripción del asno. […] ¡Si su peluda cabezota idílica supiera que yo le hago justicia, que yo soy mejor que esos hombres que escriben Diccionarios, casi tan bueno como él! Y he puesto al margen del libro: Asnografía: s. f.: se debe decir, con ironía, ¡claro está!, por descripción del hombre imbécil que escribe diccionarios”. Los mismos que no le concedieron en 1913 el premio Fastenrath por su libro Melancolía. JRJ se echó al monte, extramuros de la norma, se convirtió desde entonces en un hereje gramatical que rehuía el coro de la iglesia académica y la gloria de su altar. Permaneció, proscrito literario, siempre de pie, lejos del docto sillón, sin apoyarse siquiera en la breve misericordia de la fama de sus asientos. Se alejó de las ortográficas palabras con ge, gi con el jolgorio de sus pecadoras jotas. Suprimió las b, las p, las n, etc., en palabras como “oscuro”, “setiembre” o “trasparencia”; y usó s en vez de x en palabras como “escelentísmo”. En un texto que escribió para la revista Universidad de Puerto Rico explicaba que esta manía o rebeldía le venía como fruto de escribir como se habla y no de hablar como se escribe. Un afán de sencillez. Por otro lado, afirmaba que de niño manejaba un Diccionario Enciclopédico de la Lengua Española ordenado por Nemesio Fernández Cuesta, que recogía todas las voces y locuciones usadas en España y América en el lenguaje común. Y además un tío suyo, que le legó parte de su biblioteca, escribía así y le pidió que él también lo hiciera: “En fin, escribo así porque yo soy muy testarudo, porque me divierte ir contra la Academia y para que los críticos se molesten conmigo. Espero, pues, que mis inquisidores habrán quedado convencidos, después de leerme, con mi esplicación, y además, de que para mí el capricho es lo más importante de nuestra vida”4. En un aforismo insiste en esta misma idea de contraponer la gracia del capricho frente a la norma fría: “¿Normas?, ¿disciplinas?, Caprichos, gustos”5.
A partir de entonces y como bella respuesta a este académico desprecio o menosprecio del premio, según creía, reaccionó coronando sus libros de verso (Estío, 1916) con esa humilde ramita de perejil dibujada por Fernando Marco, único “honor fugaz y máximo” a que aspiraba, como los lacedemonios (Platero y yo, CXXI): “πετροσ έλινον” (perejil silvestre). Entre la bienaventuranza académica y el liviano perejil, JRJ prefería lo vivo verde. Y como se sabía ya un clásico, no perturbó la eternidad de su Obra con sintácticas sesiones de Academia junto a escritores dormidos apalabrando el idioma. Prefería crearlo. Otros más, Valle-Inclán o Gómez de la Serna, por ejemplo, odiaron apoltronarse en una acolchada gramática, era tendencia de época aprendida de los modernistas que rehusaron esos honores corporativos.
Años después, la RAE quiso corregir su miopía lírica y le encargó a Salinas que propusiera a JRJ ocupar la vacante de Eduardo Gómez de Baquero, Andrenio, muerto el 16/12/1929. Como aquel no se atrevió a formulárselo de manera directa, le pidió a Juan Guerrero que mediase. JRJ se negó tajante. Lo mismo respondió a la revista Nuevo Mundo (17/1/1930): “Las Academias se han hecho expresamente para los académicos y me parece absurdo querer entrar en ellas a los clásicos”. JRJ pensó razonarlo todo en uno de sus cuadernos de Sucesión (12/1/1932). Ante su rechazo idealista, eligieron al naturalista Ignacio Bolívar (13 de febrero).
El segundo ofrecimiento vino tras el titubeo y la negativa final de Ortega (junio, 1935). Gregorio Marañón visitó a JRJ con la misma intención, pero obtuvo vertebrada respuesta, sin vacilación alguna. El doctor, orgulloso de pertenecer a todas las academias, no comprendía los síntomas del hipocondríaco poeta. Molesto por su fracasado diagnóstico, ya que garantizó a los académicos el éxito de su intervención, se disculpó, según Tomás Navarro Tomás, y alegó que JRJ se negaba, porque estaba completamente loco en sus sensatas razones: “Lo siento mucho, amigo Marañón, pero yo no seré nunca académico. No me gusta serlo, no va bien conmigo la Academia y no formaré parte de ella. A esta clase de centros deben ir las personas que sirven y lo desean. […] Para mí, la Academia es un centro de trabajo, al que deben ir los filólogos, los verdaderos académicos. Ahí tienen ustedes a Dámaso Alonso, a poetas como Salinas y Guillén; en último caso a Gómez de la Serna… Yo no soy un filólogo; no estudio las palabras, las invento, que no es lo mismo; soy un creador que se debe a su obra […] Yo me siento anti-académico, y me moriré sin entrar.
Fíjese, Marañón, en que a mí la Academia no me interesa nada. Como premio para la obra de un poeta me parece muy poco; económicamente no resuelve nada; y aceptar como una vanidad un puesto de trabajo que otro puede ocupar con mejor competencia, no me parece honrado... Ir a perder el tiempo hablando con el obispo, con Baroja o con Ricardo León, no lo voy a hacer. Tengo mi obra para trabajar en ella, que es lo que me gusta y deseo hacer… por todo esto, no seré nunca académico”6. Además, Marañón, le dijo, lo suyo allí es distinto, su presencia como médico en la Academia es muy útil y necesaria, pues además de trabajar en los diccionarios puede usted mirar la lengua a los académicos y si la tienen sucia, purgarlos. Marañón dejó a JRJ por imposible.
Tras las muertes de Asín Palacios en agosto del 44 (que ocupaba el sillón d) y Blas Cabrera, agosto del 45 (sillón I), José María Pemán, director de la RAE, le ofreció sitio académico al JRJ desterrado en época no racional, sino de hambre racionada: enero del 46. Su respuesta, la ya conocida. Sin embargo, qué azares depara el destino, esas dos vacantes fueron después para dos veintisietes: Gerardo y Dámaso, elegidos en el dictatorial año 48. El primero desempeñó el cargo de censor, y el segundo la dirigió con acierto entre 1968 y 1982. La poesía pisaba la RAE, no la de Machado o JRJ, otra con pie distinto, un pie que no dejó la misma huella en nuestra historia literaria. La actitud de JRJ contrasta con el afán de veintisietes que soñaban desde sus albores con las maderas académicas. JRJ era solo un creador, pero para estos poetas profesores, esos sillones eran un muelle respaldo en el paraíso poético y, quizá, el honor definitivo a sus carreras docentes. Eran estudiosos, filólogos o gramáticos a quienes les satisfacía parapetarse tras los diccionarios. La seudogloria académica fue para el 27 y los laureles de la historia literaria y las cátedras. JRJ se conformó con su ramita de perejil y con los lectores presentes y futuros.
Aleixandre entró en esa casa en compañía de sus amigos en 1950. Y Guillén no aceptó el sillón que le ofrecieron, quizá para que nadie lo retratase sentado en su poema “Beato sillón” y bromease con jueguecitos de tapicería o felicidad lírica. Bastante le habían criticado ya su controvertido verso “El mundo está bien hecho”, como para ocupar ahora una incómoda semántica. Para Guillén, que vivió y escribió toda su vida poesía normativa, entrar en esa casa amurallada de lexemas era algo superfluo, pues no salió nunca del rincón del academicismo. JRJ dijo que con el tiempo Guillén quedaría como un fray Hortensio Paravicino. A saber.
En esa España de posguerra oficialísima se ignoraba a JRJ, pero no en América, ni en Suecia. Sí, al de Moguer le dieron el Nobel, a pesar de los olvidos nacionales. La propuesta no se envió desde nuestro país. Aquí se luchó por que no se lo concediesen. Toda la España oficial: la RAE, rectores, decanos y profesores de las universidades defendían la candidatura de Menéndez Pidal. JRJ también apoyaba a su amigo. Pero los suecos, como señaló Hjalmar Gullberg en su esclarecedor informe, conocían muy bien el sol y el suelo que pisaban, pues para que España hubiese defendido a JRJ habría sido necesario “construir una [academia] invisible en la cual el poeta, aquí sí, hubiese contado con amigos y avaladores. Pero sus contemporáneos de la famosa “generación del 98”, un Unamuno, un Antonio Machado (ambos también dignos candidatos al premio Nobel) están todos muertos. Y sus discípulos más brillantes, un Rafael Alberti, un García Lorca, o bien se exiliaron o enseguida fueron definitivamente arrinconados por el régimen vencedor”7. Los suecos, qué preclaros con su idioma de sílabas blancas y su inteligencia sensitiva.
Lanzada la noticia del premio, ABC (26/10/1956) repatrió enseguida al poeta en portada con una gran foto y omitió sus veinte años de exilio: “El premio Nobel de Literatura para España”. ABC barría para casa y la RAE, por mano de Julio Casares, su secretario perpetuo y crítico eterno de JRJ, rodeado de periodistas barría para afuera y decía que la Academia no tenía por qué tener conocimiento del premio concedido a un escritor español. “En la sesión de hoy solo tratamos del fallecimiento del almirante Estrada. Nadie comunicó nada de premio Nobel a la Academia ni tenían por qué hacerlo. Aquí no sabemos nada. Particularmente, cada académico puede juzgar el hecho como guste. Unos lo encuentran acertado, y otros no. Pero, repito, esto en el terreno particular. –¿La Academia no va a felicitar al poeta?, preguntaba el periodista. –Hasta el momento no puedo decirle nada. Oficialmente no mantenemos contacto con él”8. Hacía cuarenta años que JRJ y Julio Casares hornearon libros en la Casa Calleja. Este estudioso, que hablaba dieciocho idiomas menos el del verso moderno, declaró a JRJ en ABC (12/2/1918) en “franca decadencia”, por alternar poesía y prosa, tortas con pastas, en su Diario de un poeta recién casado (1917) y además le reprochaba que partiese el verso, como el pan, por donde quería. No comprendía el políglota el diálogo entre idea y sílabas, sino amoldado a una tradición de crujiente corteza. A Casares se le atragantó JRJ por las migajas de unas rencillas en la Casa Calleja, donde juntos hornearon libros una temporada: JRJ, los nuevos; y Casares, siempre viejos. Temperaturas diferentes de cocción, eso es todo.
El políglota Casares ni entendía ni leía la poesía de JRJ, quizá no la leía porque no la entendía. A la salida de esa sesión de la Academia los periodistas preguntaron a Gerardo Diego si se había hecho alguna alusión al nuevo premio Nobel: “Ninguna. Oficialmente no se habló nada. Privadamente cada uno opinó a su manera”. Si el cartero hubiese llamado a la puerta de la RAE para entregar el telegrama del Nobel a JRJ, los académicos del 56, en sesión plenaria, lo hubieran devuelto con esta nota en el sobre: “Desconocido”. Y hubieran despedido al mensajero así: “Ese señor no pisó jamás esta casa, búsquenlo en sus jardines lejanos o en su eterna trasparencia”. Entre los veintisietes ya ensillonados (Dámaso y Aleixandre) y otros dispersos (Cernuda y Bergamín) cundió un asombrado y asombroso silencio. En los archivos de Puerto Rico está catalogado un telegrama de Guillén de felicitación por el Nobel, que curiosamente ha desaparecido. Vaya, qué mala suerte. Pero bueno, sí se conservan los de Borges, Saint-John-Perse, Ezra Pound, Kazantzakis, Gabriela Mistral, Menéndez Pidal, Jiménez Fraud, Lezama Lima, Alfonso Reyes, Alberti, G. Diego, etc.
Pasaron los años y como a Guillén el Nobel le quedaba muy al norte, en 1976, sus amigos, los poetas académicos, se inventaron con tino el premio Cervantes para condecorarlo. Fue un acierto, lo de crear el Cervantes, digo. Gerardo felicitó a Guillén, pero tuvo sumo cuidado al ofrecerle un asiento académico. Sustituyó, astuto, el incómodo y beato sillón por modesta silla: “Antes habíamos acordado ya ofrecerte una “Silla” que, según dicen, tú no aceptas. Espero que no te cierres en la negativa. Eso está bien para los orgullosos como Ortega o JRJ. Tú no eres de esos. De cualquier modo ya estás con Dámaso, Vicente y yo y todos los demás, ‘honoris et amoris causa’”9. ¡Qué buen acomodador de palabras fue Gerardo, presentó al ego guilleniano silla en vez de sillón para no incomodar su beatitud! Guillén rechazó el sillón K mayúscula, que dejó tras su muerte Gil y Gaya. Sí, se colmaron de honores y amorosas medallas. JRJ llevaba muerto veinte años, aunque seguían obsesionados con él. En 1978, nombraron a Guillén académico honorario, esto es, ya sin sillón, silla o suelo. Solo en su Aire puro.
Luego, Dámaso recibió su Cervantes en el 78; el siguiente le tocó a Gerardo compartirlo con Jorge Luis Borges. Su otro gran gran premio, el Nacional (1925), fue al alimón, con Alberti o dicho más claro, entró en los dos con calzador, arrimaron sus versos. Síntoma de que le faltó algo más para ser un gran poeta a solas. Y como los suecos nos dejaron gratamente helados a todos con un Nobel democrático a Aleixandre (1977), sus amigos consideraron redundante ya entregarle el Cervantes. El recién estrenado juancarlismo corrió raudo al día siguiente de concederle el Nobel a Aleixandre a enmedallarlo con la Gran Cruz de Carlos III, con Dámaso y Gerardo como testigos o restos generacionales. Fue la legalización del partido poético del 27, no del nacional acomodado que ya gozaba de sus prebendas, sino más bien del otro 27, del exiliado, del fusilado, del ninguneado, que aún estaba por repatriar: Lorca, Cernuda, María Zambrano, Alberti…
En política, JRJ rompió los moldes tradicionales de derechas e izquierdas cuando en junio de 1936, víspera de nuestra guerra incivil, dio su conferencia Política poética en el auditorio de la Residencia de Estudiantes. Allí, Jacinto Vallelado, pronunció las razones y pensamientos políticos-poéticos de JRJ, que aquejado de una conjuntivitis no pudo leer lo redactado. El poeta exaltaba en un inusitado “comunismo poético” el trabajo gustoso suyo y de los demás y mostraba cómo él, al igual que tantos otros en quehaceres diversos, tuvieron que luchar contra la incomprensión del gusto del trabajo por el trabajo. Su “comunismo poético” consistía “en que todos, iguales en principio, trabajásemos en nuestra vida, con nuestra vida y por nuestra vida por deber consciente, cada uno en su vocación, “en lo que le gustara”, y, entiéndase bien, con el ritmo conveniente y necesario a ese gusto. La vida y el trabajo no pueden tener otro ritmo que el suyo”. ¡Qué transgresión más revolucionaria la de la lírica política! Un pensamiento social y político diferente, que no se ajustaba a las corrientes ideológicas de su tiempo.
Defendía la existencia de un partido poético en el que cabrían todos: izquierdos, derechos y medios, un partido que gobernase y administrase un “estado poético” en que la poesía nos llevase a todos extremistas o transigentes de cada idea a nuestro propio centro con izquierda y derecha. Sería una totalidad en la que, comunismo verdadero, nadie legislaría ni regiría, porque no sería necesario. Es decir, una utopía lírica; sin embargo, cuánto mejoraría el país por medio de la poesía en comprensión, tolerancia, respeto y belleza. Los políticos usualmente son enemigos de la verdad y de la poesía, y pretenden rebajar al noble pueblo a imagen y semejanza de sus más bajos instintos. Los políticos o administradores, decía JRJ, deben prepararse en la poesía, la poesía del trabajo. De modo que la Poesía estaría en el trabajo, en el ocio y en el sueño de cada político, de cada ciudadano. Todos deben ayudar al político poético en su labor, en esa tarea inmensa de poner la poesía al alcance de todas las manos. Levantando la poesía del pueblo se disemina la mejor semilla social política. Decía JRJ que entre las materias en la preparación de quien va a la política, administración espiritual y material de un pueblo, la principal debería ser la Poesía, que tiene necesariamente que envolver a las demás. Así los más naturales poetas de todos los tiempos y los de su propio país serían la fuente de del pensamiento político y, sin duda, ello permitiría construir una nación más justa, más noble y con mayor entendimiento y más sanas aspiraciones o ideales.
En cuestiones religiosas JRJ se rebeló contra las idolatrías y las representaciones materiales artísticas de un Dios barbado, así como contra todo el aspecto teatral y de espectáculo en que gusta recrearse a la Iglesia y al pueblo: festividades, adoraciones, romerías, procesiones y liturgias. Simbólico resultó el resbalón de JRJ en la mañana de nieve (2/3/1916), en que esperaba nervioso a las puertas de la iglesia de St. Stephen (Nueva York) la llegada de su prometida Zenobia para casarse. Mientras miraba el vuelo de un pájaro entre edificios, resbaló sobre el hielo de las escaleras de la iglesia y dio con sus huesos enamorados en el suelo. Desde entonces, elevó su amor y su poesía entre piedra y cielo hacia lo puro, lo esencial. JRJ se había educado con los jesuitas en el colegio San Luis Gonzaga en El Puerto de Santa María (Cádiz); sin embargó, pronto ladeó las prácticas religiosas oficiales. Y abrazó en consonancia con sus maestros krausistas un dios de la belleza, de la poesía, diferente del dios de los demás hombres.
JRJ transgredió el oficialista académico, político y religioso establecido. Y como poeta, su trabajo gustoso fue transgredir el idioma. Es decir, solo el creador verdadero, solo el poeta fatal es quien forja un idioma.
[1] Sala Zenobia-Juan Ramón JIMÉNEZ, Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 149 (2) 147.
[2] Antonio CAMPOAMOR, Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. Años españoles (1881-1936), Sevilla, UNIA, 2014, p. 311.
[3] José Antonio EXPÓSITO, Ecos de una voz. Juan Ramón Jiménez y la Generación del 27. La amistad traicionada, Orense, Linteo, 2019.
[4] Juan Ramón JIMÉNEZ, Estética y ética estética, Madrid, Aguilar, 1967, p. 120.
[5] Ibid., p. 310.
[6] Juan GUERRERO RUIZ, Juan Ramón de viva voz, vol. II, Valencia, PreTextos, 1998, p. 299.
[7] Alfonso ALEGRE y José Antonio EXPÓSITO, Juan Ramón Jiménez, 1956. Crónica de un premio Nobel, Madrid, Residencia de Estudiantes, 2008, p. 171.
[8] “Juan Ramón, premio Nobel”, Ya, Madrid, viernes, 26/10/1956.
[9] Pedro SALINAS, Gerardo DIEGO y Jorge GUILLÉN, Correspondencia (1920-1983), Valencia, Pre-Textos, 1996, p. 331.
Resumen
Este artículo muestra que el espíritu del poeta siempre transgredió la ley poética, la vieja norma, la costumbre clásica para ser fiel solo a lo verdadero y a lo actual. Demuestra que el poeta logró escapar con acierto de las modas estéticas, de unas tendencias literarias que imponían muchas de las veces un verso de circunstancia mostrando cómo no se dejó encerrar en la poesía social, surrealista, futurista, por citar solo algunos ejemplos, huyendo así de los “ismos” literarios. Partiendo de los textos demuestra cómo el poeta solo obedeció a su ley poética haciendo de su obra, una obra mellada por la transgresión y la invención.
Résumé
Cet article montre que l'esprit du poète a toujours transgressé la loi poétique, l’ancienne norme, la coutume classique de n’être fidèle qu’à ce qui est vrai et actuel. Au fil des pages, le lecteur perçoit à quel point le poète parvient à échapper aux modes esthétiques, aux courants littéraires qui imposaient souvent un vers de circonstance, à quel point il ne s’est jamais laissé enfermer dans une poésie sociale, surréaliste, futuriste, pour ne citer que quelques exemples, fuyant ainsi les “ismes” littéraires. En convoquant les textes, ces pages démontrent que le poète n’a jamais obéit qu’à sa propre loi poétique conférant ainsi à son œuvre la marque profonde de la transgression et de l’invention.
José Antonio Expósito
Director en el IES Las Musas de Madrid
ALEGRE, Alfonso y EXPÓSITO, José Antonio, Juan Ramón Jiménez, 1956. Crónica de un premio Nobel, Madrid, Residencia de Estudiantes, 2008.
CAMPOAMOR, Antonio, Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. Años españoles (1881-1936), Sevilla, UNIA, 2014.
EXPÓSITO, José Antonio, Ecos de una voz. Juan Ramón Jiménez y la Generación del 27. La amistad traicionada, Orense, Linteo, 2019.
Juan, GUERRERO RUIZ, Juan Ramón de viva voz, vol. II, Valencia, PreTextos, 1998.
JIMÉNEZ, Juan Ramón, Estética y ética estética, Madrid, Aguilar, 1967.
“Juan Ramón, premio Nobel”, Ya, Madrid, viernes, 26/10/1956.
SALINAS, Pedro, DIEGO, Gerardo y GUILLÉN, Jorge, Correspondencia (1920-1983), Valencia, Pre-Textos, 1996.