Quien pretenda rastrear residuos mitológicos todavía vivos en Espacio y Tiempo de Juan Ramón Jiménez tenderá inevitablemente hacia un discurso sobre la reproducción de estructuras arquetípicas que acaso podrían observarse en dichas obras. Tal fenómeno parecería trazar un recorrido lógico frontalmente opuesto al de la transgresión de la norma, como si la herencia y revitalización de sedimentos mitológicos se realizaran en una perfecta transmisión. Sin embargo, una lectura más atenta de los poemas juanramonianos revela una voluntad textual de transgresión arquetípica: Jiménez, intencionalmente o no, reproduce, versiona y transgrede las estructuras arquetípicas tradicionales para darles, tal vez, un sentido nuevo.
No buscamos proponer, en este trabajo, una lectura psicoanalítica ni psicológica del texto juanramoniano; sin embargo, resulta importante abordar, aunque sea de manera tangencial, el pensamiento junguiano, con el fin de navegar de forma competente en el océano de las estructuras arquetípicas. Carl Jung llega a su pensamiento sobre lo arquetípico partiendo de la idea de libido, que define, de forma más amplia que Freud, como la multiforme energía psíquica que anima todo lo que produce una tendencia. Cuando dicha tendencia encuentra un obstáculo, se produce, según Jung, una regresión de la libido, que pasa a buscar nuevas formas para desarrollarse. Por ejemplo, una tendencia incestuosa va a hallar obstáculos evidentes. Por ende, se desarrollará una transformación de la libido, con el fin de que esta pueda hallar nuevas formas de expresión. Este razonamiento constituye, de algún modo, el axioma inicial de su obra Símbolos de transformación1, cuyo título se refiere precisamente a la idea que acabamos de describir: la transformación de la libido se produciría a través de su expresión en ciertos símbolos o imágenes. Y justamente son estos símbolos los que conducen a Jung a desarrollar su teoría de los arquetipos, que va a identificar en los sueños y las fantasías de sus pacientes, pero también en relatos mitológicos y religiosos de distintas partes del mundo, a menudo entre culturas que no tuvieron, históricamente, ningún tipo de contacto, y que, aun así, producen imágenes y símbolos análogos, que se responden y se corresponden. Aunque la definición del arquetipo según Jung no es siempre clara, el autor sí precisa que por “arquetipo” no debemos entender la imagen o el símbolo en sí, que se reproducirían en el espacio y el tiempo: no se trata de representaciones heredadas, sino de una misma tendencia compartida entre los hombres a la producción de imágenes simbólicas análogas. Por proponer una analogía, sin duda limitada pero ilustrativa, se podría decir que, de igual modo que no se hereda un lenguaje, sino una disposición hacia el lenguaje, no se heredan imágenes, sino una disposición o tendencia hacia la producción de símbolos análogos (que, más adelante, sentarían las bases para la teoría junguiana del inconsciente colectivo).
A partir de esta idea, podemos postular, con Jung, la existencia de dos formas de pensamiento2. Por una parte, tendríamos el pensamiento al cual estamos por lo general más inmediatamente acostumbrados: el pensamiento en palabras, pensamiento lingüístico, conceptual, propio en particular de la modernidad. Por otra parte, Jung postula la existencia de un segundo tipo de pensamiento que le resultaría al individuo moderno prácticamente opaco, un pensamiento arcaico compuesto por imágenes, un tipo de pensamiento simbólico y que relevaría de la particular experiencia del mundo realizada por el sujeto. Esta forma arcaica del pensamiento es la que se encontraría en mitología, en los textos religiosos, y un largo etcétera. Podríamos aventurar que, al menos en parte, es la forma de pensamiento que pervive hoy, todavía, en el fenómeno poético. Llegamos así a Espacio y Tiempo de Juan Ramón Jiménez, dos obras en las que abundan herencias arquetípicas, residuos simbólicos y variados mitologemas. Propondremos pues un trabajo que examine cómo el texto los integra (transmite) y los invierte (transgrede). Si pensamos la transmisión del arquetipo como norma, ¿cómo se sitúa Jiménez, figura de multifacéticas transgresiones, frente a tal norma? Este enfoque será de gran utilidad para pensar el funcionamiento del pensamiento poético, entendiendo el poema en parte como lugar de pervivencia de esa forma de pensamiento arcaico: el pensamiento por imágenes, o simbólico.
La cuestión es francamente abundante, y podría llenar una tesis doctoral. Por ende, nos limitaremos aquí a un solo aspecto, el arquetipo del héroe solar, y a un motivo concreto de ese aspecto: el combate contra el monstruo. Examinaremos estas ideas sobre todo en Espacio, aunque también evocaremos a su inacabado hermano, Tiempo. Recuérdese sin embargo que queda mucho más de lo que hablar sobre estos dos poemas en prosa, excepcionales en el panorama de la literatura española, y acaso mundial, del siglo xx.
El arquetipo del héroe solar parece surgir, como consecuencia lógica, de lo que Jung entiende es la más fundamental veneración primitiva, la veneración del sol:
El sol, como hace observar Renan, es en verdad la única imagen “razonable” de dios, tanto si nos colocamos en el punto de vista del primitivo como en el de la moderna ciencia de la naturaleza; siempre es el dios-padre que anima todo lo viviente, el fecundador y el creador, la fuente de energía de nuestro mundo3.
La primera forma tomada por el arquetipo de lo divino parece ser justamente la del astro solar. Y, naturalmente, es también la primera imago o manifestación arquetípica que gobierna la voz de Espacio y Tiempo. En el primer fragmento de Espacio leemos: “Como yo he nacido en el sol, y del sol he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostaljia, como la de la luna, es de haber sido sol de un sol un día y reflejarlo sólo ahora”4. La veneración del sol aparece de forma aún más clara en el segundo fragmento de Tiempo:
Esta mañana el sol me hizo adorarlo. […] Qué poco se mira al sol saliente, poder verdaderamente primero y único. Comprendo la adoración, bendición o maldición del sol; la idolatría del sol. Es nuestro principio único visible. ¿Cómo olvidar que hemos salido de él y que él nos «sostiene» y nos «mantiene» en todos los sentidos de la palabra?5
De hecho, podemos incluso observar que la voz no se limita a una mera adoración del sol, sino que parece postular una comunidad de sustancia entre sí misma y el astro luminoso: la voz comparte su sustancia con esta fuerza astronómica primordial. Así pues, la voz se representa a sí misma como nacida en el sol y compartiendo su esencia con él; por tanto, a través de este fenómeno de parentesco con el sol, al ser este venerado, presenciamos un fenómeno indirecto de deificación de la voz.
Por este fenómeno de deificación de la voz nos acercamos a la representación del yo-dios, esto es, al surgimiento del mitologema heroico. La voz dibuja, tanto en Espacio como en Tiempo, una equivalencia entre sí misma y el astro venerado: el locutor es retoño del sol que, al tomar forma humana, se encuentra ahora en lo que llama la “sombra”. Lo que sucede, en términos de representaciones simbólicas mitológicas, es el paso de la simbología astral a la simbología humana:
El más egregio de todos los símbolos de la libido es la figura humana como demonio o héroe. Con él, el simbolismo abandona el dominio de las cosas y de lo impersonal, propio de la imagen astral y meteórica, y adopta forma humana: la forma del ser que pasa del dolor a la alegría y de la alegría al dolor, que semejante al sol tan pronto se halla en el cenit como se hunde en la noche tenebrosa de la cual renace a un nuevo esplendor. […] El paso simbólico de sol a hombre es fácil y practicable6.
Según Jung, esta transformación del símbolo meteórico en símbolo humano (o similar) permite el nacimiento, de forma intercultural (arquetípica) del mito del héroe, que es siempre héroe solar. Huelga recordar aquí el celebérrimo principio de Espacio:
Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo. Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo porvivir. […] Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia ; sólo con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo ; sí, de fuego o de luz, luz7.
En otras palabras, por este fenómeno de deificación solar, la voz se aparenta a lo que Jiménez llama su dios inmanente, con el que comparte su substancia. De momento, nos hallamos frente a una perfecta transmisión del motivo arquetípico: la voz parece configurarse poco a poco como el discurso del héroe solar mitológico.
A pesar de su naturaleza divina, el héroe solar empieza su aventura al encontrarse en la sombra. La misión del héroe solar según Jung es un metafórico “regreso a la madre”, lo cual, en términos simbólicos, significa reencontrar una suerte de totalidad inicial, la indistinción primordial entre el sujeto y el objeto, entre el individuo y el ambiente. El motivo del paraíso perdido es una de las declinaciones de este fenómeno. Sostiene Jung que, por el regreso a la “madre”, el héroe “anhela […] la inconsciente comunidad con la vida en las formas innumerables de la existencia”8. Y precisamente todo Espacio parece orientado hacia esa reunión con la totalidad, a ese re-devenir uno con el todo. En el segundo fragmento la voz exclama: “Infancia, niño vuelvo a ser”9; y en el primer fragmento leemos: “¡[…] de vuelta a mí, sonrío volviendo ya al jardín abandonado! [...] Enmedio hay, tiene que haber un punto, una salida; el sitio del seguir más verdadero, con nombre no inventado, diferente de eso que es diferente e inventado, que llamamos, en nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo”10; “¡Espacio y tiempo y luz en todo yo, en todos y yo y todos! ¡Yo con la inmensidad!”11. La voz del héroe solar traza una voluntad clara de acercamiento a la experiencia de la totalidad.
Así, el modelo arquetípico parece dibujar un cierto número de etapas claras en el recorrido del héroe: nacimiento (o renacimiento); emergencia en el mundo (sombra); misión de regresar a la “madre” para un nuevo renacimiento divinizador (transformación). Sin embargo, como todos sabemos, el recorrido nunca es tan sencillo, pues en la ruta del héroe abundan los obstáculos. Jung analiza esos obstáculos en sus representaciones simbólicas, que parecen funcionar como un desdoblamiento de la imago materna. La primera madre sería la dadora de vida, la que permite el nacimiento y posterior renacimiento del héroe. La segunda sería la madre devoradora, la madre terrible, que encierra al héroe y lo consume, cuando la regresión de la libido incestuosa no encuentra nuevas imágenes de canalización, esto es, se vuelve incapaz de transformarse. Para alcanzar su renacimiento, el héroe debe enfrentarse pues a esa segunda imago materna que obstaculiza su desarrollo, tradicionalmente representada por algún tipo de monstruo: en la mitología babilónica, es el caso de Marduk y la diosa-dragón Tiamat, madre de los dioses; en representaciones que nos son más familiares, es San Jorge contra el dragón, Heracles contra la Hidra, Mitra sacrificando al toro, y una larga serie de variaciones sobre el mismo motivo. Jung apunta además que, a menudo, el combate contra el monstruo se desarrolla cerca de una fuente de agua, a veces de un vado. Sobre la importancia simbólica del tal elemento dice Jung:
Donde puede vadearse el río […]. El agua como obstáculo en los sueños parece aludir a la madre, es decir, a la regresión de la libido. El atravesar las aguas = superación del obstáculo, es decir, de la madre como símbolo del afán por el estado letárgico o parecido a la muerte12.
De tal manera, para cruzar el río (entiéndase, entrar en la “madre” dadora de vida en vistas a un renacimiento o transformación) hace falta primero enfrentarse al monstruo, al dragón (imagen de la otra “madre”, la madre terrible de la devoración y la muerte). Estos motivos mitológicos recuerdan poderosamente el final de Espacio, en particular la famosa y extraña escena del combate entre el poeta y el valeroso cangrejo – o, para usar el término juanramoniano, el “cáncer”. Tomémonos el tiempo de examinar este fragmento en detalle:
Plegadas alas en alerta unido de un ejército cárdeno y cascáreo, a un lado y otro del camino llano que daba sus pardores al fiel mar, los cánceres osaban craqueando erguidos (como en un agrio rezo de eslabones) al sol de la radiante soledad de un sol ausente. Llegando yo, las ruidosas alas se abrieron erijidas, mil seres ¿pequeños? ladeándose en sus ancas agudas. Y, silencio; un fin, silencio. Un fin, un dios que se acercaba. Un cáncer, ya un cangrejo y solo, quedó en el centro gris del arenal, más erguido que todos, más abierta la tenaza sérrea de la mayor boca de su armario; los ojos, periscopios tiesos, clavando su vibrante enemistad en mí. Bajé lento hasta él, y con el lápiz de mi poesía y de mi crítica, sacado del bolsillo, le incité a que luchara. No se iba el david, no se iba el david del literato filisteo. Abocó el lápiz amarillo con su tenaza, y yo lo levanté con él cojido y lo jiré a los horizontes con impulso mayor, mayor, mayor, una órbita mayor, y él aguantaba. Su fuerza era tan poca para mí, más tan poco, ¡pobre héroe! ¿Fui malo? Lo aplasté con el injusto pie calzado, sólo por ver qué era. Era cáscara vana, un nombre nada más, cangrejo; y ni un adarme, ni un adarme de entraña; un hueco igual que cualquier hueco, un hueco en otro hueco. Un hueco era el héroe sobre el suelo y bajo el cielo; un hueco, un hueco aplastado por mí, que el aire no llenaba, por mí, por mí; sólo un hueco, un vacío, un heroico secreto de un frío cáncer hueco, un cangrejo hueco, un pobre david hueco. Y un silencio mayor que aquel silencio llenó el mundo de pronto de veneno, un veneno de hueco; un principio, no un fin. Parecía que el hueco revelado por mí y puesto en evidencia para todos, se hubiera hecho silencio, o el silencio, hueco; que se hubiera poblado aquel silencio numerable de innúmero silencio hueco. Yo sufría que el cáncer era yo, y yo un jigante que no era sólo yo y que me había a mí pisado y aplastado. ¡Qué inmensamente hueco me sentía, qué monstruoso de oquedad erguida, en aquel solear empederniente del mediodía de las playas desertadas! ¿Desertadas? Alguien mayor que yo y el nuevo yo venía, y yo llegaba al sol con mi oquedad inmensa, al mismo tiempo; y el sol me derretía lo hueco, y mi infinita sombra me entraba al mar y en él me naufragaba en una lucha inmensa, porque el mar tenía que llenar todo mi hueco. Revolución de un todo, un infinito, un caos instantáneo de carne y máscara, de arena y ola y nube y frío y sol, todo hecho total y único, todo abel y caín, david y goliat, cáncer y yo, todo cangrejo y yo. Y en el espacio de aquel hueco inmenso y mudo, Dios y yo éramos dos13.
Este fragmento merecería, en otro contexto, un exhaustivo análisis línea a línea. Sin embargo, podemos de entrada observar que, curiosamente, el combate se desarrolla “a un lado y otro del camino llano que daba sus pardores al fiel mar”. En esta imagen se oye nítido el eco del combate mitológico en el vado, cerca del agua, imagen de renacimiento. En Espacio, el héroe termina pues su viaje al llegar al mar, pero antes de sumergirse con el fin de resurgir transformado, debe enfrentarse al dragón. Sin embargo, vemos también que algo no encaja en esta acaso mal llamada representación arquetípica. Nuestro supuesto héroe no se enfrenta a un gigantesco dragón, sino a un simple cangrejo. No hay combate épico, sino fácil aplastamiento de un crustáceo. Aplastamiento que, además, no lleva a ninguna forma de renacimiento o divinización del héroe, a ninguna experiencia de la totalidad, sino más bien a una experiencia radical de la vacuidad. Jiménez parece pues jugar con los residuos mitológicos hasta alcanzar una transgresión de la estructura arquetípica por un fenómeno de inversión de sus códigos.
Y es que Espacio parece construirse menos como un canto al encuentro con la totalidad, que como un relato de su pérdida. La voz pasa de poseer la totalidad ansiada, a experimentar su dolorosa fractura. Pensemos de nuevo en el final del combate contra el cangrejo, para observar cómo, de la deificación de la voz de la que hablábamos más arriba, pasamos a la radical alienación con la divinidad: “Y en el espacio de aquel hueco inmenso y muro, Dios y yo éramos dos.” He aquí la experiencia de la fractura. El discurso evoluciona pues hacia la des-divinización. La voz poética parece sufrir lo que Karl Joel llama “la vivencia primaria”, y que Jung define así:
Por vivencia primaria hay que entender el acto por el cual el hombre distinguió, por vez primera, entre sujeto y objeto, colocando conscientemente a este último frente a sí mismo. Tal acto es psicológicamente inconcebible sin la hipótesis de una desunión interna del “hombre” animal consigo mismo, mediante la cual éste se separó de la naturaleza, con la que se identificaba14.
En realidad, en este final de combate contra el cangrejo, sí está representada una forma de (re)nacimiento, pero se trata de un renacimiento diferente: es el renacimiento de la conciencia, y la conciencia es, inevitablemente, aquello que fractura la totalidad no consciente. Recordemos el lamento también de Jiménez en Tiempo: “Feliz el animal y desgraciado el hombre, fatalmente heredero ya para siempre del pecado original de la inteligencia”15.
El nacimiento de la conciencia implica necesariamente, valga la redundancia, una conciencia de la temporalidad, de la propia finitud. En otras palabras, un conocimiento de la muerte. Así, el destino de renacimiento divino del héroe se ve remplazado en Espacio (y en Tiempo) por la obsesión de una muerte banal e inevitable. Recordemos que, en las últimas líneas de Espacio, la voz se dirige a su consciencia que, por el hecho mismo de existir, es decir por su propia finitud, funciona como una condena a muerte, que arrebata a la voz poética todo atisbo de divinidad:
¿Y no podremos ser por siempre, lo que es un astro hecho de dos? [...] Dime tú todavía : ¿No te apena dejarme? ¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi vida? [...] ¿Y te has de ir de mí tú, tú a integrarte en un Dios, en otro dios que este que somos mientras tú estás en mí, como de Dios?16
Suponemos que huelga recordar aquí, en esa voluntad de ser “astro hecho de dos”, el recuerdo final de la simbología astral meteórica previa al surgimiento del héroe con figura humana. Pensemos también en el final de Tiempo, obra antes solar que concluye con un explícito movimiento hacia la sombra:
¡Qué sombra! Mirando la sombra de la fuente sobre el prado verde pienso en la sombra del mundo. La sombra está mejor dibujada que el cuerpo mismo que la proyecta, sin duda porque es una suma del cuerpo y del proyector. ¡Qué enorme sombra la de esta cabeza mala del mundo!17
El recorrido del héroe solar se ve pues explícitamente abortado. El residuo arquetípico es invertido y contestado.
Pero regresemos al fragmento que más nos interesa: al supuesto combate contra el monstruo. Estas breves líneas están saturadas de elementos de inversión arquetípica que le dan la vuelta a las representaciones tradicionales y a las posibles expectativas del lector. En primer lugar, el supuesto monstruo, el exiguo cangrejo, es en realidad la figura que acaba revistiendo todos los atributos del héroe mitológico y del heraldo solar. Observemos cómo esta extraña figura está representada en la escena. En primer lugar, vemos cómo, con el fin de trabar batalla con el poeta, el cangrejo se aleja de su grupo, buscando el duelo individual. Jean-Pierre Vernant recuerda que esta es la actitud tradicional del héroe en la Grecia homérica, abandonada por el modelo espartano18. Mucho antes de la primacía lacedemonia, en la que el modelo heroico se reinventa para convertirse en el del hoplita que jamás abandona la formación grupal, que mantiene su lugar en las filas y combate codo con codo con sus compañeros, el héroe solía ser aquel que se desmarcaba del grupo, que se adelantaba al resto para desafiar a un duelo individual al campeón del bando rival, o simplemente para aniquilar a tantos enemigos solo como le fuera posible. Y es precisamente el cangrejo el que, en esta escena, adopta la actitud del héroe homérico. En segundo lugar, la divinización abandona a la voz para caracterizar al cangrejo: “Un fin, un dios que se acercaba”19. Además, el locutor retoma la figura arquetípica del combate contra el gigante a través de la identificación del cangrejo con David: “No se iba el david”20, al que llega a incluso a caracterizar como héroe: “pobre héroe”21. Falta señalar, además, que casi siempre la voz emplea el término “cáncer”, y no “cangrejo”. Desde la perspectiva de nuestra lectura simbólica y mitológica, podemos formular la hipótesis siguiente para explicar la elección de tal término. Jung recuerda que el cáncer zodiacal es el signo del solsticio de verano22. Es decir, que al término “cáncer” corresponde la jornada con más sol del año. En otras palabras, vemos cómo el cáncer se apropia de todos mitologemas necesarios hasta convertirse, para nuestra sorpresa, en el héroe solar. Esta transformación tiene una consecuencia directa: si el cáncer es el héroe solar, y la representación del poeta es la que se enfrenta al cáncer, eso convierte al poeta en el monstruo, en esta extraña versión nuestra de un relato harto conocido.
Efectivamente, la voz poética, antes héroe, parece en estas últimas líneas adquirir todas las características del monstruo, de la imago de la “madre” terrible. Jiménez parece describir en esta escena un migración de cangrejos observable en Florida, en la que los crustáceos, por centenas, se dirigen hacia el mar. Es decir, que en este combate “en el vado”, no es el poeta sino el cangrejo quien busca entrar en el mar, es decir, siguiendo el recorrido solar, alcanzar su renacimiento. Y el que le bloquea el camino es justamente el poeta, que deviene obstáculo al renacimiento del héroe, es decir, deviene dragón. Además, Jung recuerda que el monstruo puede tomar a menudo el aspecto de un gigante. Es exactamente el caso aquí: “y yo un jigante”, confirma el locutor, lo que además podía deducirse de la analogía con la pareja mítica David-Goliat antes comentada. Esta inversión de las expectativas está representada aún más claramente al final del fragmento, cuando la voz poética recurre de nuevo a otro motivo arquetípico: “todo abel y caín, david y goliat, cáncer y yo”. Así, al motivo del héroe frente al gigante, viene a añadirse el motivo extremadamente recurrente de los hermanos hostiles, representado aquí por la pareja Abel-Caín. Así, el cáncer es Abel, favorito de Dios y víctima de su hermano, mientras que el poeta es Caín, primer asesino, resentido y fratricida. El motivo de los hermanos hostiles es otro arquetipo extremadamente fértil: Osiris y Seth (o Tifón), Thor y Loki, Eteocles y Polinices, incluso Cristo y Satán son solo algunas de las parejas que han representado esta idea. Añadiremos pues “cáncer y yo” a la lista. Y, para terminar esta enumeración, podemos subrayar una vez más el proceso de des-divinización que sufre la voz después del cainita asesinato: “Y en el espacio de aquel hueco inmenso y mudo, Dios y yo éramos dos”23 (la misma alienación de la divinidad le sucede a Caín en el relato bíblico).
Semejante derrota del héroe, y victoria aplastante (nunca mejor dicho) del poeta-monstruo, tiene graves consecuencias en el poema. Hace falta recordar aquí que, tal como lo analiza Jung, lo que el combate contra el monstruo le permite al héroe, no es meramente su propio renacimiento (transformación), sino que le da la posibilidad de crear el mundo. Es por la victoria del héroe sobre el monstruo que nace la idea arquetípica de la creación a partir del caos, o del ordenamiento del caos primordial. En ese sentido, el monstruo funciona como representación simbólica del caos, mientras que el héroe es aquel que se enfrenta al caos, lo acota, lo define y lo transforma con el fin de crear el orden, esto es, de crear el mundo habitable. Uno de los ejemplos más ricos (y más antiguos) de este motivo se encuentra en el mito babilónico de Marduk y Tiamat24. Según este relato, todo comienza una pareja de dioses primordiales: Tiamat, diosa-dragón marina, “madre” cósmica, y su consorte Apsu. De esta pareja surgen todos los dioses menores, los cuales, en su rebeldía, asesinan a Apsu. Furiosa, Tiamat asume su persona de “madre terrible”, de encarnación del caos, y empieza a masacrar a los dioses menores, hasta la llegada del dios solar Marduk. Este resuelve enfrentarse con Tiamat, armado con el viento, y con una red. Este último elemento es de crucial importancia: al encerrar a Tiamat en la red, el héroe solar está simbólicamente definiendo y delimitando el caos, es decir, otorgando límites a aquello que por definición no los tiene, imponiendo una forma a lo amorfo. En cuanto Tiamat está atrapada en la red (es decir, en cuanto el caos está acotado y definido), Marduk la despedaza, y de los restos de su cuerpo crea el mundo. Es decir que, a partir de lo informe y caótico, el héroe solar crea el orden, lo definido, lo nombrado, lo distinto: el héroe es aquel que se enfrenta al caos, lo acota y lo transforma con el fin de, a partir de la inacabable pero indefinida fertilidad del caos, crear el mundo habitable.
Sin embargo, una vez más, Espacio invierte completamente los códigos tradicionales. El poeta, después de destruir al animal, de aplastarlo “por ver qué era”25, examina su cadáver, y lo que ve no es más que ese interminable hueco que ya citamos más arriba. El cuerpo del cangrejo no es más que eso, hueco. Una cáscara vacía. En el mito babilónico, el cuerpo de Tiamat encierra todo el cosmos en su potencialidad caótica. Marduk usa toda esa inagotable riqueza para crear el mundo. Aquí, en cambio, el cuerpo está hueco, completamente vacío. Por ende, la creación del mundo se vuelve imposible: “Y un silencio mayor que aquel silencio llenó el mundo de pronto de veneno, un veneno de hueco”26. Una vez más, Jiménez se sitúa en la transgresión por medio de la inversión de la expectativa: en lugar de la creación del mundo, tenemos un aniquilamiento del mundo. Así, no hay renacimiento para nuestro proto-héroe solar, y no hay creación posible: solo existe un individuo condenado a una muerte hueca. Así construye Jiménez su contestación del arquetipo. Sin embargo, el texto no deja de proponer algo sin duda más complejo, más matizado que un mero fenómeno de inversión de las expectativas. No olvidemos que, a fin de cuentas, la voz poética afirma: “Yo sufría que el cáncer era yo”27.
En nuestra escena de combate observamos que, como suele ser habitual en mitología, héroe y monstruo, cáncer y poeta, se confunden y no forman sino un solo ser: “Yo sufría que el cáncer era yo, y yo un jigante que no era sólo yo y que me había a mí pisado y aplastado. […] todo hecho total y único, todo abel y caín, david y goliat, cáncer y yo, todo cangrejo y yo”28. Si el poeta es también el cáncer, entonces la voz que oímos en Espacio es tanto la del héroe como la del dragón. Esto implica que, a pesar de la transgresión inicial del mitologema, regresamos a un movimiento puramente arquetípico: el de la equivalencia entre héroe y monstruo, es decir, la interiorización de todo el relato arquetípico alrededor de una sola y misma figura, lo que Jung llama “el arquetipo de la totalidad trascendente” o el “sí-mismo”29 (selbst). El combate arquetípico es una batalla interior, del individuo contra sí mismo. Jung apunta: “Como símbolo de la totalidad, el sí-mismo es una coincidentia oppositorum; por lo tanto, entraña a la vez luz y tinieblas.”30; un poco más tarde añade: “El héroe en su calidad de apegado a la madre es el dragón; en la de renacido de la madre, el vencedor del dragón”31, para concluir que “ningún fragmento del mito del héroe es inequívoco, y […] –cum grano salis– todos los personajes son intercambiables”32. Se desarrolla así una ambivalencia constante de la voz en Espacio, que interioriza siempre todas las figuras opuestas, todas las parejas de contrarios. La voz que oímos es la del héroe y la del dragón; la de los dos hermanos hostiles; la del dios inmanente y la del hombre. A pesar de una transgresión aparente de lo arquetípico, regresamos al relato mítico en un plano más elevado, tal vez más sofisticado, un plano estructural. Así, la voz de Espacio (y de Tiempo) se sitúa siempre en el cruce de los contrarios.
Esta idea nos remite al motivo de la cruz, motivo mitológico extremadamente recurrente de forma intercultural, en absoluto reducido al cristianismo. Si observamos Espacio y Tiempo tomando un poco de perspectiva, podemos observar que la estructura misma de estos dos poemas como la piensa Juan Ramón Jiménez, en su funcionamiento solidario, dibuja una cruz. Esta imagen viene expresada en el “Prologuillo” de Tiempo:
La Florida, toda espacio, buena de volar, que me dio el alto poema en verso “Estrofa”, me ha dado, tierra llana (baja) buena de andar, “Párrafo”, un libro largo, de prosa.
Dos profundidades, otra vertical al cenit y al nadir, y una, esta, horizontal, a los cuatro sinfines33.
Si los dos poemas encarnan dos profundidades, una horizontal y otra vertical, en su encuentro forman una cruz. Y la voz poética se sitúa, como no podía ser de otro modo, en el centro de la cruz, es decir, en el cruce entre ambas profundidades. El centro de la cruz es, arquetípicamente hablando, el lugar preciso, es decir, el punto de encuentro de espacio y tiempo, de hombre y divinidad, de lo conocido y lo desconocido, de orden y caos (idea célebremente representada también por el ying y yang), del héroe y del monstruo. Este punto es también, pues, el lugar de renacimiento del héroe y de la creación del mundo. Sin embargo, tanto Espacio como Tiempo se terminan por la evocación de la inevitabilidad de la muerte. De alguna forma, la muerte es lo que se encuentra en el cruce de las dos profundidades. No olvidemos que Jiménez se refiere a la muerte en Tiempo “como mi necesidad poética absoluta”34; y que en Espacio exclama: “todo es más, y es más morir para ser más, del todo más”35. ¿Cómo entender esta “necesidad poética” de la muerte? ¿Cómo interpretar este paradójico “más” que al ser otorga la desaparición? De alguna forma, entender el centro de la cruz como lugar de muerte, y de subsiguiente renacimiento, equivale a considerar el centro de la cruz como lugar de sacrificio. En este sentido, Jung recuerda que la trayectoria del sol termina siempre por una caída, por un apagarse del astro antes imperante. Tal desenlace es evidente e inevitable. Lo que falta por determinar, según Jung, es la actitud del sujeto frente a tal desenlace ineludible. Si el sacrificio es involuntario, entonces no es sino pura catástrofe. Si, por el contrario, el sacrificio es voluntario, la caída final se convierte en metamorfosis. Y nadie olvida la suma importancia de este término para Juan Ramón Jiménez. Así, en términos simbólicos, aquel que aceptaría la propia desaparición, el fin de lo que es, permitiría la metamorfosis, es decir, el surgimiento de lo que puede ser. De este modo, la fractura en la totalidad producida por la adquisición de la conciencia no sería ya tragedia: habría que sacrificar la pertenencia a la totalidad (el todo de las cosas indistintas, no diferenciadas) para crear el mundo (la diversidad de las cosas, diferenciadas). Pero eso requiere el sacrificio de sí mismo, o del sí-mismo que busca reencontrar la totalidad, o regresar a la simbólica “madre”.
Con el fin de ilustrar esta idea, Jung toma el ejemplo, en el hinduismo, del Rig Veda y del personaje (o más bien del ente abstracto) del Purusha:
Como alma del mundo que todo lo envuelve, el Purusha tiene también carácter materno. En cuanto ser originario es un estado psíquico primigenio: es lo que envuelve y asimismo lo envuelto, la madre y el hijo nonato, un estado indiscriminado, inconsciente. En consecuencia, debe acabar, y, siendo al propio tiempo un objeto del anhelo regresivo, tiene que ser sacrificado a fin de que puedan nacer seres distintos, es decir, contenidos de conciencia36.
Si, en Espacio y Tiempo, la voz a menudo busca la totalidad (es decir, busca permanecer Purusha), esta entiende finalmente que Purusha debe ser sacrificado para que el mundo pueda nacer. Jung añade: “El mundo surge cuando el hombre lo descubre. Y lo descubre cuando renuncia a permanecer envuelto en la madre originaria, esto es, cuando sacrifica el estado inicial, inconsciente”37. En resumidas cuentas, Purusha debe morir para que Juan Ramón Jiménez pueda crear el mundo. Esto nos remite a y nos aclara la idea juanramoniana del “Destino”. Recordemos que la conciencia es lo que arranca al ser humano de la totalidad, de la experiencia de la eternidad. Pero es también la conciencia la que, por este mismo gesto desgarrador, permite la creación del mundo. En otras palabras, como lo dice Jiménez: “Nada es la realidad sin el Destino de una conciencia que la realiza”38. La realidad no existe sin una conciencia que la perciba, y la conciencia solo surge en el desgarro de lo total infantil. El destino de la conciencia es pues la creación del mundo. Mas para ello, hace falta sacrificar al niño-dios de la totalidad. Jung se refiere mitológicamente a esta transformación de la libido como al “sacrificio cósmico”39.
Espacio y Tiempo son pues obras orientadas hacia el sacrificio necesario del deseo de totalidad para poder crear el mundo, el orden habitable para los seres. ¿Y qué es el mundo? El mundo es justamente lo que sucede cuando se encuentran espacio y tiempo. En otras palabras el cruce de las dos profundidades premeditadas por el poeta. Así, a pesar de todo, la conjunción de Espacio y Tiempo forma, en el encuentro de ambas, una obra arquetípica, una obra heroica. Recordemos a Marduk matando al dragón para crear el mundo. Matar a Tiamat, agente del caos indistinto, equivale a permitir el nacimiento de las distintas cosas del mundo. Así hay que entender el último sacrificio de sí mismo en Espacio y Tiempo: sacrificar la regresión (la totalidad) para permitir el nacimiento de lo que puede ser. Recordemos cómo, en las últimas líneas de Espacio, el poeta se dirige a su conciencia: “¿Y te has de ir de mí tú, tú a integrarte en un Dios, en otro dios que este que somos mientras tú estás en mí, como de Dios?”40 El tono es el de una profunda lamentación: sí, la experiencia del sacrificio es desgarradora pero, como lo vemos, el sacrificio no lleva a un aniquilamiento aquí, sino a una metamorfosis. La conciencia va a ir a integrarse en otro, en otro ser distinto, a crear un nuevo “dios”, es decir, un nuevo ser que comparte esa “sustancia” divina inmanente. El sacrificio ha lugar en el cruce de espacio y tiempo para permitir el nacimiento del mundo, y así hay que entender la idea de “Destino” juanramoniano. El destino es la metamorfosis, la perenne transformación. Espacio y Tiempo se vuelven así obras heroicas, y el gesto heroico del poeta es, justamente, apartarse, eclipsarse, crear el vacío donde las cosas que no son él puedan existir. En otros términos, liberar espacio.
Resulta evidente que Espacio está saturado de un forma de conocimiento particular, de origen arcaico y de naturaleza simbólica, un conocimiento acaso exclusivamente poético, surgido de ese pensamiento en imágenes, distinto a nuestro pensamiento moderno y habitual, del que hablábamos al principio de nuestro trabajo. El conocimiento que se construye en este pensamiento poético es sutil aunque no esté exactamente conceptualizado, sino expresado en imágenes. Pero además, lo que parece lograr aquí Juan Ramón Jiménez es la última de las transgresiones: la transgresión del mito mismo del creador. Y es que este último Juan Ramón Jiménez parece justamente sacrificarse en estos poemas tardíos para permitir que nazca el mundo, es decir, para dejar libre el espacio. Y este último gesto de desaparición, el poeta lo “piensa” en imágenes. Tal vez otro gran poeta, treinta años más tarde, consiguiera conceptualizarlo, al postular que: “Quizá el supremo, el solo ejercicio radical del arte sea un ejercicio de retracción. […] Pues lo único que el artista acaso crea es el espacio de la creación. Y en el espacio de creación no hay nada (para que algo pueda ser en él creado)”41.
[1] Carl Gustav JUNG y Enrique BUTELMAN (trad. y ed.), Símbolos de transformación (1963), Barcelona, Paidós, 1998.
[2] Ibidem, p. 28-58.
[3] Ibid., p. 134.
[4] Juan Ramón JIMÉNEZ, Joaquín LLANSÓ y Rocío BEJARANO (eds.), Espacio y Tiempo, Ourense, Linteo Poesía, 2012, p. 121.
[5] Ibidem, p. 236-237.
[6] Carl Gustav JUNG, op. cit., p. 184.
[7] Juan Ramón JIMÉNEZ, op. cit., p. 121.
[8] Carl Gustav JUNG, op. cit., p. 218.
[9] Juan Ramón JIMÉNEZ, op. cit., p. 137.
[10] Ibidem, p. 122.
[11] Ibid., p. 134.
[12] Carl Gustav JUNG, op. cit., p. 334.
[13] Juan Ramón JIMÉNEZ, op. cit., p. 155-156.
[14] Carl Gustav JUNG, op. cit., p. 332
[15] Juan Ramón JIMÉNEZ, op. cit., p. 261.
[16] Ibidem, p. 157-158.
[17] Ibid., p. 292
[18] Jean-Pierre VERNANT, L’individu, la mort, l’amour. Soi-même et l’autre en Grèce ancienne (1989), París, Gallimard, 2011, p. 64.
[19] Juan Ramón JIMÉNEZ, op. cit., p. 155.
[20] Ibidem
[21] Ibid.
[22] Carl Gustav JUNG, op. cit., p. 286.
[23] Juan Ramón JIMÉNEZ, op. cit., p. 156.
[24] Carl Gustav JUNG, op. cit., p. 264-266.
[25] Juan Ramón JIMÉNEZ, op. cit., p. 156.
[26] Ibidem.
[27] Ibid.
[28] Ibid.
[29] Carl Gustav JUNG, op. cit., p. 331 y 372.
[30] Ibidem, p. 372.
[31] Ibid., p. 378.
[32] Ibid., p. 392.
[33] Juan Ramón JIMÉNEZ, op. cit., p. 217.
[34] Ibidem, p. 229.
[35] Ibid., p. 129.
[36] Carl Gustav JUNG, op. cit., p. 413.
[37] Ibidem, p. 414
[38] Juan Ramón JIMÉNEZ, op. cit., p. 149.
[39] Carl Gustav JUNG, op. cit., p. 412.
[40] Juan Ramón JIMÉNEZ, op. cit., p. 158.
[41] José Ángel VALENTE, Material memoria (1979-1989), Madrid, Alianza Tres, 1992, p. 41.
Resumen
Este artículo busca proponer una lectura radicalmente nueva del poema Espacio de Juan Ramón Jiménez (y, en parte, de su proyecto paralelo, Tiempo), al examinar el texto a través de los posibles mitologemas y residuos mitológicos o arquetípicos que en él se encuentran. Más allá de una aparente herencia y continuidad en el texto juanramoniano de elementos mitológicos arcaicos, Jiménez subvierte y transgrede radicalmente el relato arquetípico, para representar el gesto de creación como un gesto de retracción.
Résumé
Cet article cherche à proposer une lecture radicalement nouvelle du poème Espacio de Juan Ramón Jiménez (ainsi que, en partie, de son projet parallèle, Tiempo), en examinant le texte à travers le possibles mythologèmes et résidus mythologiques ou archétypaux qui s’y trouvent. Au-delà d’un héritage et d’une continuité apparente d’éléments mythologiques archaïques dans le texte juanramonien, Jiménez renverse et conteste radicalement le récit archétypal, afin de représenter le geste de création comme un geste de rétraction.
Introducción: Espacio y el rol del residuo mitológico
Herencia y transmisión arquetípicas
Transgredir lo heredado: la inversión del arquetipo
Emergencia de la conciencia: de la luz a la sombra
Inversión del combate heroico: la imposibilidad de crear el mundo
La imposible creación del mundo
La estructura arquetípica: relato y meta-relato
Crear el mundo por la metamorfosis : el sacrificio de Purusha
Arturo SÁNCHEZ MERCADÉ
Université de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis
Laboratoire d’Études Romanes (EA 4385)
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