La (re)lectura del diario del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), cuyo título elocuente es quizás uno de los mejores en nuestra lengua, exige del (re)lector un estado de ánimo óptimo para no tirarse por la ventana. Más allá de los apuntes estimulantes sobre la literatura, del anecdotario que tanto ha explotado la crítica y de la importante fuente de información biográfica que proporciona sobre su vida entre el Perú y Europa durante casi cuarenta años, La tentación del fracaso (1992) adopta, desde la primera entrada del 11 de abril de 1950, una tonalidad compungida. Tanto el derrotismo que permea la mayoría de las entradas como su formulación excesivamente autocrítica pueden ser atribuidos al conocido escepticismo de Ribeyro que, desconfiando de los espejismos de la modernidad y del éxito mercantilista en la literatura, se refugia en las honduras del yo para buscar temas intemporales y trascender de otra manera. Sin embargo, esta lectura puede caer en el psicologismo, al confundir la textualidad del diario –fruto de una acumulación de experiencias pero sobre todo de una voluntad expresiva que conserva, formula y ordena los fragmentos–, con la expresión espontánea e irreflexiva de una subjetividad que escribe a vuelapluma.
El problema del abatimiento en La tentación del fracaso (1992) cobra otro espesor tan pronto como reflexionamos sobre su función dentro del proceso creativo de Ribeyro o, mejor dicho, dentro de la imagen de dicho proceso que el autor construye a lo largo de estas casi setecientas páginas entre 1950 y 1978 como legado para la posteridad. Bien mirado, el espejeo con su trabajo, su puesta en perspectiva como lo hicieran tantos otros escritores diaristas a los que admiraba (Hugo, Constant, Stendhal, Du Bos, Kafka, Gide, Jünger, Nin, Léautaud, Green) tuvo un efecto no solo en la recepción de su diario como una colección de enseñanzas sobre el oficio de la escritura –funcionando para varias generaciones como una versión latinoamericana de las Cartas a un joven poeta (1929) de Rilke–, sino también en la construcción, para sí mismo, de su figura como escritor.
Por consiguiente, en la medida en que el pesimismo, como punto de vista voluntaria o involuntariamente sesgado sobre la realidad, ha sido uno de los principales combustibles para poner en marcha esta máquina de casi setecientas páginas, resulta necesario pensar el vínculo de negatividad que existe entre La tentación del fracaso y una de sus fuentes menos estudiadas, el Journal (1839-1881) o diario del suizo Henri-Frédéric Amiel (1821-1881).
El interés de Ribeyro por el diarismo nace en su adolescencia con la lectura de dicho escritor, que descubre con los dos volúmenes en la biblioteca de su padre, tal como lo cuenta en la primerísima frase de la introducción a su propio diario, publicado en tres entregas por el editor peruano Jaime Campodónico en 1992, 1993 y 1995 y reeditado luego por Seix Barral en España a partir de 2003, con un prólogo de Enrique Vila-Matas en 2019. Amiel, como se sabe, con sus casi diecisiete mil páginas, es uno de los ejemplos paradigmáticos del diarista neurótico, maniático y narcisista, como lo define Gregorio Marañón en su famoso “Estudio sobre la timidez” (1944). Su obra monumental plantea un monólogo doloroso, una “reversión del yo sobre el yo” (1949: 208) que se encierra sobre sí mismo, así como la escenificación del “lento suicidio” (ibid.) que presupone su sacrificio en pos de la literatura.
Paradójicamente, con tan solo quince años, esta lectura tan deprimente motiva a Ribeyro no solo a empezar su propio diario a mediados de los años cuarenta, esbozos que luego destruiría para conservar el “Primer diario limeño” (1950-1952) como punto de partida, sino que genera también una poderosa identificación con su concepción de la escritura de la intimidad como una “enfermedad”. En efecto, para el escritor suizo, esta metáfora resume el sufrimiento que experimenta el diarista cuando se pierde en los meandros de su soliloquio, remedio imperfecto a su aburrimiento existencial porque la cura puede ser tan nociva como el mal. Según Amiel, solitario y un soltero impenitente, la incapacidad para escribir sobre algo que no sea su propia persona lo habría desadaptado a la vida social. Asimismo, y por si fuera poco, este monotematismo habría contribuido a la fragmentación de su obra ficcional y, en última instancia, a su aniquilación, por haberlo condenado al menudeo de sus cualidades literarias, en detrimento de la edificación del resto de su obra.
Estos postulados sobre el diarismo, como veremos, reaparecen a lo largo de la primera década de La tentación del fracaso (1992) de Ribeyro como los rastros discursivos de una identificación con el ethos literario de Amiel, es decir, por llamarlos de alguna manera, como amielemas que se metabolizarían poco a poco dentro de posturas más complejas, tan pronto como la metáfora de la “enfermedad del diario” empezaría a coexistir con el surgimiento de la enfermedad real en Ribeyro, una úlcera cancerosa de la que sería operado en 1973.
El primer amielema que retoma Ribeyro consiste en postular que el diario cura algo, que es un bálsamo para aliviar una insatisfacción propiamente decimonónica que podemos asociar con el desencanto posromántico o el spleen. Aunque la metáfora aristotélica del “remedio” sea muy antigua, Amiel le añade el imaginario positivista de su época comparando su diario con una “farmacia del alma”, que contiene “calmantes, tónicos y estimulantes”1 (09/04/45). La mirada retrospectiva sobre su jornada le permite “restablecer la integridad de la mente y el equilibrio de la conciencia, es decir, la salud interior” (23/03/79), como si el diálogo consigo mismo fuera una “terapia diaria” (05/05/79): cada entrada –la palabra plantea un umbral entre lo profano y lo sagrado– equivale a una “ablución” (ibid.), antes de penetrar en el diario como en un mikve o piscina ceremonial para purificar su alma. Paralelamente, y siguiendo con el imaginario científico, Amiel coloca las “pasiones extraídas”, “operadas como productos enfermizos de la vida” (22/11/64) sobre la página de su diario para estudiar estas excrecencias morales desde la perspectiva de la naciente teratología. Aunque el análisis excesivamente pormenorizado de cada uno de sus matices e implicancias no tiene ni la eficiencia de La Rochefoucauld ni la poesía de Proust, este ejercicio obsesivo le sirve como “un sustituto de la felicidad, un relleno para una existencia incompleta, un medio de llenar el alma donde hay un vacío” (20/09/64).
En La tentación del fracaso (1992), el amielema del diario como bálsamo se conserva pero el mal cambia de signo, se actualiza, al subdividirse en dos síntomas diferentes: por un lado, la enfermedad de la voluntad -basta citar el íncipit, entre decenas de otros ejemplos: “Se ha reabierto el año universitario y nunca me he hallado más desanimado y más escéptico respecto a mi carrera”2 (11/04/50, 2019: 5)-, y por otro lado, el sentimiento de culpa por haberse emancipado del modelo pequeño-burgués al que lo destinaba su familia en Lima, prefiriendo la carrera incierta de escritor. En efecto, tan pronto como llega a París, el discurso medicalista de Amiel reaparece cuando reflexiona sobre el porqué de su abatimiento: “Enfermo de los nervios, del corazón, del estómago o qué sé yo. Y además de la voluntad. Tengo que empezar por creer en la voluntad si quiero sanarme” (20/11/53, 2019: 28). Ante esta zozobra, como hiciera el suizo, Ribeyro se vuelca hacia su diario como espacio de desahogo para “depositar muchas cosas que [lo] atormentan y cuyo peso se ligera por el solo hecho de confiarlas a un cuaderno” (29/01/54, 2019: 29).
Sin embargo, en ambos casos, el alivio es pasajero: el diario como bálsamo es un remedio que cura y a la vez enferma. El primer límite del primer amielema se plantea con el motivo del círculo para representar las aporías de este monólogo que, supuestamente, proporciona un desahogo satisfactorio. Para significar el encierro dentro del discurso sobre sí mismo, Amiel recurre a imágenes perversas que escenifican sobre todo a animales en cautiverio. En su concepción, el diario funciona como una jaula donde se (auto)exhibe al yo, detrás de los barrotes del discurso, reproduciendo el imaginario circense de los zoológicos humanos en el siglo XIX. El soliloquio obliga al diarista a “[dar] vueltas en círculos como una ardilla atrapada” (12/03/62, 18/01/65 y 13/03/65) pero sobre todo le da la sensación de haberse convertido en un “oso hibernando, que mientras duerme pierde peso lamiéndose las patas y se desgasta viviendo tontamente solo” (07/09/62).
Tanto la ardilla como el oso están condenados al mismo gesto repetitivo y absurdo, que prefigura la muerte por oposición a la fluidez de la vida, límite del primer amielema que también destaca Ribeyro al llegar a París cuando señala que “no [quisiera] girar en semicírculo para volver encontrar[se] [consigo] mismo” (03/08/53, 2019: 21). El movimiento espacial y metafórico es el mismo -las vueltas- pero sobre todo el efecto es comparable: al girar sobre sí mismo, como los animales encerrados de Amiel, Ribeyro experimenta “una especie de náusea que [le] producen en los diarios íntimos” (10/05/56, 2019: 105). El malestar del soliloquio se desplaza de un diario al otro, de un siglo a otro, como si Ribeyro somatizara las consecuencias del calabozo discursivo que describe Amiel. Por último, a la circularidad del soliloquio se le añade un nuevo valor, su esterilidad: estos animales cautivos malgastan su energía del mismo modo que, en palabras de Amiel, el diarista se dedica a un “estudio estéril y meramente curioso” (15/10/50) de su personal moral, sin ninguna finalidad trascendente. En la introducción a La tentación del fracaso (1992), sin mayor sorpresa, Ribeyro destaca este mismo riesgo, retomando la misma metáfora de la esterilidad, que coloca en el frontispicio de toda su obra: “El diario íntimo es una ocupación peligrosa, que puede cerrar la comunicación con los otros y confinarnos a un soliloquio estéril y secreto” (1992, 2019: 2).
El segundo límite del primer amielema plantea que, por más bálsamo que sea, el diario predispone a una forma de muerte social, exigiendo una dedicación exclusiva que impide llevar una vida burguesa productiva. En el caso de Amiel, la cara oculta del diarismo se formula desde una fuerte negatividad -en su doble acepción de pesimismo pero también de resta-, alrededor del campo semántico de la transgresión social y sexual. Esta práctica lo condena a una forma de “suicidio moral, de asfixia metódica y obstinada de [sus] aspiraciones y de [sus] facultades” (22/09/65): escribir únicamente sobre sí mismo equivale a “una especie de onanismo enfurecido y maníaco como el que vemos en las cárceles” (ibid.). Asimismo, el diarista, encerrado en un “ataúd en el que se conserva la momia del día, a veces embalsamada, pero seca, rígida, enjuta” (30/10/52), no tiene otro remedio que “comerse a sí mismo” (19/12/67). Desde un horizonte macabro, tanto la masturbación como la antropofagia buscan significar, nuevamente, las consecuencias autodestructivas de esta escritura circular que priva al diarista de sus fuerzas vitales, creativas pero también reproductivas. En efecto, a pesar del desahogo, la escritura del diario “evapora [su virilidad] en sudor de tinta” (13/07/60), a tal punto que Amiel lo compara con un “voto de eunuquismo”, producto de una “castración a través de la crítica personal” (03/05/62).
Ribeyro se identifica con este universo mortífero desde su juventud, considerando el diarismo como un ejercicio de aislamiento consciente, aunque a veces involuntario, que compara con una “mise à mort” (11/03/65, 2019: 301) o condena a muerte, de su persona social se entiende. En tanto “coartada para librarse del proceso de la vida” (ibid.), el diario funciona como una excusa para justificar este ensimismamiento narcisista que desconocen “los hombres casados, activos, sociables”, “ocupados en vivir por y para los demás” (29/01/54, 2019: 29-30). Sin embargo, la identificación con las imágenes castradoras de Amiel se patentiza sobre todo en una carta enviada a su hermano Juan Antonio en 1957 desde Amberes, donde postula la existencia de “taras hereditarias”, que los vuelven ineptos para la “lucha por la vida, éxito material, matrimonio, reproducción”. En efecto, para Ribeyro, al tratarse de un “se[r] de vitalidad exigua”, y como la naturaleza “no ha podido privar[lo] de [sus] órganos viriles -lo cual solamente arriba en los últimos casos de degeneración racial- ella los ha mantenido, pero a condición de no garantizar su utilización normal, es decir, su función reproductora” (13/08/57, 1996: 145).
El segundo amielema o rastro discursivo de la identificación con el ethos literario de Amiel en La tentación del fracaso (1992) plantea el diario como un opericida, es decir como un género que tiende a fragmentar y en última instancia a eliminar la posibilidad de una obra ficcional orgánica, variada y acabada. El “vagabundeo [temático] al estilo gitano” (04/07/77), así como las “migajas dispersas”(21/11/64) de cada entrada, despilfarran la energía creativa del diarista en vez de concentrarla para edificar una totalidad coherente. La sensación de desperdicio tiene que ver con que el fragmento, por esencia, es una forma por goteo, jaculatoria, abierta. Amiel confiesa tener “horror a concluir y llegar a una conclusión” (17/04/61) pero al mismo tiempo deplora que esta tendencia le impida “abarcar enérgicamente un gran conjunto” porque “el poder de combinación, de concentración, de continuidad, en una palabra de producción, se ha evaporado” (ibid.).
En este sentido, la importancia de lo numérico en su Journal traduce una voluntad de cuantificar el esfuerzo invertido en los fragmentos, por más que estas parcialidades se le escurran entre los dedos como granos de arena: aunque haya escrito “catorce mil páginas de diario”, considera que “salvar quinientas ya es mucho, tal vez sea suficiente” (16/07/76), tanto más cuanto que este saldo solo representa “las hojas y la corteza de un árbol del que hay que extraer la esencia” (26/07/76). Por último, cuando Amiel analiza su producción como escritor, concluye con dureza: “Me temo que sólo dejarás fragmentos; muchos ensayos, felices esbozos, ninguna obra. Eres demasiado voluble para eso” (28/06/48). El fragmentarismo del diario se piensa como la negación de la obra, como una fuerza centrífuga que cuestiona la eficiencia de un escritor que aspira a convertirse en un artesano de formas acabadas. Al sentirse incapaz de “componer una sinfonía” (04/07/87) -lo que implica solidaridad, armonía pero sobre todo terminación-, Amiel se resigna a coleccionar apuntes, estrategia que tampoco resulta satisfactoria: “[El diario], sin ser en sí mismo una obra de arte, impide que el resto de la obra, cuya apariencia imita, ocupe su lugar” (ibid.). En este sentido, a los valores opericidas anteriores, se le añade la capacidad de estorbar, como si su presencia discursiva ocupara la fragua de la creación, en detrimento de otros trabajos, entiéndase géneros, que requieren continuidad, largo aliento y punto final, como es el caso de la novela decimonónica.
La influencia de este segundo amielema en la manera como Ribeyro concibe el diario y por extensión la literatura es tan significativa que, retrospectivamente, cuando releemos los postulados opericidas de Amiel, estos resultan extrañamente ribeyrianos. En primer lugar, las entradas de La tentación del fracaso siguen el mismo principio de el “vagabundeo [temático] al estilo gitano” (04/07/77), como decía Amiel, pero con el objetivo de “salvar [su] identidad de los avatares de una vida morosa, dispersa y vagabunda” (sin fecha, 1969, 2019:?), favoreciendo una discontinuidad que, a la postre, “[le] puede resultar fatal” (ibid.). El riesgo del menudeo reaparece cuando Ribeyro advierte que los cajones de su escritorio se llenan de fragmentos que “se yuxtaponen para formar lo inorgánico, lo discontinuo, la negación de lo que quier[e] hacer, en suma, el testimonio de la no obra, de la sequedad y la pequeñez” (16/10/73, 2019:?).
La desconsideración de lo fragmentario relega esta forma textual dentro de la familia del esbozo, del conato, de los “impulsos narrativos que se apagaron a mayor o menor término” (01/07/74, 2019: 413), sin poder contribuir a la construcción de una totalidad coherente, orgánica y acabada, como ocurre con las “cuatro o cinco novelas comenzadas o comienzos de novela” (ibid.): “¿Qué tara contenían que las condenaba a la esterilidad?” (ibid.), se pregunta en 1974. El tópico del fragmento como obstáculo reaparece cuando se queja de “la falta de ese espacio interior”, de ese “vacío aspirante” necesario para gestar una obra fuera del eterno soliloquio, porque el terreno está “ocupado”, lleno de “escombros y escollos”: en este sentido, si quisiera escribir una novela –Amiel se mide con el género decimonónico por excelencia y Ribeyro con la novela (total) como pasaporte al éxito para sus contemporáneas del Boom–, tendría que “empezar por limpiarlo” (ibid.), es decir, deshacerse de los fragmentos, o alargarlos, lo que significa acabar con su esencia como fragmentos. De hecho, tanto el peligro de la dispersión como la tesis del fragmento como estorbo, e incluso como excusa, se conservan casi intactas, a tal punto que reaparecen al final de su vida dentro de la introducción ya citada que escribe para La tentación del fracaso en 1992, donde el diario puede también terminar por “suplantar a la obra potencial” (2019: 2). Por último, y quizás lo más importante, es que gracias a Amiel, Ribeyro entiende que el discurso diarístico sobre la imposibilidad de la obra puede ser una forma de obra: en 1957, tempranamente consciente de que, si alguna tuviera éxito, sería publicando “los fragmentos de [sus] imposibilidades literarias” (03/08/57, 2019: 151), el peruano anticipa su inscripción en las problemáticas posmodernas que, a partir de los años setenta, contribuirían a su rescate.
Aunque Ribeyro se identifica con la teoría de la “enfermedad del diario” tal como la formula Amiel, la apropiación de estos amielemas en La tentación del fracaso (1992) coexiste y luego se metaboliza con el surgimiento de una enfermedad real, una úlcera cancerosa de la que se queja desde 1955 pero de la que solo sería operado por primera vez en 1973. Con el correr de los años, el monotematismo sobre los riesgos del soliloquio va perdiendo terreno a favor del monotemanismo sobre el dolor. La escritura del diario resulta “penosa para consignar [su] falta de salud” (26/12/55, 2019: 95), a tal punto que cuando abre este cuaderno, “parece que se [le] ha reabierto la úlcera” (16/08/55, 2019: 113): dicho de otro modo, tan pronto como el sufrimiento deja de ser una metáfora, la escritura diarística aguza el dolor de la herida como si horadara la superficie del yo. La tonalidad lastimosa sobre su malestar existencial cambia de objeto y se cristaliza desde entonces en una descripción detallada de su dolor, a tal punto que el diario, en su conjunto, se convierte en una “crónica sombría de [su] propia vida” (08/08/77, 2019: 566).
Las recurrentes enumeraciones de los síntomas –náuseas, acidez, bilis, hematurias, inapetencia, insomnio (16/01/75, 2019: 436-437)– acaparan el protagonismo de la narración, verbalizando a gritos un “tabú”, al igual que la tuberculosis de la que falleciera su padre (11/03/75, 2019: 440). Asimismo, este patetismo omnipresente, como hiciera Amiel con los animales cautivos, recurre a otro bestiario para formular los avances del cáncer, distanciando la ansiedad que le produce: “El cangrejo últimamente se ha avivado y desde hace unos días de verdaderos saltos de pantera” (22/05/75, 2019: 450). El animal de la enfermedad literaria ya no da vueltas dentro de su jaula discursiva sino que pega un brinco hacia la realidad más cruda, del sentido figurado al sentido propio, prefigurando el decaimiento de su estado general. Pero, contrariamente a la autocomplacencia de Amiel, Ribeyro se espabila, se aferra a la vida, a pesar de los pronósticos médicos. Por ejemplo, es interesante notar que la falta de voluntad, entiéndase literaria, de la que se quejaba en 1953, se transforma en un voluntarismo proactivo cuando postula que la mente puede doblegar al organismo enfermo: “lo infinitamente pequeño y destructor” (18/07/77), cuando se encuentra “la zona del milagro”, (ibid) puede ser vencido por este yo perseverante, reforzado por su experiencia de lo real, que dista mucho de los palabreos de su juventud.
Pero el vínculo de negatividad que nace de la identificación con Amiel se reactiva sobre todo en la presentación de su cuerpo maltrecho, a causa de las operaciones quirúrgicas, bastante violentas, a las que se somete a partir de 1973, y que lo despedazan del mismo modo que los fragmentos desagregan la obra. En efecto, Ribeyro consigna con estoicismo y frialdad que, tras su paso por el Hospital Saint-Louis, se despierta con una cicatriz que le cruza el tórax, un “enorme corte que [le] venía desde el omoplato izquierdo hasta el ombligo” (06/12/76, 2019: 473), tras haber señalado anteriormente en el diario que para este tipo de úlcera “no abren por el vientre sino por el costado, cortando las costillas” (03/01/73, 2019: 383). La dureza de su autorretrato en el espejo del diario, rodeado de sondas y otras miserias hospitalarias, lo pintan como “un ser esquelético, exhausto, con pellejos colgantes donde había antes pectorales, bíceps, nalgas y pantorrillas, algo apenas reconocible -ojos enormes y negrísimo, nariz afilada, mejillas hundidas, labios descoloridos-, algo con lo que era imposible seguir viviendo” (17/05/76, 2019: 492).
De ser alguien a ser algo, el diarista considera que la enfermedad lo va relegando hacia la categoría de lo inútil, entiéndase, para la vida y para la literatura: como sucediera con la escritura de las entradas discontinuas de La tentación del fracaso (1992), cuyo riesgo era alimentar “el testimonio de la no obra” (16/10/73, 2019: 394), Ribeyro termina por convertirse también en el testimonio del no-ser. Esta cosificación se concentra en una imagen en particular, la de “carcacha desgastada” (04/01/73, 2019: 383) a la que pronto habrá que “remolc[ar] hasta el depósito de chatarra y dejar[la] para siempre en compañía de lo inservible” (ibid.). La autoconsciencia de que es “algo relativamente precioso y frágil” (06/01/75, 2019: 435), un “objeto que ha sido duro y costoso fabricar -estudios, viajes, lecturas, trabajos, enfermedades-” (ibid.), encuentra en la escritura del diario, contra viento y marea, una forma de consuelo: si bien los fragmentos destotalizan la obra potencial, también es cierto que la estructura cronológica y diacrónica de este género permite darle coherencia a este yo desarticulado por el sufrimiento, al remendarlo con la continuidad del discurso sobre su enfermedad. La cirugía es un bálsamo que, como el diario, cura pero maltrata, parcha pero destroza: este sentido, resulta natural que Ribeyro se vuelque hacia la escritura de la intimidad para enderezar a este yo estropeado.
Al final de este periodo de operaciones, cabe señalar que la publicación de Prosas apátridas (1975), cuyos textos provienen de la cantera de La tentación del fracaso (1992), proporciona algunas claves para entender la articulación entre enfermedad, estética y trascendencia que establece Ribeyro. Al observar la cantidad de libros que tiene su biblioteca y deplorar el poco tiempo para leerlos, la voz narrativa de este libro inclasificable se pregunta quiénes sobrevivirán a la prueba del tiempo: “Quizá solo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos, a menudo sin ser muy leídos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido” (1975: 13-14). Ribeyro establece una clara oposición entre su propia fragilidad física y las cualidades de resistencia que les atribuye a ciertos autores que, como Amiel, han logrado consolidar una obra paradigmática y memorable, a pesar del efecto desgastante del tiempo y de la necesaria finitud de su autor.
La “robustez” se define como lo propio de los clásicos, una vis o energía vital que les sobra y que contrasta con sus propias fuerzas menguantes o incluso agotadas, porque “[su] capital de vida está ya gastado” y que a partir de mediados de los años setenta, solo estaba “viviendo a crédito” (1975: 143). El libro, como soporte de perennidad, y también el diario donde asume tempranamente una postura sacrificial -“Sólo salvaré mi vida perdiéndola”, escribe en 1975 (06/08/75)-, encarnan el poder eternizante de la literatura, una garantía de inmortalidad que corrige el despilfarro de lo fragmentario y le proporciona una consistencia material al cuerpo remendado. En la medida en que “todo diario íntimo se escribe desde la perspectiva temporal de la muerte”, como lo anuncia desde 1954 ([París, 28/01/54], 2003: 30), la escritura de este monumento le promete tal vez entrar en “un panteón en el cual [le] gustaría tener reservado [un] nicho» (1975: 151). Así, para Ribeyro, vivir poco pero vivir bien a pesar de la adversidad, es observar esa mecha vital que se consume, pero desde el ejercicio discontinuo del diario, a modo de sacrificio o inmolación por y para la literatura, donde espectaculariza su sufrimiento para mostrar el precio que paga el artista por alcanzar la obra ideal.
[1] Henri-Frédéric AMIEL, Du journal intime, prefacio de Roland Jaccard, Paris, Editions Complexe, Col. “Le regard littéraire”, 1987. En adelante, citaré el diario de Amiel entre paréntesis teniendo en cuenta la fecha de cada entrada.
[2] Julio Ramón RIBEYRO, La tentación del fracaso [1992], Barcelona, Seix Barral, 2019. En adelante, citaré el diario de Ribeyro entre paréntesis teniendo en cuenta la fecha de cada entrada.
Resumen
Este artículo analiza los rastros discursivos y posturales que traducen una identificación del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro con el escritor suizo Henri-Frédéric Amiel, a partir de una lectura comparativa entre sus diarios, La tentación del fracaso (1992) y el Journal (1839-1881). Estos espejeos, teorizados como amielemas, incitan a Ribeyro a pensar este género, por un lado, como un bálsamo que cura el spleen decimonónico pero que también lo agudiza y, por otro lado, como un opericida que cuestiona la posibilidad de una obra ficcional orgánica, variada y acabada. Sin embargo, la apropiación de estos postulados adquiere otro cariz tan pronto como la enfermedad real, una úlcera cancerosa a partir de 1973, surge y se metaboliza dentro de la textualidad del diario, transición del sentido figurado al sentido propio que revela una somatización problemática.
Résumé
Cet article analyse les traces discursives et posturales qui traduisent une identification de l'écrivain péruvien Julio Ramón Ribeyro avec l'écrivain suisse Henri-Frédéric Amiel, à partir d'une lecture comparée de leurs journaux intimes, La tentación del fracaso (1992) et le Journal (1839-1881). Ces projections, théorisées comme amiélèmes, incitent Ribeyro à penser ce genre, d'une part, comme un baume qui soigne le spleen du XIXe siècle tout en l'exacerbant et, d'autre part, comme un opéricide qui remet en cause la possibilité d'une œuvre fictionnelle organique, variée et achevée. Cependant, l'appropriation de ces postulats prend un autre aspect dès lors que la maladie réelle, un ulcère cancéreux à partir de 1973, émerge et se métabolise dans la textualité du journal intime, transition du sens figuré au sens propre qui révèle une somatisation problématique.
Esterilidad del monólogo: un bálsamo existencial que cura y a la vez enferma
El diario como opericida: riesgos de dispersión y advenimiento de la no-obra
Sentido propio, sentido figurado: enfermedad literaria y expresión del cáncer
Paul BAUDRY
Sorbonne Université
AMIEL, Henri-Frédéric, Du journal intime, prefacio de Roland Jaccard, París, Editions Complexe, Col. “Le regard littéraire”, 1987.
ESPARZA, Cecilia, «Julio Ramón Ribeyro. El diario como acompañante del artista», El Perú en la memoria: sujeto y nación en la escritura autobiográfica, Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2006.
MARAÑÓN, Gregorio, Amiel: estudio sobre la timidez, Buenos Aires-México, 3era edición, Espasa-Calpe Argentina, Col. “Austral”, 1949.
RIBEYRO, Julio Ramón, “En torno a los diarios íntimos”, La caza sutil, 1975
—, La tentación del fracaso [1992], Barcelona, Seix Barral, 2019.
—, Cartas a Juan Antonio (1953-1958), I, Lima, Jaime Campodónico Editor, 1996.
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