Mucho se ha hablado en la historiografía del proceso de expansión ultramarina europea y de lo dificultosa que resultó la resolución del problema que planteaba hallar un método de navegación –necesariamente astronómico– que permitiera una determinación precisa y universal (en todo momento y en cualquier lugar) de la posición en longitud y latitud sobre la esfera terrestre1. Sin embargo, cabe destacar que tal dificultad no derivaba tanto de las insuficiencias teóricas, pues los fundamentos de los métodos básicos (excepto el de las distancias lunares) eran conocidos, como de los obstáculos prácticos que planteaba la construcción de los goniómetros y cronómetros adecuados. Sin embargo, longitud y latitud nos remiten a un sistema de coordenadas horizontales (x,y), pero el mundo es tridimensional: para dar cuenta de la realidad es necesario considerar un tercer eje, el de la altura (z), una coordenada generalmente ignorada. Múltiples factores podrían explicar tal omisión, desde su misma obviedad hasta el hecho de que la nuestra sea una especie de tierras bajas: en la actualidad, la altitud media de la población mundial es inferior a 200 metros2, y va decreciendo de manera exponencial a medida que se asciende: sólo 81,6 millones (el 1,1% del total) viven en altitudes superiores a los 2500 m, y de estos, apenas 14,4 millones lo hacen por encima de los 3500 metros3. Se trata de un hecho que no podía pasar desapercibido a un maestro como F. Braudel, quien decía de los terrenos montañosos (circunmediterráneos) que su historia consiste en no tenerla», pues las corrientes civilizadoras –capaces de extenderse ampliamente en sentido horizontal– «parecen impotentes para ascender en sentido vertical y se detienen ante un obstáculo de varios centenares de metros de altura». Más aún, otro tanto podría decirse de los historiadores, pues «rara vez [se alejan] de las ciudades y sus archivos»4. Como bien señala E. Martínez de Pisón, incluso el acceso del mundo de la montaña al arte o a la literatura es tardío5.
El caso es que el proceso de expansión europea también implicó aventurarse en los grandes macizos montañosos terrestres, como el Himalaya y los Andes. En particular en esta última cordillera, pues dadas sus características orográficas (proximidad al mar y fuertes desniveles), así como el control europeo del territorio, constituyó un espacio privilegiado para observar, reflexionar, cuestionar, formular, comprobar, ensayar y aplicar buena parte de los conocimientos y del instrumental que la nueva ciencia estaba desarrollando. Sin lugar a dudas, la complejidad e implicaciones de la exploración de estos altos dominios (primero por descubrimiento o proselitismo, después científica) superó ampliamente la exigida por los métodos de navegación astronómica. Y aunque se trata de experiencias y aportaciones en su mayor parte conocidas, raramente han sido abordadas desde el marco común impuesto por haber tenido lugar en un espacio tan peculiar como el de la gran altitud (que convencionalmente podríamos situar por encima de los 3500 m).
Por otra parte, y aunque esté lejos de nosotros entrar en una reivindicación antañona de pasadas glorias nacionales españolas –algo tan de moda hoy entre el público, espoleado por cierta historiografía–, lo cierto es que el viaje que vamos a emprender tiene por protagonistas no sólo a europeos, sino en concreto a personajes del ámbito ibérico e hispánico cuya presencia y aportación, pionera y esencial en múltiples aspectos, apenas ha sido tenida en cuenta, particularmente por los clásicos relatos heroicos de la historia de la exploración y de la ciencia moderna6.
Debemos comenzar nuestra historia por el que, en cierto modo, es su final: con la primera ascensión a la cima del Mont-Blanc (4810 m), el 8 de agosto de 1786. Ese día, M. Paccard y J. Balmat (un médico y un buscador de cristales, ambos de Chamonix y con el tiempo parientes políticos) alcanzaron la cumbre de la montaña más alta de la Europa occidental. Es la fecha que suele constar en los manuales de historia del alpinismo como la del nacimiento de esa actividad. En cambio, aquí no nos importa su posterior evolución, sino el camino recorrido con anterioridad. Al margen de que, como bien señaló el profesor Ph. Joutard (el título de una de cuyas obras parafraseamos en este epígrafe), podemos remontar los antecedentes del alpinismo –como actividad culta y moderna– hasta ascensiones como las de Petrarca al Mont Ventoux (1336) o la de Antoine de Ville al Mont Aiguille (1492), algunos hechos de esa primera se imponen a nuestra consideración7. Para empezar, de las 82 cumbres de los Alpes que superan la cota de los 4000 metros, el Mont-Blanc fue el primero en ser ascendido: la condición de ser el más elevado le convirtió en objetivo prioritario. Cosa que, evidentemente, implica que su altura ya había podido ser medida con anterioridad por métodos indirectos. Y en efecto, en 1685 los hermanos Fatio de Duillier –basándose en lecturas trigonométricas tomadas desde 50 millas de distancia– habían establecido la altitud del entonces denominado Mont Maudit en 2000 toesas de Francia (3898 m) sobre el nivel del lago Léman. En realidad, esta cifra pecaba en casi mil metros por defecto, pero a dicho lago se le concedía –pecando con mucho por exceso– una elevación de 446 toesas sobre el nivel del mar, con lo cual la altitud final obtenida era de 2426 toesas o 4728 metros (apenas 82 metros menos de la altitud oficial actual)8. Estos cálculos fueron posteriormente refinados por autores como Loÿs de Chéseaux, J.-A. de Luc, sir G. Shuckburgh y M.-A. Pictet9. Con independencia de su precisión, todos confirmaban que al Mont-Blanc correspondía el honor de ser el monte más elevado de los Alpes. Nada tiene de extraño que un científico de la talla de H.-B. de Saussure hiciera de su ascensión una meta científica y –más aún– personal y vital. Él fue quien alentó y premió la primera ascensión, en la que el médico Paccard –detalle nada gratuito– ya llevó a cabo observaciones barométricas en la misma cumbre (aunque defectuosas)10. Y Saussure fue quien ascendió –acompañado y protegido por una nutrida expedición– el verano del siguiente año, legándonos no sólo diversos experimentos científicos, sino descripciones de la afectación provocada por la hipoxia de altitud, el conocido como «mal de montaña» (propiamente Mal Agudo de Montaña, en adelante MAM, consecuencia de la hipoxia de la altitud)11. Sin duda, el alpinismo nació con estas ascensiones, pero ni la altura alcanzada, ni los experimentos realizados, ni los síntomas sufridos eran nuevos para los europeos.
En efecto, mucho antes de 1786 los europeos ya habían superado –forzosamente, en otros continentes– la cota marcada por el Mont-Blanc. Pero los primeros fueron récords inconscientes, o apenas excepcionalmente intuidos: durante el siglo XVI y las primeras décadas del XVII, ni se conocía la altitud de los Alpes ni existían los métodos y los instrumentos para medir la gran elevación alcanzada.
Las primeras de estas ocasiones se produjeron en el curso de la expedición de Hernán Cortés. En septiembre de 1519, camino de Tenochtitlán desde Tlaxcala, su hueste alcanzó el que hoy conocemos precisamente como «paso de Cortés» (3600 m), situado entre los volcanes Iztaccíhuatl (5230 m) al N., y Popocatépetl (5426 m) al S. Desde este punto se habrían producido diversas ascensiones a la cima del Popocatéptl. Es lo que se deduce tanto de las menciones que efectúa Cortés en sus Cartas de relación, como del relato que nos legó Bernal Díaz del Castillo en su crónica. Este último da por hecha la primera ascensión, que presenta como aprobada por Cortés, pero fruto de la iniciativa de Diego de Ordás, a quien acompañaron otros dos soldados:
subieron hasta la boca, que era muy redonda y ancha, y que habría en el anchor un cuarto de legua, y que desde allí se parecía la gran ciudad de México y toda la laguna y todos los pueblos que están en ella poblados12.
En cambio, Cortés indica que fue él quien mandó, no a tres, sino a diez de sus hombres –sin concretar quiénes– a explorar el volcán («y saber el secreto» del humo que expelía), aunque:
fueron y trabajaron lo que fue posible por la subir y jamás pudieron, a causa de la mucha nieve que en la sierra hay, y de muchos torbellinos que de la ceniza que de allí sale andan por la sierra, y también porque no pudieron sufrir la gran frialdad que arriba hacía, pero llegaron muy cerca de lo alto, y tanto, que estando arriba comenzó a salir aquel humo, y dicen que salía con tanto ímpetu y ruido, que parecía que toda la sierra se caía abajo, y así se bajaron13.
Sea como fuere, en ambos textos el interés que se menciona es prioritariamente exploratorio, motivado por la curiosidad que les producía averiguar la causa de la columna de humo y cenizas que expelía el volcán. Los dos relatos también refieren el acompañamiento que les prestaron los indígenas (que probablemente ya habían coronado el volcán hacía siglos), pero es Cortés quien más claramente manifiesta la curiosidad por las condiciones naturales: el frío y el temor al volcán, así como la sorpresa por hallar nieve y carámbanos (de los que se bajaron muestras) en una zona tan cálida por su latitud. En cambio, Díaz del Castillo manifiesta un valor no menos renacentista, como es el de la exaltación del paisaje que se apreciaba desde la cima. Cabe decir que, si bien Humboldt se adhirió al texto de Cortés (ciertamente más cercano en el tiempo a los hechos que el de Díaz del Castillo), para poner también en duda la ascensión de Ordaz y sus acompañantes, la comisión mejicana que estudió el asunto a mediados del siglo XIX manifestó su convencimiento de la realidad de este primer ascenso de los castellanos, entre otras cosas porque nadie se lo disputó cuando Carlos V (en 1525) reconoció a Ordaz –y sus sucesores– el derecho a incorporar en su escudo de armas una vista del volcán14.
Si damos crédito a Cortés (aunque no descartamos posibles confusiones), en su tercera carta se nos dice que esta ascensión fue seguida de otras dos, en las que se describe someramente el cráter y se menciona ya la cuestión del azufre para obtener pólvora. Por muchas razones, la conocida como de Montaño y Mesa (aunque en realidad, les acompañaron otros tres soldados: Peñalosa, Larios y un último cuyo apellido no nos ha llegado) se nos aparece como excepcional. Ocurrida probablemente en la segunda mitad de 1522, Cortés la menciona de pasada, pero posemos un relato muy detallado del primer historiador de América, Antonio de Herrera. El hecho de que no sea, por tanto, la narración de un testigo directo pudo influir en las dudas que también sobre ella se expresaron; pero las características del texto le otorgan tal verosimilitud que sería fruto imposible en alguien que no estuviera trasladando un relato auténtico o conociera bien las grandes altitudes. De hecho, Herrera nos legó una espléndida descripción del –que sepamos– fue el primer vivac jamás registrado a tan altas cotas, con las principales dificultades que tantos miles de alpinistas han experimentado en los siglos posteriores: la caída de la noche forzándoles al vivac, el frío –contra el que lidiaron cavando un hoyo y tapándose con mantas–, la incomodidad producida por el calor de la tierra y el hedor del azufre, la decisión de continuar el ascenso a medianoche, la caída y el rescate –en plena noche– de uno de los expedicionarios entre los carámbanos de hielo, el desfallecimiento posterior de este u otro (pues no se personaliza) –que quedó a la espera sobre la ladera–, la llegada a la cumbre, y el difícil regreso, pese a lo cual, todos llegaron abajo incólumes ante la expectación de los muchos indígenas que les esperaban. Más aún, estos soldados descendieron dentro del cráter, con la intención expresa –y exitosa– de obtener azufre para fabricar pólvora: habrían bajado con 12 arrobas de este producto, que refinadas quedaron en 10, con las que pudieron fabricarse unas 2000 libras de pólvora. Anotemos, desde el punto de vista que nos interesa, no sólo que estos relatos subrayan la presencia del frío, las nieves y los hielos, sino que el desfallecimiento de unos de los miembros de la expedición de Montaño pudo deberse no sólo al cansancio, sino a los efectos de la altitud, algo que los europeos desconocían absolutamente por entonces y por tanto eran incapaces de describir15.
Por último, en lo respectivo al Popocatepétl, debemos dejar constancia de la mención efectuada por Fray Bernardino de Sahagún, quien exploró tanto este volcán como el cercano Iztaccíhuatl. Se trata de un breve párrafo del franciscano, en el que afirma que «estuvo sobre» ambas montañas, sin ninguna otra indicación. Dejemos, pues, abierta la duda acerca del significado exacto de dichas expresiones16.
No cabe abrigar dudas sobre otro récord ibérico de altitud, aún mayor, aunque no se refiere a una cima, ni tan sólo a América. Estamos hablando de la prodigiosa jornada realizada en 1624 por dos jesuitas portugueses, los PP. Antonio Andrade y Manuel Marques, desde Agra (India) hasta Tsaparang, capital del entonces reino del Guge, en el Tíbet occidental, que les exigió atravesar el Mana La (collado de Mana, actual frontera entre la India y China), en pleno Himalaya, a 5632 m. De este viaje sólo conservamos el relato de Andrade (que sería publicado en distintas ediciones), de nuevo extraordinariamente verosímil, pues se nos describen con todo detalle –aunque el propio autor, lógicamente, no siempre sea capaz de interpretarlos– prácticamente todos los síntomas y efectos sobre el cuerpo humano propios del ambiente y el clima de la gran altitud: la ausencia de vegetación, la mucha nieve, los alimentos de los lugareños, las muertes por «desmayos», las congelaciones, la ceguera provocada por la reverberación, las nevadas continuas17... No obstante, teniendo por marco el Himalaya, la odisea de estos ignacianos –primeros europeos en el Tíbet– se aleja totalmente del marco americano que nos hemos fijado aquí. Volvamos, pues, a él.
Aunque ausente en estas primeras incursiones, la conciencia de la altitud –ligada al interés científico– no tardó demasiado en aparecer con la creciente comprensión del ambiente natural americano. Y ello en dos planos, que en adelante intentaremos seguir aquí. Por una parte, las observaciones y mediciones del entorno natural; por otra, las experiencias relacionadas con la hipoxia de gran altitud y el MAM.
En ambos terrenos –como en tantos otros aspectos referidos a la comprensión de la realidad americana– el P. José de Acosta, S. J., ocupa un lugar de privilegio. En su Historia natural y moral de las Indias (1590)18 él fue el primero en describir –porque las había sufrido en carne propia al transitar en 1573 por el paso de Pariacaca, en el camino del inca, a unos 4500 m– las desagradables consecuencias de un ascenso rápido a una altitud superior a los 4000 metros («congoja mortal», fatiga, «arcadas y vómitos», diarreas, mareos que le impedían tenerse sobre la cabalgadura). Y lo relacionaba con la gran altitud, no sólo al indicar que se trataba de una «sierra altísima», sino al poner también de manifiesto que los síntomas cedían con el descenso a «temple más conveniente». Del mismo modo, anotaba que el problema era conocido («había oído decir esta mudanza que causaba») y que afectó a todo el numeroso grupo –catorce o quince personas, pero también a las caballerías– que le acompañaban. Más aún, Acosta –que compara los síntomas del MAM con los del mareo en el mar–, anota que pese a todo, lo ordinario no era «hacer daño de importancia, sino aquel fastidio y disgusto penoso que da mientras dura», y lo generaliza a toda la cordillera andina, donde «por doquiera que se pase, se siente aquella extraña destemplanza»19.
Así pues, Acosta no dudó en achacar al efecto de la altitud dichos síntomas: el hecho de la enorme elevación de los Andes no escapó a su aguda capacidad de observación, favorecida por la topografía de la cordillera, con su cercanía al océano y sus grandes y evidentes desniveles, aunque no pudiera concretar valores absolutos. De modo que afirmó rotundamente que aquel paraje (las «escaleras de Pariacaca»):
es uno de los lugares de la tierra que hay en el mundo más alto; porque es cosa inmensa lo que se sube, que a mi parecer los puertos nevados de España, y los Pirineos, y Alpes de Italia son como casas ordinarias respecto de torres altas20.
Más aún, ensayaba una explicación científica de la respuesta fisiológica, que creía poder situar –y ciertamente no apuntaba mal– en que:
el aire está allí tan sutil y delicado, que no se proporciona a la respiración humana, que le requiere más grueso y templado, y esa creo es la causa de alterar tan fuertemente el estómago y descomponer todo el sujeto21.
De manera notable, Acosta no consideraba que el frío propio de las montañas fuera el causante del mal de altura: en los puertos nevados y sierras de Europa que él conocía, el frío «no quita la gana de comer, antes la provoca, ni causa vómitos ni arcadas en el estómago, sino dolor en los pies o manos»22. Lo que se sufría en aquellos pasos andinos era algo, a su parecer, bien distinto, un efecto de un «aire […] tan sutil y penetrativo, que pasa a las entrañas»23 de hombres y bestias. Para Acosta, el dueño y señor de tan altos páramos era un: «airecillo no recio [que] penetra de suerte que caen muertos, casi sin sentirlo, o se les caen cortados de los pies o manos dedos, que es cosa que parece fabulosa, y no lo es sino verdadera historia»24.
Es decir, el efecto de las congelaciones, que Acosta documenta alegando algunos ejemplos de personas conocidas –como el capitán Jerónimo Costilla– a quienes les faltaban varios dedos de los pies, perdidos en el camino del Cuzco a Chile, eso sí, «sin dar dolor ni pesadumbre»25.
De hecho, como ya apuntaba el jesuita, no son estos los únicos testimonios y documentos que, con mayor o menor grado de conciencia, hablan del soroche durante esta época26. En algunos casos, se trata de indicaciones aisladas y difusas; pero en otros hallamos descripciones tan buenas o mejores que las suyas. Es el caso del también jesuita Bernabé Cobo, en cuya Historia del Nuevo Mundo, terminada en 1653 y publicada por vez primera en 1891 (aunque un fragmento vio la luz en 1804, como después se verá)27, hallamos relatos de los efectos de la altura y del frío en los pasos y caminos andinos muy similares a las de Acosta, si bien Cobo manifiesta que respondían a experiencias propias, que data en 1615, 1618 y 162628. En otros aspectos no sólo va más allá que Acosta, sino que manifiesta sorprendentes intuiciones, como ocurre cuando plantea la existencia de una «complexión heredada» en los indígenas de las tierras altas —y en quienes tuviesen mezcla de su sangre—, que les permitiría resistir mejor a los desafíos de la vida en las alturas29, aunque Cobo se fija sólo en el frío e ignora todo –no podía ser de otro modo– sobre el descenso de la presión atmosférica (y por tanto de la parcial de oxígeno), verdadera causa del MAM. Especialmente sobresaliente es también la zonificación altitudinal que nos ofrece al describir las sierras del Perú. En tal sentido, establece seis niveles («temples», «grados», o «andenes») asociando cada uno a las distintas plantas, cultivos, animales y ocupación humana, y afirma claramente que la variedad de «temples» (es decir, de climas) que se observa en dicha sierra se debe fundamentalmente a la altura y calidad de cada uno: «entre estos dos extremos de frío de los altos y calor de lo bajo, se hallan todas las diferencias que vemos de temples fríos, templados y calientes»30.
En definitiva, estamos claramente ante un embrión del concepto de los pisos bioclimáticos. Semejante aportación justificaría más que sobradamente los elogios que le dedicó A. J. Cavanilles, para quien Cobo no sólo poseía un mérito incontestable en la historia de los vegetales, sino que a ello se añadía:
el peculiar en la de los animales y minerales. Y [...] a estos, dignos por sí solos de eternizar su nombre, acercamos el que se adquirió al describir la América como geógrafo y físico, notando sus límites, climas, meteoros e influjo en los vivientes, y en fin, el prolijo examen que hizo de los manuscritos coetáneos a la conquista y las informaciones que tomó de varios vasallos de los incas, o de la primera generación de aquellos, para componer la parte política y religiosa de su obra31.
Y en el mismo número de los Anales de Ciencias Naturales, Cavanilles publicó literalmente una parte de la «Descripción del Reino del Perú», contenida en el libro II de la obra de Cobo (en concreto, los capítulos VII a XVII)32. Regresaremos sobre la cuestión más adelante, al abordar el posible conocimiento que A. von Humboldt pudo tener de este texto.
Por notables que fueran las observaciones e intuiciones de hombres como Acosta o Cobo (y otros que aquí omitimos), lo cierto es que la naturaleza y la humanidad americanas planteaban, bajo una luz radicalmente nueva, problemas para los que la ciencia y la tecnología de finales del siglo XVI y principios del XVII distaban de ofrecer respuestas satisfactorias e instrumentos adecuados. Tuvo que transcurrir toda una centuria para que la nueva ciencia pudiera constituirse e iniciar su desarrollo, primero en el terreno de las disciplinas relacionadas con la física (en especial la geodesia) y la atmósfera, después con la biología, y –más allá– con un entendimiento holístico de los hechos naturales. Lógicamente, prescindiremos aquí de los detalles de esta evolución, pero dejaremos anotado que, en cualquier caso, los espacios americanos –y en el asunto que nos ocupa particularmente los Andes–, terminarían por cobrar un destacado papel en un proceso que ciertamente no originaron –pues a fin de cuentas se trató de ciencia europea–, pero que netamente sí contribuyeron a impulsar. De este modo, las exploraciones setecentistas de aquellas montañas tuvieron un nuevo y claro protagonista: el científico, quien provisto de nuevos conocimientos teóricos y de una extensa panoplia instrumental, centró sus afanes primordialmente en medir y cuantificar, y ello en un grado nunca alcanzado hasta entonces por los europeos.
La misión geodésica francesa marcó un hito fundamental –en el sentido literal de la palabra–, y se convirtió en referente inexcusable para las expediciones posteriores33. Recordemos que el propósito de la Academia de Ciencias francesa al organizarla –junto con la enviada simultáneamente a Laponia– fue el de resolver la disputa planteada sobre el elipsoide terrestre: algo que no sólo debía dirimir la cuestión de la figura de la tierra, sino que resultaba de una importancia básica, por ejemplo, a la hora de aplicar los sistemas de proyección cartográfica y elaborar unos mapas precisos, tan necesarios en las navegaciones o las topografías. Como es de sobra sabido, los resultados sentenciaron la cuestión en favor del modelo newtoniano.
La labor realizada por los expedicionarios (Godin, La Condamine, Bouguer y Jussieu, acompañados por los jóvenes guardiamarinas españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa) fue sin duda excepcional: el solo establecimiento de una red geodésica de 3 grados de latitud (más de 330 km, pues el valor del grado en el ecuador es de 110,6 km), con los vértices situados en las montañas del denominado callejón interandino, que llegan a superar los 4000 metros de altitud, y con los medios entonces disponibles, resultó una empresa de tal magnitud que hoy resulta difícil de imaginar; entonces les exigió tres años completos de trabajo sobre el terreno (de septiembre de 1736 hasta agosto de 1739). Desde el punto de vista que aquí nos interesa, diremos que en aquellos momentos se conocían los fundamentos de los principales métodos para medir las altitudes (es decir: geométricos y barométricos), pero ni se habían resuelto plenamente los problemas teóricos subyacentes a su aplicación, ni menos aún se disponía –pese a todo– de los instrumentos adecuados y suficientemente precisos. De modo que, para calcular las alturas relativas, hubieron de recurrir a comparar y promediar las lecturas que obtenían por ambos sistemas, mientras que para deducir las alturas absolutas, tuvieron que fiar sus cálculos al barómetro, puesto que no hallaron otro modo viable de ligar la triangulación de la Meridiana con el nivel del mar. Como ellos mismos reconocieron, los valores obtenidos para las altitudes eran aproximados (e incluso ampliamente discrepantes), pero al cabo suficientes para el objeto de su misión34.
Dejando de lado sus –nada menores, pero bien conocidas– proezas estrictamente geodésicas, resaltaremos que los expedicionarios también percibieron los efectos de la altitud sobre los seres vivos35. Así, Jorge Juan formuló diversas observaciones para las que la fisiología de la época no tenía respuesta: en unos pasajes después repetidos como propios por Humboldt, mostró su extrañeza por la supervivencia de los cóndores en altitudes cuya presión atmosférica era la mitad de la existente a nivel del mar, cuando era sabido que en los experimentos efectuados en la máquina neumática, los seres vivientes morían cuando se les sometía a esa presión, razón por la cual, el marino noveldense concluía que «debe haber otra causa en el aire libre», que impide a la naturaleza obrar como en dicha máquina36. Evidentemente, se trataba de los mecanismos de adaptación y aclimatación, por completo desconocidos para la ciencia de la época. Con buen criterio, Juan anotó el hecho, pero se abstuvo de especular sobre él. La cuestión se tornaba más problemática cuando se trataba de los posibles efectos de la altitud sobre los humanos. Quizá los textos más significativos sobre estos aspectos corresponden a Bouguer, quien nos indica que al principio de su estancia en Quito todos los expedicionarios se hallaron considerablemente incómodos debido a la «sutileza» del aire, especialmente aquellos de pecho más delicado, puesto que experimentaban pequeñas hemorragias. Y cuando tuvieron que ascender a mayores alturas, algunos se vieron de nuevo afectados por desfallecimientos y vómitos, síntomas inequívocos del MAM. Sin embargo, el hecho de que personalmente él apenas sintiera diferencia, así como el completo desconocimiento de los efectos fisiológicos consecuentes a la hipoxia de altitud, le llevaron a aportar toda una serie de especulaciones etiológicas, escasamente fundadas37. No obstante, de entre los distintos episodios descritos por los expedicionarios, el texto que nos remite más claramente a un caso agudo de soroche es el sufrido por Antonio de Ulloa en 1737, durante el ascenso al Pichincha38. Años más tarde (en 1772), Ulloa regresaría sobre alguna de estas cuestiones en sus Noticias americanas, una obra en la que —siguiendo un esquema muy cercano al del P. Acosta— daba cuenta de la organización natural y humana de los distintos territorios americanos por los que terminó discurriendo su vida (Perú, Cuba, México, Luisiana…). Tras ocuparse extensamente de las consecuencias del frío, D. Antonio establecía diferentes efectos causados por la menor densidad atmosférica y por tanto, específicamente debidos a la altitud. En primer lugar, se hallaba lo que él denominaba «mareo de la puna», mucho más molesto que el provocado por el frío39, aunque por suerte, el problema sólo venía a durar uno o dos días; además, con gran acierto, indicaba que su gravedad dependía de la «disposición» de cada persona, y que su causa residía en la calidad del aire. Creía ver, no obstante, diferencias regionales entre zonas igualmente elevadas, que no era capaz de explicar. Pese a todo, Ulloa no sólo sostuvo su convicción de que la causa de todo ello había que buscarla en la «sutileza» del aire en altitud, sino que expresó –en un texto destacable– que podía lograrse una adaptación mediante mecanismos fisiológicos:
a proporción que los pulmones se van habituando a aquella atmósfera, va siendo menos [la sofocación]; bien que siempre que se intenta subir alguna cuesta se encuentra la dificultad, no siendo posible practicarlo como se hiciera en otra parte, en donde la atmósfera tuviese la densidad regular40.
Incluso llegó a ocuparse de los desfallecimientos y síncopes fatales experimentados por los animales en las altas punas, indicando que la población local empleaba la expresión «pasarles la veta» para designar y explicar el fenómeno, por atribuirlo al hecho de que el animal pasaba sobre alguna veta mineral que exhalaba emanaciones dañinas (de antimonio, azufre, arsénico u otros). Aunque Acosta y Bouguer se hicieron eco de dicha explicación, no la juzgaba plausible el marino andaluz, puesto que si tal fuera la causa, habría de afectar por igual a caballería y caballero (lo que no se verificaba), ni se apreciaban tales vetas de mineral en los lugares donde se producían los síncopes, ni tampoco ocurrían siempre estos fenómenos —ya en América, ya en Europa— en los lugares donde, a la inversa, sí existían dichos minerales41.
En cualquier caso, no cabe duda de que los expedicionarios fueron perfectamente conscientes –por vez primera, y gracias a las mediciones efectuadas– de la altitud a la que trabajaron. Decía Jorge Juan, desestimando los cálculos antiguos por su escaso fundamento y comparando los valores obtenidos con los de las montañas europeas medidas geométricamente, que la altitud del Pichincha era «mayor que cualquiera de las que conocemos en Europa»42, y más aún la del Chimborazo, que calculó en 3380 toesas (6588 m, 325 por encima de su actual altitud real). Como hemos indicado, la expedición fue admirada y recordada como un hito por personajes de generaciones posteriores, como Mutis, Caldas o Humboldt.
En 1807 A. von Humboldt publicó su Essai sur la géographie des plantes, acompañado de un célebre Tableau physique que muestra un perfil del Chimborazo donde se ubican las especies vegetales en función de un amplio conjunto de factores (presión y composición atmosférica, temperatura, intensidad de la luz, elementos geológicos, o incluso el aspecto del cielo...), de los cuales la altitud es el más conspicuo43. No le parecía que el frío de los Andes fuera excesivo –atendiendo a los valores termométricos que él mismo registró en las cimas– pero decía que la menor cantidad de oxígeno inspirada, la depresión del sistema nervioso, «et d’autres causes inconnues jusqu’au présent», lo hacían difícil de soportar44. La misma obra contiene apreciaciones de gran interés sobre los efectos de la altitud, que –subraya el prusiano– son cada vez mayores cuanto más alto se asciende –su descripción alcanza hasta los 5800 m–, aunque también anota que la afectación depende del individuo y que –coincidiendo con Saussure– afecta menos a los hombres que a las caballerías45. En cualquier caso, los cóndores –a los que vio planear a 6500 m, según relata en un párrafo idéntico al que Jorge Juan empleó en las Observaciones– serían los verdaderos habitantes de las más altas cotas46. Suya fue también la idea –aunque no aportase demostración– de que la presión influye en numerosos géneros y especies botánicas, así como –sin ánimo de exhaustividad por nuestra parte– se hizo eco de la demostración de Gay–Lussac evidenciando que a 7000 metros las proporciones del oxígeno y el nitrógeno atmosféricos son las mismas que en altitudes bajas. Con la inclusión de los seres vivos, y con su entendimiento holístico de la naturaleza, el barón culminaba así la incorporación definitiva de la altitud al conocimiento científico. Ocioso sería glosar sus logros, tanto por su notable mérito intrínseco, como por haber contado siempre con una auténtica legión de panegiristas a cuyas alabanzas poco podríamos añadir. Por tanto, aquí nos limitaremos a poner de manifiesto algunas cuestiones de la Géographie des plantes, que como obra primera de Humboldt sobre la materia –y utilizando la edición original– nos interesa especialmente.
Ante todo, llama la atención el énfasis con el que Humboldt se cuida de subrayar la originalidad de su obra y del Tableau. En algún pasaje llega a afirmar que «c’est depuis ma première jeunesse que j’ai conçu l’idée de cet ouvrage», habiéndola comunicado a George Förster en 179047. Más adelante, concreta que « c’est au pied du Chimborazo» [junio de 1802] donde redactó la mayor parte;48 y que «j’ai dessiné ce tableau pour la première fois dans le port de Huayaquil [sic], en Février 1803»49. De hecho, cita a distintos científicos hispánicos coetáneos –a los que más adelante aludiremos–, generalmente elogiando sus méritos. E incluso sus referencias a los escritos de los cronistas (en especial López de Oviedo) y a la obra de Acosta, no sólo son frecuentes, sino que les señala como fundamento de la «física del globo», y «germen de sus [propias] ideas»50. En cambio, no aparece la menor mención a la Historia del Nuevo Mundo del P. Cobo, que como hemos dicho, siglo y medio antes del viaje de Humboldt ya planteó con toda claridad la idea de la distribución en altura de las plantas (aunque se limitara a los Andes peruanos y estableciera como factor prácticamente único la temperatura reinante en cada lugar). Como explicación a esta ausencia, y con independencia de que hoy ya comience a reconocerse el carácter pionero de la obra del jesuita andaluz en esta materia51, sigue dándose por descontado que Humboldt no pudo conocerla, pues lo que quedó del manuscrito original fue publicado por Jiménez de la Espada en 1890. Ahora bien ¿desconocía realmente el barón los textos de Cobo? Creemos que puede formularse una duda razonable sobre esta cuestión. El hecho es que –como antes hemos indicado– en 1804 el valenciano A. J. Cavanilles, a la sazón director del Real Jardín Botánico, no sólo había efectuado unas extensas y elogiosas menciones al manuscrito de Cobo en la revista de dicha institución (entonces publicada con la cabecera de Anales de Ciencias Naturales)52, sino que acto seguido y en el mismo volumen, dio a la luz la «Descripción del Reino del Perú»53. Humboldt concluyó su viaje americano en el verano de 1804, y aunque Cavanilles –bien conocido y muy prestigiado entre los botánicos europeos– había fallecido en mayo de ese mismo año, lo cierto es que ambos habían mantenido una relación estrecha, como lo acreditan las referencias epistolares del prusiano54. Resulta, por tanto, muy poco verosímil que alguien como Humboldt no tuviese conocimiento de una publicación tan destacada en su campo como lo era la revista del Jardín Botánico madrileño. Ciertamente, podría aducirse que el trabajo del barón estaba concluido en 1805 (fecha del pie de imprenta, aunque no saliera antes de fines de 1806), e incluso que –como él mismo confesaba– había remitido una primera versión a J. C. Mutis hacia 180355. Dejada constancia del hecho, no especularemos sobre él, aunque en modo alguno se está planteando aquí la duda respecto de la originalidad de Humboldt, ni en relación a Cobo, ni a sus propios contemporáneos, en especial F. J. Caldas.
Lo que en ningún caso desconocía Humboldt era la labor desarrollada con anterioridad a su viaje americano por un buen número de científicos hispánicos, aunque no pocos de los biógrafos –incluso recientes– del prusiano tiendan a ignorarlo o ningunearlo. Como acabamos de indicar, en el propio Essai, sin faltar las menciones a científicos franceses de la talla de Laplace, Biot o Ramond de Carbonnières como inspiradores de sus ideas sobre la altitud, afirma que envió una copia del Tableau a J. C. Mutis, pues:
personne n’étoit plus en état que lui de prononcer sur la justesse de mes observations. [Il] a observé les végétaux des tropiques a toutes les hauteurs [et] a pu, mieux qu’aucun botaniste, rassembler des observations intéressantes sur la géographie des plantes56.
En la misma línea, cita a los miembros de las expediciones botánicas españolas a Nueva España (Sessé y Mociño)57, Nueva Granada (el propio Mutis y F. J. Caldas)58, al virreinato del Perú (Ruiz y Pavón)59, e incluso la del infortuné Malaspina (en concreto, a T. Haenke)60. Por supuesto, habría que incluir también el perfecto conocimiento que tuvo de las publicaciones de los miembros de la expedición geodésica francesa.
Ciertamente, fue muy notable la labor desarrollada por los científicos y técnicos hispanos en los espacios americanos. Tal como demuestra y documenta profusa y exhaustivamente Molina García, los ingenieros y funcionarios virreinales descubrieron la diversidad de los climas del continente e incluso trataron de relacionar la altitud con diversos factores, como por ejemplo la génesis de los yacimientos minerales61. Pero en cualquier caso, no anduvo errado Humboldt respecto de la significación de los científicos españoles que citó. Los Diarios de Mutis, redactados entre 1760 y 179062, testimonian una constante utilización del barómetro para medir las altitudes; de hecho, se le atribuye el descubrimiento de la variación periódica nocturna de este instrumento. No se le escapó tampoco a Mutis que la distribución de las plantas (caso de la quina) era función del clima, y este de la altura:
Todas las plantas allá abajo vienen más temprano que aquí, y aquí más que en la montañuela. Es ciertamente cosa de maravilla que unas mismas frutas las pueden criar en estas tres alturas (cuya diferencia de latitud y longitud es casi ninguna), vienen sucesivamente más tarde por la diversidad del temple63.
De hecho, en 1779 recomendó al oficial real D. Ignacio Buenaventura que, en el mapa que estaba trazando incluyese «las observaciones del termómetro y las del barómetro para las elevaciones del suelo»64. De lo que podríamos considerar como efectos de la hipoxia de altitud, menciona que el páramo de Guanacas (3500 m) era célebre porque «suelen emparamarse los hombres, y más frecuentemente los animales», y relata el caso sucedido en 1761 a dos peones que murieron. Sin embargo, no parece que Mutis estableciese ningún tipo de relación explícita entre la altitud y esos efectos65.
La Relación de H. Ruiz66 sobre la expedición realizada con J.A. Pavón al Virreinato del Perú (1777-1788) resulta bastante menos botánica y mucho más vívida que el diario de Mutis. Abundan en ella las descripciones de lugares, entornos y circunstancias, incluyendo las montañas, páramos, pampas o punas. Ruiz manifiesta una clara conciencia de la altitud, pero –como era habitual– no relaciona sus efectos con la presión, sino con la temperatura. Así, sería el mayor frío reinante a medida que se asciende el principal causante de la desaparición de la vegetación, de la sustitución del ganado lanar por los camélidos americanos, e incluso de las dolencias provocadas o agravadas por la altitud sobre los humanos (que describe con detalle al hablar de lugares como Cerro de Pasco, a 4400 m, que visitaron en 1780), incluyendo la muerte del dibujante Brunete. Con todo, nos parece notable la mención incluso a los efectos psicológicos que puede producir el paisaje, como cuando refiere la tristeza que provocan las quebradas típicas en la orografía de los Andes peruanos67.
Como hemos visto, Humboldt llegó a conocer los resultados de la expedición Malaspina, de la cual menciona al que claramente fue el miembro que mayor interés concedió a las montañas andinas, el checo T. Haënke. Autor de una Descripción del Perú (ca. 1795)68, no regresó a España sino que se asentó en Cochabamba. Haënke ascendió al volcán Misti (5820 m), y conoció la altitud lo suficientemente bien como para resaltar las singularidades del «cuerpo inmenso de aquel mundo sobrepuesto», de una cordillera de « suma elevación», con una vegetación y fauna específicas, donde «la suma delgadez y rarefacción del aire impiden la respiración de los animales»69 . Así pues, el científico checo apuntaba a la menor presión atmosférica como causante de la hipoxia. Y aunque él no dice haber sufrido sus efectos, sí refiere los padecidos por A. de Pineda, en el cerro de Paucarco. Destacaremos, por otra parte, su anotación referente a Huarochirí, donde «algunos prácticos del país» le informaron de que el límite de la nieve había retrocedido hacia las cumbres en el último medio siglo, dejando desnudas las zonas que cubría. Precisamente A. Pineda y L. Née, junto con el dibujante Guío, todos miembros de la misma expedición Malaspina, hicieron en octubre de 1790 una rápida incursión de tres semanas al Tungurahua (5023 m), alcanzando una de sus bocas, y explorando sumariamente las faldas del Chimborazo, hasta llegar a la altura de las nieves, que se alzaba en su camino desde Guayaquil. De hecho, la determinación de la altura de este último volcán mediante cálculos astronómicos fue uno de los objetivos de la expedición. Todos los intentos en este sentido se vieron frustrados por la pésima visibilidad y el mal tiempo, aunque sí la calcularon desde Guayaquil mediante dos cuartos de círculo70.
Pero sin duda, el personaje más destacado de todos estos científicos, y el menos apreciado por Humboldt –aunque le calificaría como «physicien distingué»71– es el payanés F. J. Caldas (1768–1816). Astrónomo, botánico, cartógrafo y geógrafo, nadie como Caldas –conocido por sus aportaciones a la hipsometría y por sus «nivelaciones barométricas», equivalentes al concepto humboldtiano de «geografía de las plantas»– hizo del estudio de la altitud, y de la altitud en los Andes en sus múltiples aspectos y consecuencias, el objeto central de sus trabajos72. De hecho, cuando el último día de 1801 se encontró con Humbolt y Bonpland en Ibarra (Ecuador), Caldas ya estaba inmerso en sus propias investigaciones sobre la cuestión, había fundado el Correo Curioso de Santa Fe y publicado sus observaciones sobre la altura del cerro de Guadalupe –como antes hiciera Mutis– a quien comunicó su proyecto de realizar el viaje a Quito para continuar con las observaciones barométricas y termométricas. Los meses pasados con el alemán en aquel territorio sin duda le resultaron estimulantes, pero el intercambio de datos, observaciones e ideas debió ser recíproco. Pese a haberse ofrecido a continuar viaje con el barón, este le rechazó; no obstante, logró que Mutis le incorporara a la Real Expedición Botánica de Nueva Granada, de modo que continuó explorando en Quito. A estos años pertenecen el Nuevo método de medir la altura de las montañas por medio del termómetro y el agua hirviendo (1801, objetado por Humboldt), Sobre el origen del sistema de medir las montañas y sobre el proyecto de una expedición científica (1802), y la extraordinaria Memoria sobre la nivelación de las plantas que se cultivan en la vecindad del Ecuador (que se basó en las observaciones efectuadas entre 1796 y 1802, y remitió a Mutis), donde caracteriza los climas en función de la temperatura, la humedad y la presión, fijando el nivel de las nieves perpetuas y las alturas máximas hasta las que se extienden los hábitats de cada especie vegetal. Definitivamente asentado en Bogotá desde 1805, en 1808 publicó Del influjo del clima sobre los seres organizados. Barómetro en mano, según sus propias palabras73, y siguiendo especialmente las trazas de la expedición académica, Caldas ascendió a multitud de cimas ecuatoriales (Pichincha, Corazón, Imbabura, Puracé... todas por encima de los 4000 metros). Sus textos no destacan por las descripciones subjetivas de los efectos de la altitud, sino estrictamente por su acercamiento científico y utilitario a la cuestión, expresado en múltiples pasajes de esta última obra –aparecida apenas un año después del Essai humboldtiano–, en los que vincula la altitud con los tipos de vegetación:
He concluido que cada región, cada temperatura, cada capa de aire, cada pulgada del barómetro presenta diferente vegetación; que ésta, fuera de los trópicos, depende de la latitud […] He aquí un orden que no sospechábamos; he aquí un plan vasto y profundo, una mano sabia y omnipotente que todo lo ha distribuido conforme a las leyes de la presión y del calor, y en fin, que este desorden aparente no produce sino el contraste, la belleza y la alegría74.
Caldas establecía el límite superior de la vegetación en el ecuador en 5320 varas castellanas (4442 m), y lo hacía descender en razón directa de la latitud y de la altitud, pues «la columna mercurial en el barómetro decide de su vegetación, de sus animales, de su calor, de su agricultura y de sus hombres», en un enfoque tan holístico como el del sabio alemán75. Más aún, en la misma obra apunta que sería la presión en lugar del frío –puesto que las plantas también respiran– la que marcaría los límites a las especies vegetales76. En esa línea, Caldas establecía en 4900 varas (4091 m) el término superior de la agricultura y la ganadería, aunque reconociendo que dicho nivel también había sido sólidamente establecido por las observaciones de Humboldt77. En tan prodigiosas elevaciones –decía– los naturales vivían «en perfecta salud», sugiriendo que «tal vez un largo intervalo de tiempo ha confortado sus pulmones y los ha acostumbrado a respirar un aire sumamente rarificado»; al contrario sucedía con los habitantes de las tierras bajas, para quienes –advertía– un ascenso rápido por encima de los 3300 m podía llegar a ocasionarles incluso la muerte78.
Así pues, tanto en Humboldt como –más claramente– en Caldas, se intuye la conciencia de que existe algún tipo de mecanismo de adaptación a la altitud en el caso de los humanos. No sorprende, por tanto, que un médico como el ariqueño J. H. Unanue (1755–1833), más renombrado por sus trabajos sobre la coca, llamara la atención en sus Observaciones sobre el clima de Lima (cuya primera edición fue redactada en julio de 1805 y publicada en 1806) sobre los síntomas fisiológicos provocados por el ascenso a grandes altitudes como consecuencia del descenso de la presión atmosférica. Hasta donde alcanzamos, fue el primer médico en emplear el concepto de aclimatación, al recomendar que el ascenso a las altas montañas se hiciera progresivamente, aclimatizándose79.
En su largo viaje americano Humboldt y Bonpland se adentraron en la provincia de Quito, procedentes de Bogotá —donde habían visitado a Mutis— por el valle del Cauca. Con toda evidencia, en su programa entraba el ascenso a los distintos volcanes o «nevados» de la zona, provisto de todo su instrumental;80 junto con el propósito científico, el barón comentó en cierto momento que se contaba entre sus metas la de alcanzar la mayor altura conseguida por el hombre81. Así fue como, siguiendo la estela de la expedición geodésica, logró o intentó el ascenso a los volcanes Puracé, Antisana y Pichincha, efectuando cuantos experimentos le fue posible, y sintiendo los efectos de la altitud, respecto de la cual tuvo algunas intuiciones geniales, v. gr., al plantear la existencia de una altura límite para la fisiología humana, e incluso algunas posibles estrategias de aclimatación. Todo ello lo hemos detallado en anteriores publicaciones y no es necesario reiterarlo ahora82.
Sus aventuras en la altitud andina culminaron en 1802, cuando se encaramó a las laderas del Chimborazo, la entonces considerada montaña más alta del mundo, una vez destronado el Teide (que el mismo barón había ascendido durante su estancia en Canarias) por las mediciones del siglo XVIII, y lejos aún de conocerse las brutales elevaciones del Himalaya. Le preocupaba especialmente, como hemos dicho, llevarse el mérito de alcanzar la mayor altitud conocida. No logró la cima, por haberse topado con una insuperable grieta glaciar, pero dijo haberse elevado hasta las 3031 toesas (unos 5900 m). Hay motivos fundados para pensar que la altitud verdadera fue menor (en torno a los 5350 m), insuficientes para romper el –por otra parte ignorado, pues nadie había medido entonces la altura del Mana La– récord de los PP. Acosta y Marques, más de siglo y medio antes. Hubo, pues, que esperar hasta 1880 para que alpinistas consumados como E. Whymper y los hermanos Carrel lograran por fin la cima del Chimborazo.
Incluso en el caso de haberlo conseguido, el récord de Humboldt habría resultado extremadamente efímero, pues la investigación sobre las grandes altitudes estaba tomando en ese momento, y muy rápidamente, otro derrotero: el de la aerostación. Pocos años después de las experiencias de los Montgolfier, Pilâtre y d’Arlandes, en 1804 J.-B. Biot y L.-J. Gay-Lussac se elevaron en los cielos de París hasta los 4000 m, y el mismo año y en solitario, el último alcanzó los 7016 m, sin especiales molestias (no sería así, por desgracia, en otros vuelos posteriores)83. Se abría de este modo un horizonte completamente nuevo para el cálculo de las altitudes, los estudios sobre la atmósfera, el magnetismo y la respuesta fisiológica humana, claramente mucho más cómodo y práctico que el desplazamiento a lejanísimas cordilleras. El ascenso a las montañas continuó vinculado, por supuesto, a las investigaciones científicas; pero desde entonces dejó de constituir la finalidad prioritaria, para dar paso a otras facetas que, si bien ya existían, fueron pasando a primer plano, tales como la deportiva o la cultural (en especial, literaria).
Con todo, no podemos terminar sin advertir que nuestro marco, como indicamos al principio, ha sido estrictamente el europeo. Se habla de un posible ascenso tepaneca al Popocatéptl en 1289 –que nunca se podrá demostrar–, pero lo que no admite duda es que los incas habían alcanzado los 6739 m en el nevado Llullaillaco, altitud a la que fueron halladas en 1999 las momias de tres niños sacrificados, que actualmente reposan en museo de Salta (Argentina). Sin duda, estas ascensiones respondían a razones bien diferentes de las que aquí hemos seguido.
[1] El presente texto corresponde a nuestra participación –del mismo título– en la Journée d’études Hommes de Sciences et ingénieurs dans l’Espagne et l’Amérique des Lumières (Université d’Artois, 29 marzo 2021). Hemos abordado estas cuestiones, desde distintos enfoques, en trabajos anteriores (Cayetano MAS GALVAÑ, «Los primeros contactos de los europeos con las grandes altitudes», Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, 29, 2011, p. 139-168, DOI: https://doi.org/10.14198/RHM2011.29.06. Id., «El océano vertical: la cuestión de las altitudes en Jorge Juan y Antonio de Ulloa», in Armando ALBEROLA, Cayetano MAS y Rosario DIE (eds.), Jorge Juan Santacilia en la España de la Ilustración, Alicante, Casa de Velázquez-Universidad de Alicante, 2015, p. 63-85. Id., «Relatos hipóxicos. Descripciones del mal de altura en la América colonial», in Gloria FRANCO, Natalia GONZÁLEZ y Elena DE LORENZO (eds.), España y el continente americano en el siglo XVIII, Gijón, Sociedad Española de Estudios del Siglo XVIII-Ediciones Trea, 2017, p. 769-781. Actualmente nos encontramos ultimando la preparación de una monografía sobre la materia. La ortografía y puntuación de los textos de todas las fuentes citadas ha sido modernizada, pero se han conservado los títulos en su forma original.
[2] Joel COHEN y Christopher SMALL, «Hypsographic demography: The distribution of human population by altitude», PNAS, 95 (24), noviembre 1998, pp. 14009-14014, DOI: https://doi.org/10.1073/pnas.95.24.14009.
[3] Joshua TREMBLAY y Philip AINSLIE, «Global and country-level estimates of human population at high altitude», PNAS, 118 (18) e2102463118, abril 2021, DOI: https://doi.org/10.1073/pnas.21024631.
[4] Ferdinand BRAUDEL, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en tiempos de Felipe II (1ª ed. francesa 1949), 2 tomos, México-Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1976 (2ª ed. española) pp. 35, 40.
[5] Eduardo MARTÍNEZ DE PISÓN, La montaña y el arte. Miradas desde la pintura, la música y la literatura, Madrid, Fórcola, 2017, p. 282.
[6] Marie-Noëlle BOURGUET y Christian LICOPPE, «Voyages, mesures et instruments: une nouvelle expérience du monde au Siècle des lumières », Annales. Histoire, Sciences Sociales, 52e année, 5, 1997, pp. 1116-1151, DOI: https://doi.org/10.3406/ahess.1997.279622 [Consulta: 24 marzo 2022]. Este trabajo ilustra perfectamente lo que queremos decir: de una calidad excelente, y uno de los muy escasos que se aproximan a una posible historia de la gran altitud, sin embargo, ignora prácticamente toda la aportación de los científicos hispánicos (de los que sólo menciona a Antonio de Ulloa), para centrarse en los héroes (así les llama): La Condamine, Bouguer, Humboldt. Sobre una adecuada valoración de estas cuestiones, vid. Jaime MARROQUÍN ARREDONDO, «La historia natural de José Acosta y la física del globo de Alexander von Humboldt», Nuevo Mundo Mundos Nuevos [En línea], octubre 2019, § 1-4, https://doi.org/10.4000/nuevomundo.77934 [Consulta: 24 marzo 2022].
[7] Philippe JOUTARD, L’invention du Mont Blanc, París, Ed. Gallimard, 1986, pp. 33-44.
[8] Sir Gavin DE BEER, D.Sc. F.R.S. F.S.A., «The history of the altimetry of Mont Blanc», Annals of Science, 12 (1), marzo 1956, pp. 3-29, DOI: https://doi.org/10.1080/00033795600200016, pp. 4-7.
[9] Ibid., pp. 8-15.
[10] Ibid., pp. 15-21.
[11] Horace-Bénedict DE SAUSSURE, Journal d’un voyage à Chamouni et à la cime du Mont-Blanc en juillet et aoust 1787, Lyon, Audin et Comp., 1924, pp. 18-21.
[12] Bernal DÍAZ DEL CASTILLO, Intr. y notas por Joaquín Ramírez Cabañas, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México, Pedro Robredo, 1939, cap. LXXVIII, tomo I, pp. 269-270. Hemos utilizado la edición facsímil digital existente en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Universidad de Alicante, 2005, https://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc90213.
[13] Hernán CORTÉS, Cartas y relaciones de Hernán Cortés al emperador Carlos V, Pascual DE GAYANGOS (ed.), «Segunda carta-relación de Hernán Cortés al Emperador: fecha en Segura de la Sierra a 30 de octubre de 1520», París, A. Chaix y Cía, 1866, pp. 77-78.
[14] Francisco de LEÓN Y COLLANTES, «Esploración [sic] del Valle de México», Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, tomo VI, México, Andrés Boix, 1858, pp. 192-197. La aventura del castroverdense y sus compañeros ha sido llevada recientemente al cine (Epitafio, 2015).
[15] Ibid., pp. 197-203.
[16] Ibid., pp. 203-204.
[17] P. Antonio de ANDRADE, S.J., (1ª ed. portuguesa, Lisboa 1626, 1ª ed. castellana, Madrid 1627), Nuevo descubrimiento del Gran Catayo por el Padre Antonio de Andrade (primera carta), Madrid, La Arcadia, 1947. Vid. C. MAS GALVAÑ, «Los primeros contactos de los europeos…», pp. 54-160.
[18] José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, Sevilla, Juan de León, 1590. Para mayor detalle de las ideas de Acosta sobre el particular, vid. C. MAS GALVAÑ, «Los primeros contactos de los europeos …», pp. 150-154.
[19] Ibid., pp. 142-143.
[20] Ibid., p. 144.
[21] Ibid., p. 144.
[22] Ibid., p. 144.
[23] Ibid., p. 144.
[24] Ibid., p. 145.
[25] Ibid., pp. 145-146.
[26] Duccio BONAVIA et al., «Tras las huellas de Acosta 300 años después: consideraciones sobre su descripción del mal de altura», Revista Histórica, Lima, 1984, 8(1), p. 18.
[27] P. Bernabé COBO, S.J., Marcos JIMÉNEZ DE LA ESPADA (notas y comentarios), Historia del Nuevo Mundo, 3 tomos, Sevilla, Sociedad de Bibliófilos Andaluces, Imp. E. Rasco, 1891.
[28] Ibid., t. I, lib. I, cap. X, p. 66; t. I, lib. II, cap. X, pp. 158-160.
[29] Ibid., t. III, lib. XI, cap. IV, pp. 24-25.
[30] Ibid., t. I, lib. II, cap. IX, p. 154.
[31] Antonio J. CAVANILLES, «Discurso sobre algunos botánicos españoles del siglo XVI», Anales de Ciencias Naturales, t. VII (20), abril 1804, Madrid, Imp. Real, p. 139.
[32] P. B. COBO, «Descripción del Reino del Perú», Anales de Ciencias Naturales, t. VII (20), abril 1804, Madrid, Imp. Real, p 141-211. La trascendencia de la tradición epistémica jesuita (cuyas percepciones e interpretaciones fueron directamente determinadas por una realidad natural como la de los Andes, que se impone abrumadoramente ante el observador) ha sido puesta de manifiesto en los recientes trabajos de Fermín del PINO DÍAZ, «Los Andes como laboratorio temprano de las historias naturales y morales: del jesuita José de Acosta al ilustrado José Ignacio Lecuanda», Dialogía, 8, 2014, pp. 136-161. Id., «La tradición naturalista de algunos jesuitas en los Andes», Nuevas de Indias. Anuario del CEAC, I, 2016, pp. 48-51.
[33] La bibliografía disponible sobre esta expedición es muy amplia, por lo que de modo general remitimos al lector a la excelente obra de A. Lafuente y A. Mazuecos (Antonio LAFUENTE, y Antonio MAZUECOS, Los caballeros del punto fijo. Ciencia, política y aventura en la expedición geodésica hispanofrancesa al virreinato del Perú en el siglo XVIII, Barcelona, Serbal/CSIC, 1987), y a la revisión de estas cuestiones que ya efectué en un trabajo anterior (Cayetano. MAS GALVAÑ, «El océano vertical: la cuestión de las altitudes en Jorge Juan y Antonio de Ulloa», 2015).
[34] Jorge JUAN Y SANTACILIA y Antonio de ULLOA, Observaciones astronómicas, y physicas hechas de orden de S. Mag. en los reinos del Perú, Madrid, Juan de Zúñiga, 1748, p. 106.
[35] J. JUAN y A. DE ULLOA, Ibid., p. 125.
[36] Ibid., p. 125. C. MAS GALVAÑ, «El océano vertical…», pp 5-79.
[37] Pierre BOUGUER, La figure de la Terre, París, Jombert, 1749, pp. XVIII, XXX y XXXVI. C. MAS GALVAÑ, «El océano vertical…», p. 77.
[38] Jorge JUAN Y SANTACILIA y Antonio de ULLOA, Relación histórica del viage a la América meridional, Madrid, Marín, 1748, parte I, tomo II, libro V, cap. II, p. 307, § 541.
[39] Antonio de ULLOA, Noticias americanas, Madrid, Imp. Real, 1792, p. 76, § 17.
[40] Ibid., pp. 78-79, § 19.
[41] C. MAS GALVAÑ, «El océano vertical…», pp. 73-74.
[42] J. JUAN y A. DE ULLOA, «Observaciones astronómicas», pp. 130-131.
[43] Alexander von HUMBOLDT, Essai sur la géographie des plantes ; accompagné d’un tableau physique des régions équinoxiales, Paris, Levrault, Schoell et compagnie, 1805. A pesar del año que consta en el pie de imprenta, la obra debió salir al público a finales de 1806 o ya en 1807.
[44] Ibid., p 82.
[45] Ibid., pp. 94-95.
[46] Ibid., p. 138.
[47] Ibid., p. VI.
[48] Ibid., p. VII.
[49] Ibid., p. 44. Añadiremos que la Géographie está por entero referida a los Andes, razón por la cual hemos prescindido aquí de toda referencia a la presencia de Humboldt en las montañas de Nueva España.
[50] Sandra REBOK, «Alexander von Humboldt y el modelo de la Historia Natural y Moral», HiN, II (3), 2001, pp. 106, 113, DOI: http://dx.doi.org/10.18443/21 [Consulta: 24 marzo 2022].
[51] J. MARROQUÍN, «La historia natural de José Acosta y la física del globo de Alexander von Humboldt», § 28.
[52] A. J. CAVANILLES, «Discurso sobre algunos botánicos españoles del siglo XVI», pp. 126-140.
[53] B. COBO, S.J. «Descripción del Reino del Perú», pp. 141-211. El manuscrito había sido comunicado a Cavanilles por el también valenciano, cronista de Indias y primer director del Archivo de Indias, J. B. Muñoz, quien lo había hallado en la sevillana biblioteca de San Acacio.
[54] M.ª Rosario MARTÍ MARCO, «El naturalista Alexander von Humboldt, Cavanilles y Juan Andrés», Cuadernos dieciochistas, 7, 2006, pp. 57, 65. La publicación en 1804 de este fragmento no ha pasado desapercibida a Fermín del PINO («Los Andes como laboratorio temprano de las historias naturales y morales: del jesuita José de Acosta al ilustrado José Ignacio Lecuanda», p. 154; id., «La tradición naturalista de algunos jesuitas en los Andes», p. 52), pero no se cuestiona si la obra pudo ser conocida por Humboldt.
[55] A. von HUMBOLDT, Essai sur la géographie des plantes, p. 45.
[56] Ibid., pp. 44-45.
[57] Ibid., p. 46.
[58] Ibid., p. 115.
[59] Ibid., p. 68.
[60] Ibid., pp. 45-46.
[61] Juan Alberto MOLINA GARCÍA, Redes de información y conocimiento climatológico en el mundo hispánico del siglo XVIII [en línea], Archivo Digital UPM, Universidad Politécnica de Madrid, 2014 Disponible en: <http://oa.upm.es/35512/> [Consulta: 24 marzo 2022].
[62] José Celestino MUTIS, José Celestino, transcripción, prólogo y notas de Guillermo HERNÁNDEZ DE ALBA, Diario de observaciones de José Celestino Mutis (1760-1790), Bogotá, Editorial Minerva Ltda., 1957.
[63] Ibid., t. I, p. 329, 19 julio 1778.
[64] Ibid., t. I, p. 460, 5 […] 1779?
[65] Ibid., I, p. 107.
[66] Hipólito RUIZ, introducción, transcripción y notas de Raúl RODRÍGUEZ NOZAL y Antonio GONZÁLEZ BUENO, Relación del viaje hecho a los reinos del Perú y Chile, Madrid, CSIC, 2007.
[67] C. MAS GALVAÑ, «Relatos hipóxicos», pp. 74-775.
[68] Tadeás HAENKE, Descripción del Perú [en línea], Biblioteca Digital Universal, Ediciones del Cardo, 2003, disponible en: https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/descripcion-del-peru/html/ff3e7032-82b1-11df-acc7-002185ce6064_4.html [Consulta: 1 junio 2022].
[69] Ibid., p. 60.
[70] Eduardo ESTRELLA, Juan PIMENTEL, Mª Dolores HIGUERAS, La expedición Malaspina, 1789-1794, t. VIII, Trabajos geológicos, químicos y físicos en Guayaquil de Antonio Pineda Ramírez, Ministerio de Defensa-Museo Naval- Lunwerg Editores, Madrid-Barcelona, 1996, pp. 81-85, 94, 173-188.
[71] A. von HUMBOLDT, Essai sur la géographie des plantes, p. 115.
[72] Mauricio NIETO OLARTE, et alii, La obra cartográfica de Francisco José de Caldas, Bogotá, Universidad de los Andes, 2006, pp. 41-43, 57, 59.
[73] Francisco José de CALDAS, «Del influjo del clima sobre los seres organizados» (1ª ed. 1808), in Francisco José de CALDAS, Obras completas, Bogotá, Imprenta Nacional, 1966, p. 94, n. 18.
[74] Ibid., pp. 103-104.
[75] Ibid., p. 103.
[76] Ibid., p. 109.
[77] Ibid., p. 94.
[78] Ibid., p 108, n. 31.
[79] Hipólito Unanue, Observaciones sobre el clima de Lima y sus influencias en los seres organizados, en especial el hombre (1ª ed., Imprenta Real de los huérfanos, Lima, 1806), Madrid, Sancha, 1815, p. 200.
[80] Alexander. von HUMBOLDT, Diarios de viaje en la Audiencia de Quito, Segundo E. MORENO YÁNEZ (ed.), Quito, Occidental Exploration and Production Company, 2005, p. 120.
[81] Ibid., p. 128.
[82] C. MAS GALVAÑ, «Relatos hipóxicos», pp. 776-779.
[83] Georg PFOTZER, «History of the Use of Balloons in Scientific Experiments», Space Science Reviews, 13 (2), junio 1972, pp. 205-206.
Resumen
En el presente trabajo se efectúa una revisión de diversas fuentes impresas –especialmente hispánicas– relacionadas con el contacto de los europeos con las montañas americanas durante la Edad Moderna. Las condiciones naturales de dichas montañas, unidas a su orografía y cercanía al océano, hicieron de ellas el primer espacio donde los europeos tomaron conciencia de las peculiaridades de las grandes altitudes durante los siglos XVI y XVII, para convertirse durante el siglo siguiente en terreno privilegiado para las observaciones e investigaciones desarrolladas por la nueva ciencia.
Résumé
Dans ce travail nous effectuons une relecture de différentes sources imprimées – hispaniques, en particulier – en lien avec le contact des européens et les montagnes américaines à l’Époque Moderne. Les caractéristiques naturelles de ces montagnes unies à leur orographie et la proximité de l’océan, en firent le premier espace où les européens prirent conscience des spécificités des grandes altitudes pendant les XVIe et XVIIe siècles, pour devenir, lors du siècle suivant, le terrain privilégié des observations et recherches développées par les sciences nouvelles.
Los siglos XVI y XVII: récords ibéricos (inconscientes) sobre montañas de otros continentes
América y el surgimiento de la conciencia de la altitud
Cayetano MAS GALVAÑ
Universidad de Alicante
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