Para empezar, quiero dar las gracias a la Universidad dArtois por la invitación a esta jornada de estudio y, cómo no, agradecer también a Camilo Bogoya su buen hacer y sus atenciones.
A continuación, tengo que decir que no soy un estudioso ni un investigador en torno al diarismo, ni tampoco un diarista tal y como se viene entendiendo hasta ahora. En realidad, escribo fundamentalmente poesía, aforismos y relatos breves y la escritura de este bizarro diario, Cuadernos de Choisy, ha sido fruto únicamente de una necesidad en un momento puntual que posteriormente se ha dilatado y que no sé hasta donde podrá llegar.
Inicié la escritura de Cuaderno de Choisy en una circunstancia por todos conocida y sufrida: la pandemia del covid y el confinamiento subsiguiente. Fueron apenas tres meses. Lo escribí en París en una torre de treinta y un pisos desde la que podía ver la ciudad, una ciudad devastada por la ausencia. Esa localización me permitía tomar distancia con la realidad, y adquirir una perspectiva respecto a una memoria que en ese momento me imponía su escritura. Y justamente el confinamiento, que no es más que un estar sin estar, se rebeló como un tiempo sin tiempo donde el mundo se paralizó y todos lo hicimos con él en una ausencia generalizada de la vida, sin tareas exteriores, compromisos, relaciones y todas aquellas actividades que constituyen lo que viene siendo la vida social y personal.
Este diario pues, si así puede llamarse, en realidad no da cuenta metódica de cada día de ese confinamiento, aunque obviamente pauta una temporalidad en la que se escribe y que yo denominaría como un “tiempo no tiempo”, “un tiempo otro”, en donde no hablo justamente de aquel en que fue escrito de manera directa y literal, ni aludo siquiera a las circunstancias y las razones que lo configuraron. No se menciona en absoluto el covid ni la pandemia (es lo último que se me hubiera ocurrido), aunque en su lectura se tiene la sensación de que estamos en medio de una situación excepcional que se intuye detrás de algunas historias. Pude comprobar después que tras el confinamiento brotaron como setas los diarios de pandemia que relataban con pelos y señales toda su genealogía sanitaria y social, retratando las peripecias de sus protagonistas en medio de la distopía. Eso era justo lo contrario de lo que yo quería contar. Quería contar otro tiempo inmerso tras aquella barbarie.
Este diario, pues, está escrito desde el aislamiento. Sí. Pero refleja un tiempo que convoca otro tiempo que no es estrictamente pasado (aunque también), ni presente, pues no se centra sólo en las circunstancias inmediatas, ni tampoco futuro pues el futuro se presentaba como una verdadera incógnita, pero sí que muestra un tiempo invocado, vivido interiormente en su necesidad de permanencia, como memoria íntima no sólo en lo que atañe a aspectos de mi vida, con hechos y referencias autobiográficas, sino en conexión con una extimidad que funciona como contexto histórico personal y que culmina en un proceso de intimación. Digamos que llega a ser íntimo lo que en principio no lo es, realizando un trayecto de ida y vuelta entre lo privado y lo público que deviene en materia sensible integrada en la propia conciencia. ¿Por qué algo no puede ser o vivirse como íntimo, cuando es algo que es de todos?
Se trataría, por tanto, de cómo lo propio de mi vivencia conecta con lo que podríamos llamar el “inconsciente colectivo”, pudiéndose convertir en una experiencia compartida a través de la escritura. De tal manera que esta funciona como un mecanismo de tránsito entre la intimidad y la extimidad de dicha experiencia a través de un pacto con el lector.
En la medida que este diario o memoria (si se quiere entender así) no lo entiendo como un texto propia o literalmente autobiográfico, sino fundamentalmente como un texto ficcional, en el que existe una contaminación efectiva entre lo biográfico y la fabulación, la manera de afrontarlo en la lectura o en su análisis no puede ser otra que la de estar ante un texto puramente literario, una escritura consciente de sus recursos y de las manipulaciones que requiere la narración. Y como tal, un texto que se podría llamar de “autoficción”, un texto que es ficcional, pero, ojo, no ficticio. Y esto nos recuerda a Fernando Pessoa en su celebre poema “El fingidor”:
El poeta es un fingidor
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente
Y quienes leen lo que escribe,
Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive,
sino aquel que no ha tenido1.
En este cuaderno he intentado identificar verosimilitud y veracidad, características propias de la narrativa y la autobiografía respectivamente, proponiendo un ir y venir de la ficción a la realidad que pudiera generar un acercamiento a la verdad vivida.
La relación entre intimidad y extimidad vendría a ser correlativa entre autor y su componente biográfico, la vida; y por otro lado, el narrador o el personaje, la literatura. Estaríamos ante una especie de maridaje de lo real y lo ficcional que perfila lo verdadero. Se trataría de interiorizar los “sucesos del mundo en los que está implicado el sujeto”, de hacerlos propios, así como a través de la escritura extimizar lo que podemos considerar íntimo, propio del “yo” que habla.
Recuerdo ahora lo que Max Aub decía a propósito de su intento de biografiar a Luis Buñuel: “A lo más que puede aspirar la historia es a ser una buena obra literaria”2. Esto entronca con la idea de que la ficción, con su componente inventivo e imaginista, es la manera más eficaz de acceder a la realidad, de hacer comprensible lo “otro inextricable”, lo íntimo o subjetivo, y hacer viable la posibilidad de acercarnos a su conocimiento.
La autoficción, que también podemos identificar como una de las literaturas del “yo”, se configura como una narración memorialística que deja al descubierto lapsus, huecos y lagunas que exigen una selección del recuerdo. El recuerdo no es una repetición mecánica y perfecta de lo vivido, sino una narración, una recreación ficcional de la experiencia, en línea quizás al fenómeno onírico. Exige distancia de los hechos, elaboración e invención.
Pero también hemos de tener en cuenta que el olvido (o el silencio) forma parte del relato. Remite a la construcción de una memoria que exhibe sus grietas, pues en ellas es en donde se produce la restauración, aquello olvidado que se reconstruye mediante el discurso ficcional y que restituye su verdad, tal como proclama el Kintsugi japonés cuando repara las piezas de cerámicas rotas con un barniz mezclado con polvo de oro, pero no para camuflarlas, sino para justamente lo contrario, para resaltarlas como la única forma de acercarnos a su auténtica naturaleza.
Y es justamente ahí, en esa recuperación de lo olvidado o simplemente situado en un impasse, o incluso lo que no se está seguro de su existencia, donde, por razones inconscientes, otorgamos, mediante la fabulación, el sello de veracidad a aquello que paradójicamente es capaz de revelarnos el verdadero sentido de nuestra experiencia. Nos adjudicamos como propio lo que posiblemente no es más que una alucinación, un deseo probablemente no realizado, o una figuración velada, pero que necesitamos visibilizar para concluir la historia; algo que termina siendo carne de ficción perfectamente identificable con el personaje. Sería un edificio cuyos materiales pueden no ser fidedignos del todo, pero que vienen a cubrir una grieta y a revelarse como el oro y la verdad que buscamos.
Quizá sea esto una de las claves de la escritura memorialística: la construcción y no la reconstrucción de una memoria. Una memoria que tiene sus silencios, sus vacíos, sus puntos muertos, un relato que no recoge todo lo realmente vivido, pues si así fuera sería tan solo un informe, un protocolo, y no una narración, que necesita obligadamente de la perplejidad y la elipsis. La arbitrariedad es una cualidad narrativa que pide un drenaje asociativo del recuerdo y su delimitación a través de la mirada. Desde ese punto de vista podemos decir que la “transparencia”, la mera información es obscena, pornográfica, carece de contexto, adolece de la necesaria ocultación, de la eficacia del secreto. En literatura la transparencia es antinarrativa, antiliteraria.
Igualmente, podríamos aventurar que en realidad fuera de nosotros todo sucede al mismo tiempo, que somos nosotros los que en realidad secuenciamos ese tiempo, le damos sentido, el matiz necesario, lo situamos en su espacio. Porque contamos la existencia para poder entenderla.
Por tanto, podemos decir que fuera de la narración el tiempo es un fenómeno donde no sucede nada, o donde todo sucede a la vez. Fuera de la narración se diría que el tiempo no existe. Todo fluye, no hay comienzos ni finales, los días suceden a los días y las noches a las noches en una suma interminable. Sin el relato la vida es puramente aditiva. Con la narración la vida se cualifica.
Y desde aquí entramos en la estrategia narrativa que he dibujado para contar lo que quería contar en este libro. Parto de la idea de Roland Barthes acerca del carácter fragmentario del discurso contemporáneo. Y quizás sea esto, dada mi inclinación aforística, lo que me lleva a disponer un texto en fragmentos o piezas que tienen sentido y una lógica discursiva en sí mismas, pero que en su conjunto conforman una obra que reúne, a modo poliédrico, un mundo, una voz coral, llena de voces en torno al amor, la amistad o la muerte, acerca del dolor o la desgracia, frente a las innumerables vicisitudes y derivas sociales, en definitiva una vida con unos personajes, un contexto, y una manera de enfrentar la realidad que si hubiera tratado de contarlos en una estricta y perfilada objetividad respecto de los hechos o de sus circunstancias, creo que no me hubiera acercado en lo más mínimo a su verdad. Entendamos, de alguna manera, con Raymond Queneau y el Ouvroir de Littérature Potentielle, OULIPO, que la realidad no registra una manera objetiva de reflejarse; incluso el supuesto grado cero (y aquí me acuerdo de nuevo de Barthes) es realmente imposible, pues no hablamos a partir de la nada, sino de un lenguaje que soporta una mirada construida en él mismo, de manera que irremediablemente todo escrito es como tal una ficción.
Acordémonos de ese aforismo que reza autoreferencialmente: “Un aforismo debe ser exacto, como una declaración a Hacienda”.
Y aunque yo entiendo el género aforístico como un género de ficción, lo que nos viene a decir paradójicamente este que cito es que hasta la escritura supuestamente más contraria a la ficción (la burocrática en este caso) es igualmente ficcional, pues requiere de una elección, de una posibilidad selectiva frente a otras opciones. Además, no podemos olvidar que también el escritor, y en su caso el narrador es a su vez una invención, una de sus muchas posibilidades.
Por otra parte, la escritura diarística o memorialista, la entiendo como un territorio de libertad. La dictadura de los géneros se hizo posiblemente desde la llamada novela realista, un continuo en la consideración estilística del canon. Los géneros sólo últimamente se han desconfigurado parcialmente. Sin embargo, la idea de la novela como un «caballo de troya» que alberga otros discursos se ha hecho ya muy contemporánea. No obstante, los géneros no tienden generalmente a la mixtura, a lo ecléctico, aunque podemos encontrar algunos, no demasiados, ejemplos de su deconstrucción en textos con género no homologable. Aquí me acuerdo de Cortázar y su Vuelta al día en ochenta mundos, entre otros ejemplos.
Otra circunstancia que abunda en esta, vamos a llamar incomprensión o rigidez genérica, es el hecho de que a los editores les cuesta mucho publicar textos que se suponen difíciles en general porque son textos que no se acomodan a los esquemas de lectura y género de los lectores. Algo que atrofia la creatividad, que viraliza la lectura fácil y acrítica, y fomenta las rutinas lectoras.
Y es ahí, de alguna manera, donde sitúo Cuaderno de Choisy. Es una escritura sin género identificable y homogéneo, una propuesta degenerada, como podría llamarla el propio Cortázar, que me permite ejercer toda la libertad que necesito para contar o decir lo que quiero. No todo se puede decir con los mismos mecanismos, las mismas técnicas expresivas. De ahí que he ido configurando el libro con diferentes textos de carácter diverso: crónicas, microrrelatos, piezas teatrales en un solo acto, juegos literarios, poemas, microensayos, confesiones, etc., y todos ellos me han permitido expresar desde miradas y procedimientos distintos aquello que necesitaba rescatar para edificar una memoria. Incluso diría más, han constituido en sí mismos la memoria que era posible construir a modo de un particular palimpsesto. Ha sido una memoria levantada con amor, un amor al mundo, un vínculo identitario con la pareja, la familia, los amigos, el trabajo, la política, la literatura, o lo inextricable, todo aquello de lo que, en definitiva, estamos hechos.
Finalmente, la escritura memorialista o diarística invita a la hipérbole, parece formar parte de un gran texto que puede durar una vida, ya sea cronológica o fabulada. Requiere la continuidad narrativa, el seguir construyendo una memoria que en la medida que se extimiza se convierte en una memoria compartible y compartida.
Este Cuaderno de Choisy ya tiene continuidad en otro que está terminado y que espero que pueda en breve acompañarlo en la librería de los lectores. En cualquier caso, haberlos escrito ha sido para mí una insólita aventura terapéutica y un verdadero reto literario.
[1] Fernando PESSOA, El poeta es un fingidor. Antología poética. Madrid, Cátedra, 2018.
[2] Max AUB, Luis Buñuel, novela, Granada, Cuadernos del Vigía, 2013, p. 23-24.
Miguel Ángel ARCAS
Editor y escritor